Lo confieso: soy adicto a las películas, series, incluso al arte plástico (Bacon, Giger, Ruppert…) que puede agruparse dentro del género del “terror”. Aunque tengo una clara preferencia por los zombis -las viejas creaciones de George A. Romero y sus recientes variaciones-, también disfruto con inusual placer las historias de vampiros, vampiros-zombis (como en The Strain, la creación televisiva de Guillermo del Toro), fantasmas, casas embrujadas, muñecos diabólicos, exorcismos, posesiones demoníacas, incluso fantasmas de transmisión sexual (It Follows de 2014 es una de las mejores películas recientes del género). Terminada la cuarta temporada de True Detective, un cruce del género policiaco con el terror cósmico, conviene preguntarse por qué consumimos y nos placen los artefactos estéticos de este género.
Casi nunca cuestionamos o reflexionamos sobre nuestros placeres más palpables. El goce que experimento con el terror es tan inmediato e intenso que pocas veces me he detenido a pensar sobre éste, tampoco sobre la naturaleza misma del terror como un género artístico que fascina a las masas y que vive una creciente popularidad en las últimas décadas. Este acriticismo hedonista de mi parte sufrió un revés hace algunos días, cuando me preguntaron por qué sentía emociones particulares ante una película de terror si -como buen cientista- no creía nada de lo que sucedía en la historia. Respondí como si tuviera alguna idea, quizá ocultando mi falta de reflexión al respecto, y tomé la pregunta como una encomienda y un reto. He aquí un intento de respuesta a ésa y otras preguntas: ¿qué caracteriza al terror que nos producen los artefactos estéticos?, ¿cuál es su naturaleza?, ¿por qué los consumimos?, ¿por qué nos deleitan?
Empezaré con algunas consideraciones preliminares. En primera instancia, la ciencia ficción y el terror no son géneros discretos. Esto quiere decir que mucho (no todo, sobra decirlo) de lo que consideramos ciencia ficción puede agruparse dentro del género del terror: esto sucede cuando se sustituyen, por ejemplo, las fuerzas sobrenaturales con tecnologías futuristas. En segunda, el género del terror se analiza de manera distinta a otros géneros, por ejemplo el western. Mientras éste último se identifica primariamente por su ambientación, el terror se identifica con respecto a su capacidad de provocar ciertas respuestas afectivas. Análogamente al suspenso y al misterio, al terror lo nombra el tipo de afección que busca provocar. Puede parecer tentador, en tercera instancia, diferenciar al terror de otros géneros, por ejemplo del suspenso (e.g., el de algunas narraciones de Poe o el de Psycho de Alfred Hitchcock), por la presencia de monstruos y otra clase de entidades de origen sobrenatural o de ciencia ficción. No obstante, aunque la presencia de entidades monstruosas parece una condición necesaria del género, no es una suficiente: pues en los cuentos de hadas encontramos entidades de este tipo y no podemos catalogarlos como pertenecientes al género. La diferencia entre estos géneros es la siguiente: mientras en las obras de terror los monstruos son considerados anormales (no pertenecientes a este mundo y a sus quehaceres ordinarios), en los cuentos de hadas son personajes ordinarios que habitan mundos extraordinarios. De esta manera, la respuesta de los personajes en un cuento de hadas frente a una entidad monstruosa es de absoluta cotidianidad, mientras la respuesta de los personajes en una narración de terror es muy distinta. Y aquí llegamos a uno de los meollos del asunto: al género del terror lo caracteriza -en la teoría de Noël Carroll- en parte el hecho de que intenta que las respuestas de los protagonistas sean un reflejo de las respuestas que se esperan en la audiencia: se espera que ambas corran en paralelo. Esto no sucede -sobra decirlo- con todos los géneros: por ejemplo, con la comedia o con la tragedia. Si Carroll tiene razón, esta característica del terror nos permite un análisis objetivo del género y no sólo subjetivo: pueden analizarse cuáles son las reacciones de los personajes que se espera que la audiencia refleje.
Para Carroll la respuesta afectiva que caracteriza al terror es una combinación de dos emociones: miedo y repugnancia (o asco). La emoción del terror es una emoción ocurrente, no disposicional, similar a un arrebato de ira y no a una fuerte envidia. Las emociones ocurrentes tienen tanto una dimensión física como una cognitiva. Cuando nos aterrorizamos podemos sentir sudoraciones, temblores, agitaciones, o cualquier otra agitación física, lo que hace a la dimensión estrictamente física del terror una condición necesaria del mismo. Al igual que con otras emociones, como la ira, uno no puede estar es ese estado sin la agitación correspondiente: no una específica, pero sí alguna. En otras palabras, aunque la dimensión física del terror no puede no estar presente, resulta imposible caracterizarlo apelando a agitaciones físicas particulares: algunas personas pueden responder al terror con una risa ansiosa e irrefrenable, mientras otros pueden hacerlo helándose en su butaca. Por lo mismo -piensa Carroll- la respuesta sobre la naturaleza del terror debemos buscarla más bien en su dimensión cognitiva: tanto en la creencias descriptivas como en las evaluativas de los sujetos aterrorizados, sobre todo en las segundas. Así, me aterrorizo ante lo que creo que tiene tales características y creo que es tanto terrorífico como repugnante. Si las entidades monstruosas sólo nos parecieran amenazantes, sentiríamos miedo; si sólo nos parecieran repugnantes, sentiríamos asco. Se necesita de ambas características para generar terror. Carroll hace eco de la caracterización de la antropóloga Mary Douglas en Purity and Anger para dar cuenta de lo segundo: son destrucciones y traspasos de nuestros esquemas conceptuales (muchos, culturalmente adquiridos) los que generan la sensación de impureza y, por tanto, repulsión: nuestros monstruos del género del terror deben romper límites entre nuestras dicotomías entre lo vivo y lo no vivo, lo completo y lo incompleto, lo interno y lo externo, lo terreno y lo acuático… Deben ser manos cercenadas que tienen vida propia, muertos vivientes, seres informes…
Si Carroll tiene razón, la siguiente pregunta es inevitable: ¿por qué nos gusta, place, o por qué simplemente consumimos un género que apela a algo que ordinariamente evitamos, como el miedo y el asco? La respuesta de Carroll es iluminadora: normalmente, el género del terror se enmarca en una narrativa, una que gira en torno a la curiosidad. La duda, el escepticismo, el descubrimiento, la corroboración juegan un papel importante en el cine y la literatura de terror. Si esto es cierto, el género apela a algo que deseamos naturalmente y a un impulso que nos permite alcanzarlo: el conocimiento y el asombro. El género del terror, así, se finca en lo más hondo de nuestra naturaleza.