En mayo de 1934 Thomas Mann se embarca en el Volendam rumbo a Estados Unidos. Es su primer viaje al país que lo acogerá más tarde. Lo acompañan su esposa, un pequeño cuaderno que será su diario a bordo, y los cuatro volúmenes de la edición alemana del Quijote de Cervantes. Mann ha publicado ya Buddenbrooks, Der Zauberberg, y su pequeña obra maestra Der Tod in Venedig, en la que el viaje es uno de sus motivos. Es una celebridad, se le ha concedido cinco años antes el Nobel de Literatura, y de su canon personal sólo le resta la publicación de Doktor Faustus.
A bordo del transatlántico, Mann habla de su viaje en curso como una “aventura civilizada”, similar al viaje que emprende a Venecia Gustav von Aschenbach para desentumecer su vena creativa y recuperar la inspiración (aunque quienes hayan leído la nouvelle saben que a un precio muy alto). A von Aschenbach “le hacía falta, pues, un paréntesis, cierto contacto con la improvisación y la holgazanería, un cambio de aires que le renovara la sangre a fin de que el verano fuese tolerable y fecundo. Viajar, sí… aceptaba la idea. No demasiado lejos; no precisamente hasta el país de los tigres” (La muerte en Venecia, Barcelona, Navona, 2015, p. 17). A diferencia del de su icónico personaje, el viaje de Mann es más largo, pero su destino y medio de transporte hacen serena y pausada la travesía. Sin deshacer maletas sube a cubierta a beber un vermut. Viaja con ciertas comodidades; aventura, al fin y al cabo, pues el mundo no es aún una colección de franquicias. El viaje ha perdido su exotismo, pero aún es posible.
Muy distinta fue la experiencia de David Foster Wallace a bordo del Zenith en marzo de 1995. Experimentó la moda naciente de los cruceros: 47.255 toneladas de blancura sin atisbo de extrañeza o alteridad. Artificio y homogeneidad donde trayecto y destino son irrelevantes. No hay contraste, sólo superabundancia de lo mismo y teatralidad sin argumento. El mundo abordo es un gigantesco supermercado al que acuden adictos al consumo y entretenimiento edulcorado. Infinite Jest, la obra maestra de Foster Wallace, no sólo es el artefacto estético de un genio, es un lamento contracultural, del que su crónica a bordo del crucero parece un apéndice melancólico y humorístico: “He visto playas de sacarosa y aguas de un azul muy brillante. He visto un traje informal completamente rojo con las solapas evasé. He notado el olor de la loción de bronceado extendida sobre diez mil kilos de carne caliente. Me han llamado «colega» en tres países distintos. He visto a quinientos americanos pijos bailar el Electric Slide. He visto atardeceres que parecían manipulados por ordenador y una luna tropical que parecía más una especie de limón obscenamente grande y suspendido que la vieja luna de piedra de Estados Unidos a la que estoy acostumbrado. / He bailado (muy brevemente) la conga” (Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, Barcelona, Mondadori, 2008, p. 299). Debido a estas experiencias inauténticas e inmediatas, donde el placer se mide por su valor de uso y consumo, el antropólogo Marc Augé consideró al viaje como una imposibilidad actual. Sin nuevos paisajes, personas y espacios para insólitos encuentros el viaje se transforma en una experiencia de miserable homogeneidad.
En sus charlas con Woodrow Wyatt, Bertrand Russell condenó -con justa severidad- al nacionalismo, pero también hizo una distinción importante: “Habría que distinguir entre los aspectos culturales y políticos del nacionalismo. Desde el punto de vista cultural, una de las cosas más tristes del mundo moderno es su extraordinaria uniformidad. Si uno va a un hotel caro, no hay absolutamente nada que le muestre en qué continente se encuentra o en qué parte del mundo; son todos exactamente iguales. Es un poco aburrido y hace que casi no valga la pena hacer un viaje costoso, si uno quiere ver países extranjeros tiene que hacer viajes baratos. En este sentido, creo que hay muchísimo que decir del nacionalismo como elemento para mantener la diversidad, ya sea en la literatura, en arte, en el lenguaje, como en todo tipo de aspectos culturales. Pero cuando hablamos de su aspecto político, creo que el nacionalismo es absolutamente malo” (Conversaciones con Bertrand Russell, Madrid, Tecnos, 2017, pp.127-128).
Lo que Russell reivindica no es el nacionalismo, sino la pluralidad, la heterogeneidad. Por motivos más estéticos que morales o políticos, piensa que el mundo uniforme -ése que ha llegado a su culmen con la globalización- es bastante monótono. La uniformidad socava la riqueza de nuestro mundo cultural. Algo así también tenía en mente George Steiner al considerar el mito bíblico de Babel como una fortuna lingüística, pues la diversidad de lenguas, las cuales moldean la experiencia humana, plantea oportunidades en la interacción entre culturas.
La pluralidad también es benéfica tanto moral como epistémicamente: gracias a ella nos podemos percatar de la provisionalidad de nuestras particulares costumbres, podemos adquirir una perspectiva más universal sobre lo correcto y lo valioso, a la vez que podemos filtrar de nuestro sistema de creencias aquellas falsas a la vez que maximizar las verdaderas. Pero para que suceda esto no requerimos de naciones, ni de otros artificios peligrosos. La especie humana da lugar a una prolífica variedad de estrategias para hacer frente al mundo. Y esto sucede dentro de una misma nación, dentro de una misma comunidad, dentro de un mismo barrio.
El viaje será otra vez posible cuando consideremos a la diversidad un bien y no un problema; un medio para obtener otros bienes y no un obstáculo para nuestro bienestar; una fortuna y no un castigo.