Empiezo con un ejemplo que usa Michael Sandel. Hace algunos años un terrible huracán azotó las costas de Florida. Muchas familias perdieron su casa, su trabajo, a sus seres queridos. Todos diríamos que fue una terrible desgracia. Frente a un evento como éste parece que sólo cabe la fortaleza. Levantarse cada mañana, si es que se tiene dónde dormir, y tratar de reconstruir lo perdido. Volver a la vida; pues, en efecto, la vida sigue.
No obstante, una desgracia como ésta fácilmente puede convertirse en una injusticia. ¿Cómo? ¿Acaso las desgracias no las causan fuerzas que están más allá de nuestro control y las injusticias, por el contrario, son causadas por otros seres humanos con intención? Sí y no. En efecto, parece que nadie es el culpable de que un huracán destruya tu hogar. Sin embargo, detrás de toda desgracia se alojan las injusticias más sutiles o devastadoras.
Pensemos en dos injusticias que pueden estar detrás de una desgracia como ésta: si el gobierno no destinó recursos para prevenir daños causados por un huracán, en costas que habitualmente sufren percances de este tipo, dicho gobierno cometió injusticia contra las familias ahora en desgracia. Sigamos con el ejemplo. Después de que el huracán azotara las costas, los expendedores de víveres esenciales (como agua potable y medicinas) inflaron los precios de sus productos sin restricción. Lo que sucedió es que la gente tuvo que comprar por diez dólares una botella de agua que en otro momento hubiese costado un dólar. Los republicanos libertarios defendieron a los expendedores con el argumento simple del libre mercado: los precios se fijan a partir de la oferta y la demanda. Nada hay de malo en ello. ¿Acaso la intuición no nos dice lo contrario? Sin duda, ¿qué hay de libre en un mercado que extorsiona a los consumidores para que compren a precios inflados productos que requieren dada su desgracia? Otra vez, una desgracia se convierte en una injusticia.
Judith Shklar elabora así el ejemplo al inicio de su libro Los rostros de la injusticia: “Un terremoto es seguramente un suceso natural, pero eso no es todo lo que cabe hacer o decir sobre ello, especialmente cuando se produce un enorme daño y perecen muchas personas. También se considerará una injusticia, si bien por diferentes razones. Los religiosos culparán a Dios: «por qué nosotros», se lamentarán. «No somos más malvados que otras ciudades, ¿por qué se nos ha marcado con este castigo?» o, incluso, de modo más particular, se escucharán lamentaciones como «¿por qué mi hijo?». Entre las víctimas menos devotas, unos pocos dirán, simplemente, que «la naturaleza es cruel». Pero no serán muchos. Porque la idea de un mundo arbitrario, azaroso, es dura de soportar y, desolada, la gente comenzará a buscar agentes humanos responsables. Y puede que los encuentren pronto. Habrá mucha gente que habrá contribuido a empeorar el impacto de la catástrofe. Muchos edificios se habrán desmoronado debido a que los constructores incumplieron normas de seguridad y engañaron a los inspectores. La población raramente está advertida de estos peligros que artefactos tecnológicos sofisticados sí que pueden predecir. Las autoridades públicas, no obstante, pueden no haber sido todo lo serias y concienzudas que debieran en la preparación para estos peligros. Puede que no se hayan organizado medidas de emergencia con suficiente antelación, ni apoyo médico adecuado o transporte rápido para los heridos. Muchos morirán pudiendo haber sido salvados. ¿Adónde se han ido sus impuestos? Se han dilapidado, dirán algunos, en un caro programa espacial que no beneficia a nadie”.
¿Cuándo una desgracia es sólo un desastre?, ¿cuándo es una o un conjunto de injusticias? El punto es que carecemos de una distinción clara entre desgracia e injusticia. Como bien señaló Judith Shklar, una desgracia fácilmente se convierte en una injusticia cuando no tenemos la disposición y la capacidad para actuar en nombre de las víctimas, para culpar o absolver, para ayudar, mitigar o compensar, incluso cuando miramos a otro lado.
Lo que sucedió en Guerrero es una desgracia, sí, pero no debemos alejar la mirada ni renunciar al análisis y al juicio. El suceso alberga con seguridad un conjunto importante de injusticias, y es necesario responder atribuyendo responsabilidades con fineza. ¿Qué está causando que sean cada vez más comunes estos eventos?, ¿qué hace nuestro gobierno para mitigarlos y prevenirlos?, ¿nuestras autoridades hicieron y siguen haciendo todo lo posible para aliviar el sufrimiento de las víctimas?… Éstas son sólo unas cuantas preguntas a las que deberíamos comenzar a responder.