Aquí no hay árboles que mojen los perros ni estos que les ladren a los ciclistas, porque no hay perros ni casas ni nada. Aquí no se escucha la zampoña de plástico del afilador, ni el pito lanzado al viento por la acción del vapor del carrito de la vendedora de camote y plátano macho, ni el silbato del cartero, ni el señor que pasa proclamando que “le venimos comprando toda clase de chatarra, fierro viejo que ya no le sirva -.espero que no compre maridos inútiles y usados…- o el hombre que transita por otras calles montado en un carrito jalado por un burro, ese animalito en vías de extinción, vendiendo “tierra pa’ las macetaaaasss!!!!”, ni niños jugando a la pelota, sorteando a los automotores, ni esa pareja de músicos, hombre y mujer, trompeta y tambora, que van tocando las puertas en las casas en pos de una moneda, en tanto interpretan alguna melodía popular, ni tienda de la esquina ni papelería ni carnicería ni frutería ni barbería, ni parejas en las puertas de las casas viviendo su amor de pensamiento, palabra y obra, ni vida, porque nada de esto existe, salvo la piedra alta, rugosa, opresiva, y las casas que le dan la espalda a la calle.
Aquí no existen los sonidos vitales de la ciudad. No hay gritos patrios, ni rosarios a la Virgen de Guadalupe ni celebración de las jornadas de José y María en su camino a Belén. Aquí no existen las banquetas cuajadas de macetas con malvas, petunias y geranios, y la tierra cubierta de pasto, porque todo es concreto. Aquí no se intercambia nada porque sólo existe la piedra culta, caliente según el día; fría según la noche; la piedra en su desafiante altura.
Es la ciudad amurallada, ensimismada; encerrada en sí misma, para mayor seguridad. La urbe del coto sin el reo, la ciudad laberinto, que vive hacia dentro, lejos de la vida urbana. Es la ciudad fortaleza; ciudad de mi vida.
La imagen, en la esquina de Prolongación Zaragoza y Tepezalá. Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected].