Recientemente, hemos escuchado hablar de nuestro planeta como si se tratara de un ser vivo más, sin embargo, dicha valorización no es algo nuevo, ya que el antropomorfismo, es decir, la atribución de características humanas a las cosas, plantas y animales, fue algo muy normal en prácticamente todas las comunidades humanas primitivas. Por ejemplo, al sol, dentro de la mitología nahua y mexica, se le personificó como el dios Tonatiuh, a quien se rendía un culto sagrado muy especial que consistía en el sacrificio de personas para mantenerlo contento, encendido y generando vida. Así mismo, entre los griegos se reconocía a Eros como el dios del amor: él es quien se encargaba de la continuidad del ciclo de la vida en el mundo mediante la atracción sexual, no sólo entre personas, sino en toda la naturaleza. También, en la mitología romana se consideró a Marte como el dios de la guerra, y es a la sangre de los valientes que se correspondió su color rojizo.
Estas cosmovisiones, sin embargo, fueron abandonándose por dos razones principales: la primera de ellas tiene que ver con el surgimiento de religiones monoteístas, siendo la principal de ellas el cristianismo, pues se le atribuyó a un ser celestial divino el monopolio de la creación y control del mundo, al tiempo que le fue otorgado al ser humano el poder de dominar a su beneplácito toda la Tierra y los seres vivos que la componen, empleando para ello su libre albedrío. Bajo este criterio, el mundo dejó de ser sagrado y se convirtió en algo profano, completamente inferior a los hombres quienes están autorizados a hacer con todas las criaturas lo que les plazca (androcentrismo). La segunda razón es que, con el desarrollo de las ciencias, sus protagonistas comenzaron a emplear métodos de observación más rigurosos, cálculos matemáticos e instrumentos de medición, con los que comenzaron a descubrir y comprobar las leyes con las que operan el mundo y la naturaleza, anulando de esta manera las creencias en seres sobrenaturales responsables del sostenimiento del universo y de las creaturas (bióticas y abióticas) que lo habitan. Estos dos criterios cosmológicos, aunque contrarios, son los que han conformado paralelamente nuestra cosmovisión del mundo durante casi cinco siglos.
Con base en lo dicho, nadie que se considere “cuerdo” actualmente puede atribuir cualidades antropomórficas a cosas o animales sin correr el riesgo de ser considerado un «raro» (friki). No obstante, esto no le importó al químico y ambientalista, James Lovelock, quien junto con Lynn Margulis, microbióloga estadounidense, desarrollaron la Teoría de Gaia en 1972. Lovelock decidió nombrar Gaia al planeta Tierra, nombre con el que se le conocía en la antigua Grecia a la diosa que lo personificaba (en otras culturas recibió nombres como Pachamama o Madre Tierra), y planteó la idea de que nuestro planeta es un superorganismo compuesto por seres vivientes, mares, una atmósfera y suelo. Dicha teoría fue tildada de mística por algunos científicos darwinistas, quienes opinaron que Lovelock estaba personificando a nuestro planeta como un ente vivo; en respuesta, el médico ambientalista no negó que se refiriera a Gaia como a una entidad planetaria viviente, aclarando que eso no implica necesariamente la existencia de consciencia. Aun así, su propuesta no dejó de ser controversial, y aunque se ha señalado que no existe un método riguroso para separar la materia inerte de la vida, Lovelock consideraba que la materia viva no tendría por qué separarse de su ambiente «inerte», ya que ambos evolucionaron en conjunto, siendo la vida una propiedad planetaria no individual.
Expuesto todo lo anterior, ahora me dispongo a criticar el modo en que la mayoría de las personas ven el mundo, en los dos sentidos ya señalados, y posteriormente, retomaré la propuesta de Lovelock. En primer lugar, resulta absurdo que, apoyándose de sus creencias arraigadamente religiosas, muchas personas piensen que cuentan con la autorización y el derecho divino para hacer con el planeta lo que se les dé la gana, siendo que el papa Francisco, en su encíclica Laudato si, ha reconocido que esta manera de entender la doctrina cristiana ha sido equivocada, y que es momento de rectificarla y de “cuidar de nuestra casa común” atendiendo las indicaciones de la ecología y la ética ambiental. En segundo lugar, opino que la ciencia moderna, en su afán de entender el mundo, lo ha fragmentado y esto se ha extendido al ámbito educativo, prueba de ello son los libros de educación básica en los que el conocimiento se divide por áreas (matemáticas, español, ciencias sociales, ciencias naturales, etc.), aumentando la brecha entre saberes. Así vamos aprendiendo en cada una de las etapas de la educación institucional, y en la formación profesional, el conocimiento y las posibles formas de ver el mundo se reducen aún más de acuerdo con el área profesional que se elija. Por ello es y ha sido difícil generar los avances necesarios para valorar y cuidar nuestra Tierra de manera integral, pues desde la educación básica, los saberes están encasillados, fragmentados, sin conexión entre ellos.
Esa visión holista es la que nos hace falta implementar, pensar como Lovelock y dejar de ver el mundo natural y todos sus componentes como meros objetos que están en un almacén para ser usados exclusivamente por lo seres humanos; no valorar instrumentalmente a la naturaleza y apreciarla como a nuestra propia madre, un ser querido que reconocemos que nos dio la vida, que nos cuida, que nos da lo necesario para alimentarnos, vestirnos, formarnos, etc. Eso es exactamente lo que hace la Madre Tierra. Ahora es ella quien nos necesita, tiene fiebre y está siendo provocada por nosotros. Es momento de dejar el desinterés, el desprecio y la altanería, y ser conscientes de que la Tierra es un ser vivo que requiere hoy más que nunca de nuestra atención y cuidado de forma integral, si es que queremos tener un futuro para nosotros, para nuestros descendientes y para el resto de los seres vivos que habitan este mundo.