l ritual de cortarse el pelo cada mes corresponde sobre todo a los hombres del otro Aguascalientes. El de hace décadas, cuando un mechón fuera de lugar era signo de grave descuido y la rebeldía en el peinado debía evitarse a toda costa. Y no es casualidad que esos hombres, sobre todo, acudan a la misma peluquería por el corte de costumbre. Un lugar común que los transporta a su Aguascalientes querido. El de los cincuenta. El de los sesenta. Otro. Pero también van las mujeres, jóvenes y mayores, y los niños. Y para cada uno hay un servicio especial.
El Chácalo abrió su peluquería en 1962. La nombró así por su apellido, Zacarías. Dice que así lo llamaban desde que jugaba básquetbol en el equipo “Monjes” del Aguascalientes de los años cuarenta. El Chácalo, además de ser un peluquero de larga experiencia, es un hombre de buena memoria, y cuenta su historia con fluidez. Se enseñó a cortar el pelo en el ejército, cuando lo llevaron de conscripto. Y luego trabajó en la peluquería París de la calle Madero, que era de doble sentido y muy bonita. Y atendía en esa avenida pueblerina a los más ilustres personajes de la ciudad. Él era el “chícharo” en la peluquería. Su trabajo era sacudirles el cabello de los hombros a los clientes y prender la lumbre en la mañana, porque antes el agua se calentaba en un brasero. Y luego juntó sus centavos y abrió su propia peluquería. Y salió bien la decisión porque desde entonces le llueven clientes. Ricos y pobres. Jóvenes y viejos. Desfilan a la peluquería, toman asiento en algún sillón Columbia y después salen con la cabeza reluciente y la sonrisa amplia. Acuden desde su apertura con el Chácalo obreros bohemios, periodistas, políticos, empresarios, las reinas de la feria, las señoras de sociedad y niños temerosos de las tijeras. El Chácalo fue peluquero desde joven pero ahora es cajero, dice que sus ojos ya no le dan la precisión que demanda el oficio. Pero es claro que la peluquería es su espacio ideal. Además de cortar el cabello, al Chácalo le gustaba ir a bailar danzón al salón Fausto, los domingos, de dos a tres. Pero desapareció la tradición.
En la peluquería las mujeres cortan el cabello y el Chácalo despacha, cobra el corte y da el cambio. Sonríe y da las buenas tardes a los clientes, y a los niños una paleta de caramelo, después de haberse sometido al corte en la silla Columbia. Se escuchan tijeretazos cortar el aire. Cortar los tiempos. Pasado y presente. Tradición y cambio. Mudanza de costumbres. A los hombres les extienden la crema de afeitar con una brocha y les pasan la navaja de rasurar. Y luego el corte de cabello. ¿Despuntado? ¿A la “flat up”? ¿O como los ferrocarrileros, el corte que dura un mes, “el meserito”? El cliente escoge de las opciones o apunta algún corte de los que hay fotografiados en la pared. Y habla con el Chácalo de otros tiempos y de los cambios que sufre la ciudad. O sólo se saludan, haciendo en silencio remembranza de las verdades implícitas que hay entre aquellos de la misma generación. Los viejos dejan en las puntas cortadas de sus cabellos, sus más viejas células, tiradas en el piso. Y luego las recogen. Aquí nada más se ofrecen cortes. Los otros servicios están en las estéticas, dice el Chácalo, como se usan ahora. Transformación. Afuera de la peluquería hay un caramelo azul y rojo que da vueltas. Como el tiempo. Nostalgia por la época en que conocíamos los nombres de toda la gente y nos sabíamos sus historias. Aquí hay aires de otros tiempos. Tiempos que serán disipados por las nuevas usanzas, por el anonimato de los transeúntes. Mientras tanto un lugar para recordar. Un rinconcito para volver.