Estoy hasta aquí de la avaricia de los privilegiados
de que quieran para ellos solos toda la juventud
todos los influjos en las cosas del mundo
todo el favoritismo de la puta alegría
toda la iniciativa de renuevo y capricho
de que se apropien sin escrúpulos la plusvalía de calor y encuentros
todo el capital de risa y de coloquio
que repartido con justicia
alcanzaría de sobra para alimentarnos a todos
Tomás Segovia
Se pronostica en Aguascalientes para esta semana una temperatura máxima de entre 35 y 40 grados centígrados, se lee en la nota, en un estado que tiene en promedio 29.
Muero de calor. Se puede morir de calor, claro está. También matar. Este calor desquicia hasta el temperamento más límpido. Quejarme del calor se ha vuelto un deporte olímpico para el que no necesité entrenamiento alguno. Dos semanas de quejas a todas horas en contra del implacable sol que aplasta mis días y deja su recuerdo caluroso en mis noches. Aguascalientes no es Monterrey con sus 40 grados y es por eso que no estamos preparados para semejante cataclismo.
“El Siroco es un viento muy cálido y seco que sopla desde el norte de África hacia el Mediterráneo central y la península itálica. El aire viene del Sahara y es seco y polvoriento”, según la descripción del fenómeno. El Siroco. Estoy a miles de kilómetros de ese calor pero, a falta de un modelo más cercano, mi sudor y hastío lo nombran así. Incluso me gusta cómo suena. Siroco.
Este castigo a nuestra perversión medioambiental se manifiesta en una oleada de calor insoportable que no te deja abrazar por mucho tiempo al amor ni prenderte de su cuerpo o envolverte en él. Es la misma tibieza que en la última Navidad hizo que solo me bastara un suéter, sus besos y sus brazos para repeler el frío del oxímoron de un invierno cálido.
Me sofoco. La palabra abierta, sibilante y sonora, Siroco, se desliza como el viento, uno estancado, seco y caliente, como nata, que choca y se encapsula en las paredes de la casa para hacer que una no duerma, que dé vueltas en la cama, que respire este aire que perturba la cabeza y asfixia sobre la almohada. Una chorreante y bochornosa venganza de quién sabe cuál ecosistema.
Siroco. Una vez alguien me cantó una estrofa de Auté que dice También pudiera ser/ que me esté volviendo loco/ porque me pegó el Siroco/ de la levedad del ser. Deliro. Nunca me gustó la trova. Me resulta igual de soporífera que este calor infernal de los 36 grados a las 3 de la tarde. Ese que te hace detestar a la Humanidad entera y sus conexiones eléctricas y su tala de árboles y sus megapuentes y su fracking y su entrega del agua a Tesla y a Nissan.
El Siroco. En algún lado escuché que en cierto lugar de Italia se reduce la condena por homicidio si se comete el delito en medio del Siroco. No sé si es verdad. El calor trastorna. También produce debilidad muscular y falta de concentración y memoria y deshidratación y muerte. Pero no en Aguas, aquí todo está controlado, dicen. El calor de Aguascalientes solo te hace sudar en seco; sin humedad, tu propia agua es la que destilas por los poros, tu calor es el que te quema los labios y los reseca. “Las olas de calor afectan la salud mental”, acentúan la depresión, leí. Si a esas vamos, quién es feliz en este infierno caliente en la Tierra.
Los ricos. Los ricos y la posibilidad de comprarse un aire acondicionado y tumbarse a descansar sí son felices. No es contra los ricos. O sí. Mi rencor social es porque yo no soy rica ni tengo lo que llaman ‘clima’ ni puedo darme el lujo de comprar una casita de interés social de alta gama que tenga campos de golf y albercas olímpicas con el aval de gobierno que se roba, déjenme decirlo como ellos, “el vital líquido”, y lo concesiona y lo administra en condiciones catastróficas y lo desperdicia y nos lo corta y nos lo tandea y nos revende carísimo que llegue a nuestras casas mientras que a la industria se lo regala. Contra los ricos y la desigualdad social. Sí.
El calor me trastorna.
Supongo que algo así pasaba en medio de las pasiones podridas, de la peste y la enfermedad en Muerte en Venecia. “El calor aprieta; el Siroco no es bueno para la salud” es una premisa de Thomas Mann para construir su novela. El sofoco. El bochorno. El aire que se corta con solo pasar la mano. Los olores que salen de las casas, de los cuerpos, de los contenedores de basura. La muerte de las plantas y de los animales. El calor que repele a las personas de las calles. O que los mata, como Camus en El extranjero, que utilizó un golpe de calor para provocar el inevitable encuentro de la fatalidad homicida. El destino, después de sentir el ardor en el cuerpo, el sol en la cabeza y perder la razón.
Pero hablar del clima entre dos que no se conocen tiene sus ventajas. Es el último bastión para provocar o continuar la charla. El único lugar común en cualquier fila, en un silencio incómodo o una conversación tensa ¿Qué calor hace, no? Muchísimo, respondes, mientras te abanicas con una hoja de papel. Hablar del calor podría ser la semilla que germine para arremeter contra el gobierno y sus mañas. O igual solo pensemos en plantar un árbol y no desperdiciar agua, esa aguja en el pajar que le sirve al juego neoliberal que vende, exporta, explota, produce, consume para ganar.
Estoy delirando.
El calor me trastorna porque no puedo ni quiero abrazar al amor. Me das calor, le confieso, mientras lo miro a los ojos y sutilmente alejo mi cuerpo del suyo. No es que no te quiera, digo, es el Siroco, pienso. Estamos muy calientes. Literal. Nuestros labios resecos se humedecen apenas. 36 aplastantes y secos grados. Se pronostican entre 35 y 40.