Un drama mayor se ciñe sobre la democracia americana. Si un infractor criminal como lo es ya Donald Trump se enfila al 2024 y si llegara a ganar la elección presidencial sería, ahora sí, el fin de la democracia americana y el principio de un cesarismo que nace decadente. En comparación a ello la elección del 2016 resultaría un tibio ensayo. Y no es que ahora desaparecieran las instituciones por arte de magia, sino la voluntad misma del pueblo estadounidense de seguir creyendo en la ley como la mejor forma de convivencia posible en libertad, que es la savia que da vida a esas instituciones.
El conocido columnista del New York Times David Brooks reflexionó sobre la enorme tentación de pensar en un candidato presidencial independiente para el 2024 (This is Not the Time for a Third Presidential Candidate, NYT, June 8, 2023) dada una cantidad enorme del electorado norteamericano que no quiere ver una repetición de la elección del 2020 entre Biden y Trump, hoy casi octogenarios ambos recordando a la gerontocracia soviética que tanto motivo de burla y bromas le diera a la prensa occidental en su momento. Sin embargo, Brooks termina descartando la alternativa del candidato independiente o tercera vía argumentando, con cierta sensatez, que no es el momento de hacer experimentos ante un peligro con un Trump desatado y en guerra abierta contra la ley y las instituciones ¿les suena?
Pero hay algo fundamental que se le escapa tanto a Brooks como a la comentocracia mexicana respecto al electorado de los Estados Unidos: una parte enorme de éste considera que no tiene más remedio que el candidato que presenten los republicanos, ello porque no encuentra en los demócratas ninguna reacción ni ningún deslinde con respecto a la machacona prédica woke (esa ideología consistente en ver opresión, dolor y sufrimiento hasta en la sopa y culpar de ello a la totalidad de las estructuras y normas sociales) y que ahora está invadiendo con ruido taladrante cualquier espacio de comunicación e interacción humana imaginable. La ideología woke a su vez se ramifica tanto en la vertiente LGBT+++ o ideología de género, así como en la llamada critical race theory (un tipo de segregación racial esta vez promovida por la izquierda radical bajo la bandera política de afirmación de las identidades).
El público estadounidense está fastidiado de que para todo le estén recetando las versiones más extremas y estridentes de lo LGBT+++ que sin duda son lo trans y lo queer. Lo woke ha atrapado a los liberals o progres en Estados Unidos porque estos confunden woke con el discurso de extensión de derechos sin haber entendido la pulsión extremista de los ideólogos. Estos quieren reventar la -llamémosle- normalidad de la vida norteamericana en nombre de su revolución metafísica. Y es que justo lo que les desespera a ideólogos y activistas es la capacidad de la vida pública estadounidense para asimilar causas (mujeres, gays, lesbianas) y por ello el asunto LGBT+++ ha ingresado desde hace rato en una fase postderechos como bien ha observado el crítico cultural británico Douglas Murray. En tal fase lo que ahora se busca es redefinir todos los protocolos sociales y culturales alrededor de lo más marginal dentro de lo marginal para convertirle en el nuevo centro del universo humano, lo que desde luego daría lugar a una reconfiguración extrema. La rebelión contra las estructuras económicas (léase capitalismo) habrá fracasado, lo que no significa que no pueda haber revancha en el plano cultural obligándole a seguir la corriente.
En la medida que lo LGBT se va extendiendo más y más hacia lo atípico lo que importa es el radicalismo escandaloso, el performance y el protagonismo. Lo trans, pero sobre todo queers y drag queens son narcisismos para los que el asunto es básicamente un show y quieren robárselo a las tres primeras letras del movimiento. Mientras más carnavalesco mejor porque nadie dentro del LGBT puede competir por atención con esas denominaciones (las lesbianas son las invisibles en el carro alegórico). En el movimiento LGBT+++ parafraseando la granja de Orwell, todes son visibles, pero unes son más visibles que otres una vez que el asunto se degrada en un concurso de estridencias. No sorprende que comienzan a escucharse voces feministas hartas de esa parodia, de la invasión de su territorio, pero sobre todo de algo que pone en duda la solidez misma de la identidad femenina haciéndola opcional si no es que un mero y chillante disfraz.
En paralelo, los ideólogos extremistas que utilizan lo atípico como caballo de Troya están fascinados, pues con estos casos, más los que se añadan, la agenda inadvertidamente se transforma de una de derechos a una que busca subvertir la experiencia de vida de la gente. Se trata de capturar el impulso inicial; trastocarlo en un remedo de revolución cultural neo maoísta dirigida por quienes han aprendido a reproducir un discurso contra todo lo que esté cifrado en el sentido común y en el lenguaje, ámbitos en donde se ha vertido el oficio de vivir de las generaciones.
Un punto crucial es que, quienes dominan el discurso woke, pueden censurar a quienes no lo comparten (cancel culture) pues sobre estos últimos pende la espada de Damocles del chantaje moral traducida en reprobación en coro, hashtags y colecta de firmas para impedir el acceso a cualquier plataforma pública del (o la) estigmatizada. Sin duda parte del éxito woke es hacer que se manifiesten públicamente en sus términos quienes quieren emitir señales de virtud (virtue signaling) mostrando así aquiescencia o docilidad ideológica a supuestas banderas liberadoras (no es la primera vez que se presenta semejante contradicción en la historia). Pero al mismo tiempo, ello motiva un rechazo visceral de los desplantes woke por parte de una ciudadanía acostumbrada a la libertad de expresión por generaciones al punto de ser parte integral del orgullo estadounidense.
Las señales de hartazgo son muy claras y ya están teniendo efecto en el mercado sin que se sepa leer su repercusión política. Ejemplos hay muchos. A una ejecutiva egresada de Harvard contratada por una compañía cervecera se le ocurrió la peregrina idea de nombrar a una celebridad Trans como embajadore de su producto emblemático obteniendo como respuesta un descenso de 25% de ventas pocos días después de lanzada la campaña publicitaria con el consiguiente desplome de las acciones corporativas; una tienda de ropa se vio obligada a retirar de aparadores línea de ropa transgender ante el boicot del público; un articulado e inteligente radio host de nombre Matt Walsh lanzó un documental estilo Michael Moore que lleva por título What is a Woman en el que, al discutir o intentar discutir con trans y sus ideólogos, revela la caprichosa incoherencia de todo aquello, con todo y sus implicaciones irreversibles en el cuerpo de niños y jóvenes ¿cómo es que occidente pasó en unos años de condenar la ablación de niñas en el shael africano a celebrar su propia versión de la mutilación genital? El documental lanzado en Twitter en un par de semanas ha sido visto 170 millones de veces. Desbancó a los supuestos blockbuster de temporada de Hollywood por no hablar de los de Disney.
En suma, el error estratégico en el que incurren los demócratas es dejarle el hartazgo antiwoke al campo republicano lo que revela una miopía para leer al ciudadano de a pie: sacrificar la panorámica por el caleidoscopio. La crisis de masculinidad -el otro lado de la moneda de la ideología de género- por la que atraviesa los Estados Unidos ha sido incomprendida por los liberals y esa crisis tiene manifestaciones graves (el consumo de fentanilo, un creciente número de hombres solitarios, de suicidios, de violencia nihilista, etc.). Algo propio de Estados Unidos que no se reproduce en Alemania, Suiza, Australia o Nueva Zelanda, dicho esto para aquellos que gustan utilizar el capitalismo (neoliberalismo en nuestras latitudes) como una abstracción de la infelicidad humana y así creer que explican todo tipo de fenómenos societales (lo que todo lo explica termina por no explicar nada).
En fin, los demócratas deben saber darle cabida a un enough is enough respecto a la ideología de género. Si bien eso puede costar el voto de liberals y activistas, gana el más numeroso y por ello decisivo de los indecisos y hasta le compite al bando republicano por su propia clientela hasta ahora cautiva. Es así como la candidatura de Biden en el 2024 haría de sí misma la tercera opción. Con ello contribuiría no poco en hacer que la moderación centrista se convirtiera de nuevo en el referente de la contienda política estadounidense. Vindicar la estigmatizada normalidad es un camino necesario para neutralizar a Trump y sucedáneos.