Uno puede tener opiniones impopulares y experimentar con ellas en las redes sociales. Me temo que tengo varias opiniones de esa índole. Algunas las detesta la izquierda cavernícola y/o la progresía refinada; otras más las detesta la derecha en todos sus matices equivalentes. Parece que mucha gente lo primero que se plantea es si un asunto corresponde a la agenda de la izquierda o de la derecha del espectro político y, una vez que así lo ubica, decide defenderlo o atacarlo según sea el caso. Personalmente creo que hay que analizar los méritos y deméritos de cada cuestión por sí misma y si lo que uno concluye lo capitaliza la izquierda o la derecha ello no debe inhibir o distraer, además de que hay que tener imaginación para concebir que existen asuntos que trascienden una clasificación tan elemental o binaria como se dice ahora.
Pero para mi sorpresa meterse con la tauromaquia, cuestionar sus pretensiones artísticas y señalar que entraña un problema ético es una opinión que suscita muchísimas reacciones hostiles a tono con la polarización política que está arruinando al país tanto como a nuestras relaciones interpersonales con familiares o amistades, algunas incluso de toda la vida. La cosa es que no poca gente está dispuesta a defender sus formas de diversión o entretenimiento cual se trataran de garantías constitucionales si no es que parte integral de sus derechos humanos
Sí, ya sé que Picasso, que García Lorca et al. Mucha lírica y mucho arte ha dado lugar a la llamada “Fiesta Brava”. También la crucifixión, pero eso no significa que una cosa y la otra sean por sí mismas “artísticas”. Toneladas de crónica taurina se han acumulado para hablar del drama que se despliega en la arena y su supuesta estética echando mano de todos los vicios retóricos que plagan los modos de pensar y la lengua del mundo hispánico, acaso la antítesis de una cultura como la japonesa que privilegia la elegancia de la brevedad y de la precisión porque sabe callarse. En fin, se habla mucho de la muerte gloriosa del toro y los defensores del espectáculo señalan que, en todo caso, es una mejor y más digna muerte que la que le que le deparan los campos de exterminio de la industria cárnica al resto de los bovinos. Se descarta desde luego que está en el interés del animal vivir a como dé lugar, y que no puede concebir algo así como la dignidad de su muerte. Por lo demás en la pena capital hay distintas formas de llevarlas a cabo; desde las espectaculares como la guillotina y la silla eléctrica hasta las aburridas como la inyección letal, pero el punto no es cómo muere el sentenciado sino la pena de muerte en sí.
Y todo lo anterior no deja de ser “torocentrista” porque la gran omisión es el caballo de pica del que se dice poco o nada. Hasta el más verboso cronista taurino tiene problemas en convencer y convencerse de lo “artístico” de ese momento de la fiesta brava en el que un animal asustado y confundido, que no tiene la menor noción de lo que está sucediendo, recibe de bulto las embestidas brutales del burel, lo que seguramente le dejará una sería de lesiones y hemorragias internas hasta que su dueño decide que el animal no le sirve más y lo sacrifica en algún rincón oscuro y miserable.
Quizás no hay manera de negar que los humanos modernos no podemos evitar consumir ciertas dosis de crueldad. Ahí están los deportes de contacto contemporáneos donde no es infrecuente el derramamiento de sangre, así como el riesgo de lesiones severas. Con todo, no es el objetivo matar al rival, aunque ello puede suceder. Hay quienes consideran que las corridas de toros pertenecen a la misma familia de tales espectáculos sólo que se les escapa algo elemental. Los combatientes humanos saben de qué se trata el asunto y a qué atenerse. Es su elección, pero además con un objetivo de provecho personal de fama, gloria y fortuna. En las corridas sólo la mitad de los protagonistas -los toreros- encajan en ese perfil, pero ciertamente no la otra mitad que es totalmente inocente en cuanto a lo que le espera y que carece de toda motivación para estar ahí. Pero por encima de todo y esto es crucial en lo que toca al espectador, el asunto tiene su momento climático en la ejecución de uno de los combatientes, que por lo general es el toro. Sin ese momento nada de lo que se despliega ante los ojos del espectador tiene sentido, pues todo es una preparación por etapas para llegar a ese punto. El resultado aquí está predeterminado salvo casos de excepción.
El punto focal es cómo pelea el animal por su vida y el clímax de su muerte. En otras palabras, es un espectáculo en torno a la agonía, en su sentido etimológico de lucha angustiante o desesperada de una criatura condenada de antemano. Es cierto, miles de reses son sacrificadas diariamente y al parecer a muy pocos les quita el sueño ¿Qué diferencia entonces hace la muerte del toro que no puede ser más que una adición marginal? La diferencia es que su agonía y muerte son entretenimiento. No otro es el problema ético central aquí siéndolo de una naturaleza distinta a los que plantea la industria cárnica porque el asunto en juego es si es moralmente neutro divertirse de semejante manera.
Es curioso que los aficionados de la tauromaquia digan que no asisten a la fiesta brava para mirar el sufrimiento y muerte de una criatura. Ello sería como decir que el objetivo de la cacería es deambular al aire libre, que mal se le comprende al galanteo si se juzga que su objetivo es el sexo o que el objeto de este último no es el retozo de los cuerpos sino fumarse relajadamente un cigarrillo o un porro al final de las maniobras. Pero concedamos que quizás muchos otros asisten a los toros por una serie de placeres secundarios, como ver a un tipo ridículamente ataviado en un estilo proto queer consistente en zapatillas, mallones, taleguilla bien ceñida a las nalgas y lentejuelas y así verlo pavonearse frente a una bestia, símbolo de la virilidad, en un acto de seducción mortífero mientras miran embelesados todo eso succionando un habano que les llena la boca. Concedamos entonces que hay múltiples razones para disfrutar de la fiesta brava. Con todo, la clasificación de espectadores que esto deja no es consoladora porque una de dos: o están fascinados por todo lo que le mal sucede a la pobre bestia y su destino fatal o están cautivados por otras muchas cosas que ocurren alrededor siendo perfectamente indiferentes al sufrimiento de los dos animales entregados a su suerte en la arena: el toro y el caballo de pica.
Aun así, dudo mucho de quienes afirman que su afición es ajena a una fascinación por el drama presencial de sangre y muerte. Se engañan a sí mismos y racionalizan como bien lo sabe el psicoanálisis. Desde luego que sin tal drama el espectáculo se derrumba. Tengo la sospecha que la tauromaquia es la degeneración en entretenimiento de lo que originalmente fueron ritos sacrificiales religiosos en los albores de las civilizaciones mediterráneas. El catolicismo y particularmente su versión hispánica, siempre fue muy astuto en asimilar ciertos elementos de la psique pagana profunda lo que a su vez encontró eco en Mesoamérica y su tradición religiosa aún más obsesionada con los sacrificios y la sangre. Ello también se refleja en la estatuaria de sanguinolentos cristos, santos y mártires que poblaron la iglesias y la imaginería barroca a ambos lados del Atlántico. No son imágenes de las que uno se libra tan fácilmente una vez que las presencia. Habrá que reconocer, en vez de negar, todo lo hipnóticamente turbador que hay en ellas. Esto no quiere decir que la fascinación por sangre y muerte se sitúan más allá de todo examen o debe quedar fuera del objetivo moderno de disminuir, hasta donde ello sea posible, la crueldad en el mundo ya que no es factible erradicarla del todo.
Detrás de la tauromaquia desde luego está el peso de una muy añeja tradición, pero a la esclavitud podría vérsele también de igual manera lo cual no hace respetable ni a una cosa ni a la otra. Una y otra institución tienen sus matices y su contexto que escapan a quienes las ven desde afuera. Muy seguramente Lincoln sabía mucho menos de la esclavitud y cómo era la vida y las cosas en el sur de los Estados Unidos antebellum de lo que podría saber un dueño de esclavos o simplemente un sureño de la época quienes nunca dejaron de afirmar que era mejor y más segura la vida de la población negra en las plantaciones que la de esa misma población dejada en libertad bajo atroces condiciones de vida. A los ojos de ellos Lincoln sólo sería un ignorante entrometido que venía a pisotear una tradición y una forma de vida que simplemente no comprendía. De manera análoga a los apasionados de la tauromaquia les gusta señalar la ignorancia de los antitaurinos, pero lo que no conciben los conocedores es que cuando está en juego un asunto ético central resulta irrelevante saber y entender todo lo que ellos creen o presumen saber y entender. Frente a la pregunta de si un ser humano puede ser el dueño de otro, en vez de dar ello por sentado, todo lo demás pasa a un segundo plano. Otro tanto sucede cuando se cuestiona si el sufrimiento, agonía y muerte de criaturas inocentes (insisto, no sólo del toro sino también del caballo) justifican una diversión o un entretenimiento.
Antes de concluir debo dedicarles un espacio a dos de los argumentos favoritos de los defensores de la fiesta brava. El primero es que el toro de lidia existe porque existe la fiesta brava. Es un argumento que han utilizado personalidades como Vargas Llosa lo que le da cierto prestigio. Según esto la bravura del animal poco o nada tiene qué ver con los largos procesos evolutivos y de selección natural de la especie sino más bien con las decisiones de los criadores. El argumento sería válido si ello da lugar a un tipo de bovino genéticamente tan distinto de cualquier otro semental al punto de que sus descendientes no pudieran cruzarse o dieran lugar a híbridos estériles. Hasta donde sé no se ha llegado a tal punto, por lo que el argumento parece ser una exageración que se la puede creer un literato laureado más no un biólogo. Pero aceptando que carezco del conocimiento y experiencia de un criador de ganado, he de considerar el argumento. Pues sí, de no existir el toro de lidia habría otra variedad de bovinos sementales en su lugar qué es lo que ahora justo ocurrirá si la vida de la especie bovina simplemente se le deja discurrir de otra manera de acabarse la fiesta brava, de modo que no es el fin del mundo de absolutamente nada considerando que los genes del toro de lidia no tienen porqué desaparecer del pool genético más mezclado de futuras generaciones. Por lo demás y retornando al asunto de la esclavitud en los Estados Unidos sin duda era del interés de los dueños de plantaciones sureñas que sus esclavos se reprodujeran. Ello no significa que ahora se les debe decir a los actuales afroamericanos que la única institución capaz de asegurar la continuidad generacional de los suyos es la esclavitud.
El otro argumento, quizás el más socorrido y muy del gusto confrontacional de las redes sociales puede resumirse de la siguiente manera “no te atrevas a criticar la fiesta brava si no eres vegano o si no estás dispuesto a serlo”. El punto es que, si uno tanto dice preocuparse por el sufrimiento animal, el de los confinados a un matadero puede ser mayor que el de un burel al que se le permite luchar en un espacio relativamente abierto (claro, olvidándose otra vez del caballo de pica). Es un punto que tiene su peso. Dueños, administradores, trabajadores de mataderos tienen una responsabilidad ética respecto al sufrimiento animal como la tenemos los consumidores de lo que de ahí resulta. Pero tendríamos un problema adicional si quienes operan esos mataderos la pasarían la mar de bien haciendo su trabajo, entretenidos y divertidos a cuál más. Y ése es el problema del que se está hablando aquí. Repito: no hay entretenimiento que valga el sufrimiento, agonía y muerte de seres inocentes. El lenguaje religioso quizá los pueda expresar mejor que el lenguaje secular: es una manera de perder el alma o una parte de ella; si se prefiere expresarlo en términos contemporáneos, es una forma de normalizar lo que nunca debió ser normalizado: un acto de crueldad perfectamente evitable que además ni siquiera forma parte del proceso metabólico de la vida.
El veganismo no parece una opción en la medida en que es poco realista pensar que una disciplina estilo secta sea adoptada por en una población planetaria de miles de millones de personas, más allá de los problemas nutricionales y de salud que conlleve. La productividad brutal de la industria cárnica y de la agricultura en escala industrial con todo y sus costos éticos y ambientales es el correlato directo de la explosión demográfica que, de otro modo, sería insostenible sin semejante infraestructura alimentaria. El asunto no es fácil de resolver en absoluto cuando se piensa en magnitudes de semejante escala. Se podrá modernizar tecnológicamente esas industrias para que tomen en cuenta el sufrimiento animal y el consumidor estará obligado a discriminar en ese sentido, pero no se deja de estar ante un problema de dimensión mayúscula. No es el caso de lo que puede hacerse con un cambio de actitud hacia la fiesta brava, un asunto mucho más al alcance para conseguir un efecto tangible y mientras más al alcance más inexcusable.
Reconozco que hay problemas éticos por encima de mis capacidades y que no todas mis actitudes son coherentes al respecto, pero ello no significa que por esa razón voy a declarar tales problemas como inexistentes. Prefiero aceptar que me superan a rebajar los principios éticos a mi estatura o reconocer sólo los que queden a mi nivel. Admiro a los veganos, pero me resulta imposible imitarlos. Los moralistas extremos, es decir los enteramente coherentes, tienden a ser implacables, sea hacia sí mismos o hacia los demás. La vida es compleja tanto como es ambigua, pero la ética por principio no puede ser la calca de nuestro estilo de vida como tampoco de nuestros gustos o prejuicios. Llegado a este punto sólo sé que el sufrimiento animal debiera ser erradicado pero que el espectáculo basado en el sufrimiento animal no sólo debe, sino que puede ser erradicado lo que lo hace un buen lugar para comenzar.
Por último, debo señalar que difiero en algo de los antitaurinos. A mi modo de ver la llamada fiesta brava no debe ser prohibida por las autoridades sino ser abandonada por público y patrocinadores para que se marchite sin gloria alguna por una decisión de conciencia ciudadana. Me parece que un destino ruinoso es lo que merece como el de otras instituciones cuya reputación de honorabilidad y respetabilidad a lo largo de los siglos no ha sido más que un malentendido.