El lunes 10 de abril murió el sacerdote Miguel B. Medina Fernández, que aparece en esta imagen.
De seguro hizo un montón de cosas a lo largo de su dilatada vida, vicario de la diócesis -segundo de a bordo-, encargado de Cáritas diocesana, asistente de enfermos en la Clínica Guadalupe, encargado del Centro Social Navarrete, según me informa el señor Javier Medina, etc., lo conocí cuando se desempeñaba como encargado de la catedral; custodio, pues, hacia fines del siglo pasado y principios de este. Valoraba la música y su papel en la liturgia, lo suficiente como para dotar a la sede episcopal de un instrumento digno, acorde con el tamaño del recinto, esto con el apoyo de Fomento Cultural Banamex. En este sentido, el órgano Ruffatti es un instrumento hecho a la medida de su casa, cuyos tubos seguirán emitiendo música cuando usted y yo hayamos desaparecido del vecindario, y más allá.
Contrariamente a su interés por la música, nunca aprendió a tocar instrumento algún. “No”, me dijo en una ocasión, “yo fui flojo, fui deportista. En El Encino empecé a tocar dos cosas, pero nunca bien. En el seminario quisieron que estudiara pero el reglamento decía que era en los recreos, y los recreos eran para jugar y no para estudiar. Nunca, nunca estudié ningún instrumento. De repente acompañar un corrido, una canción ranchera en un tono, nada más y ya”.
Parroquiano del Encino, gracias a él, también, el antiguo órgano de catedral, el Walcker, fue a dar al coro del Encino, para hacerle llegar al Cristo Negro las voces piadosas.
Le tomé esta fotografía hace casi dos años, en su casa, rodeado de las cosas que simbolizaban todo aquello que amaba y por las que vivió, fotografías familiares, el templo del Encino, la Virgen de la Asunción -que no se ve aquí- Juan Pablo II…
A propósito de la Virgen de la Asunción, el maestro violinista de matlachines Ángel de Jesús Menchaca me contó que fue al padre quien logró que se incluyera la peregrinación de matlachines en el quincenario, gracias a la petición de quien fuera su colaborador en Cáritas, el señor Esteban Martínez.
De seguro es un exceso de mi parte referirme a él como mi amigo; no creo que me considerara como tal, tan querido como era; tan conocido por tanta gente, pero el hecho fue que durante una época disfruté frecuentemente de su compañía; de su conversación, así como para considerarlo cercano y sentir, ahora, ese silencio ominoso que se ha abierto con su desaparición.
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