El próximo sábado, 4 de febrero, se cumplirán 101 del nacimiento del pintor chileno avecindado en México Oswaldo Barra Cunningham, que entre 1960 y 1992 pintó en el Palacio de Gobierno de Aguascalientes la totalidad de los murales del edificio público. Desde luego Barra no tardó todo este tiempo en realizar su labor, sino que lo hizo en dos etapas diversas. La primera terminó en 1963, en tanto la segunda comenzó en 1989.
Permítame tomar esta efeméride como pretexto para compartirle una imagen, que corresponde al primer mural que el artista nacido en Concepción pintó en la sede de los poderes públicos, en 1961, aprovechando las obras de ampliación que tenían lugar ahí desde 1956, que incluyeron la escalera central y las dependencias del segundo patio, justo donde se encuentra el mural.
Como digo, la imagen corresponde a la primera pintura, conocida como Aguascalientes en la Historia, y entrelaza algunos momentos de la Historia Patria y la Historia Matria.
De todos los murales, este es el más interesante de todos; el de mayor y mejor militancia, si consideramos que el autor se asumía como luchador social que veía en la pintura su arma transformadora.
Debido a las dos puertas con sus correspondientes marcos de cantera que existen en esa pared y los dos arcos al lado de éstas, el mural está dividido en tres partes, en las que la central mide más o menos el doble del tamaño de las otras dos.
El mural se lee como se quiera; como a usted le plazca, pero existe una secuencia que invita a observarlo de izquierda a derecha, justo el que corresponde a esta imagen, que está dedicado al origen de Aguascalientes y a las principales actividades económicas de la región.
En el principio fue el manantial… La narración comienza en las oscuras profundidades de la Tierra, con el agua caliente que fluye hacia la superficie, hacia la fosa en la que se bañan unas mujeres indias, “las vírgenes abuelas con el sexo enardecido por el agua caliente”, proclama el poeta Víctor Sandoval en su “Lección de historia patria ante un mural revolucionario”, pero entre tanto, y en su búsqueda de la superficie; del aire y el cielo azul, el agua se convierte también en vapor que insufla vida al taller del ferrocarril y a las locomotoras. Arriba de la instalación fabril están unas reses encerradas entre los tubos y las estructuras de las industrias, más soñadas que reales; más deseadas. “Están todos los símbolos que amamos:/las máquinas, el fuego, la caldera,/las mujeres que cantan y cantamos,/la apacible existencia que llevamos”, dice Sandoval.
Arriba del manantial donde se solazan nuestras abuelas vírgenes en el agua tibia, la conquista está en marcha… Esta ocupará por completo la parte superior de este fragmento. Enmarcados por el Cerro del Muerto, la Sierra del Laurel a la izquierda de este y la de Guajolotes a la derecha y el Cerro del Chiquihuite, se enfrentan indios y españoles. Los primeros en franca huida, lanzan sus inútiles flechas y piedras al intruso, que se defiende oponiéndoles el acero de sus espadas y cañones, enfundado en medieval armadura. Con el soldado europeo está el fraile franciscano, las manos de ambos entrelazadas sobre el brazo de una cruz, signo de la evangelización que trajeron los europeos, y detrás de ellos los hidalgos, los que vinieron a “hacer la América”, con sus mulas cargadas de mercancías, para vender al sometido y a su amo. A la derecha de estos se observan las presas Calles y del Jocoque.
Por cierto que el cañón parece estar montado en la azotea del templo del Encino, del que ha salido en procesión el Cristo Negro, acompañado por un grupo de mujeres enrebozadas. ¡Todas enrebozadas, por toda la superficie del mural, mujeres enrebozadas!, campesinas, trabajadoras. Hasta ahí llegan también las aguas calientes del manantial que nos dieron vida y nombre; llegan para llenar la fuente del jardín y calmar la sed de los árboles frutales de las huertas que proliferaron en esa zona, de cuyas ramas brotan jugosas granadas, embriagadoras guayabas, y los higos, dulce cristal de color púrpura. Debajo de estas la actividad agrícola es incesante, con mujeres que trabajan en los campos vinícolas y chileros, en la cosecha de los frutos de la tierra. Una mujer da a un niño un pequeño racimo; muy pequeño en verdad, para no ir a empobrecer al patrón, y otra, de abundantes trenzas, acuna a un bebé cuya cabeza está cubierta por uno de estos gorros tan comunes en Perú, y supongo que en Chile, lo cual se me figura que es un guiño al origen del artista plástico. Pero he aquí que el viñedo está cercado, y otro infante que se alza sobre sus pies desnudos, inútilmente trata de alcanzar una parra; un racimo, una uva…
Finalmente, al centro de este fragmento están sus graciosas majestades, el bordado y el deshilado. Aquel se ha convertido en un rosal en el que estallan los colores fuertes de las flores, en tanto en este ha sido aprisionado en un bastidor, para que esas tres mujeres le extraigan a la blanca tela las puntadas que tanto orgullo han dado a las mujeres de Calvillo, aromáticas guayabas en flor. Felicitaciones, ampliaciones para esta columna, sugerencias y hasta quejas, diríjalas a [email protected].