Arqueología de uno mismo/ A lomo de palabra  - LJA Aguascalientes
23/11/2024

Considere la más dilatada definición de arqueología; a saber: ciencia que estudia, describe e interpreta una sociedad pasada. Y apostillo: una sociedad pasada aquí significa que ya pasó. Ahora, por favor piénselo, y desde este mirador seguramente coincidirá usted conmigo en que una de las inauditas exigencias que nos depara la vida contemporánea es la de, a la hora de querer comprender medianamente la propia biografía, verse obligado a hacer arqueología de uno mismo. En unos cuantos años, realmente no demasiados, nos volvemos viajeros del tiempo, turistas procedentes de otra era: hoy no es necesario disponer de un DMC DeLorean 1981 adaptado como máquina del tiempo para ser un Marty McFly, basta alcanzar la cuarentena. Todas las personas que nacimos antes de los primeros años de la década de los ochenta del siglo pasado venimos de otro mundo. A lo insólito de dicha condición hay que agregar que muy pocos tienen la fortuna de poder darse cuenta de que la están viviendo. Y no por una cuestión de inteligencia, ni mucho menos, sino de circunstancia: la velocidad del cambio no sólo muta la realidad rotundamente, sino que confina a un puñado de instantes las posibilidades de apunte y recuerdo. Apenas si tenemos ocasión para adaptarnos a lo que es, a lo que está siendo, a lo que viene, así que casi nadie se da oportunidad de registrar lo que va ocurriendo, de guardar testimonios del pasado reciente que pronto se esfuma, de acordarse de qué diferente era todo hace tan poco tiempo.

No encarezco el cambio: ya no somos los que éramos, ya no actuamos como actuábamos hace 35 años. Ahora que hay coyuntura de evocar y compartir recuerdos con viejas amistades, debo concluir que los usos y costumbres que en 1987 teníamos en justicia deben ser calificados como arcaicos. Incluso en el INEGI, un organismo que, si bien contaba ya con una tradición centenaria, tenía menos de cinco años de haber sido creado y concretaba varios de los ideales de las nuevas formas de trabajo burocrático que, desde la Secretaría de Programación y Presupuesto, impulsaba en el gobierno federal una joven generación de políticos y funcionarios públicos, la hoy llamada tecnocracia; incluso ahí, en las oficinas de la Coordinación General del Censo de Población y Vivienda de la Dirección General de Estadística del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática nuestros modos de trabajo resultan hoy a todas luces arcaicos. En 1987, en el cuarto piso de Insurgentes Sur 795 nadie tenía una computadora personal en su escritorio, todos usábamos reloj de pulsera y más de la mitad de los que ahí laborábamos fumábamos todo el santo día como chacuacos, y por supuesto, lo hacíamos adentro. Que alguien dijera “voy a salir a echarme un cigarrito” era impensable o ridículo o un pésimo pretexto para cubrir vaya usted a saber qué vergonzantes menesteres. Los jefes fumaban Marlboro, Viceroy, Kent…, y entre la tropa circulaban los Fiesta, los Baronet, los Montana… Yo, mucho más raspa, casi siempre traía Del prado… Nadie tampoco salía nunca por un café; no sólo porque no había ni Starbucks ni Oxxos, también porque a ningún local entraba la gente a pedir un café para llevar. Que los locales tuvieran vasos desechables era una extravagancia. Uno no iba por un café, en dado caso uno iba a tomarse un café, lo cual naturalmente significaba sentarse, por ejemplo, en el Vips que estaba a dos cuadras, en Alabama e Insurgentes, a dejar pasar el rato platicando, sin celular en mano, con otra persona de carne y hueso. Un café y una orden de molletes daban para quedarse ahí media tarde, porque, claro, después de los molletes seguía el desfile de cigarros. En la oficina, los que no teníamos secretaria no sólo nos servíamos sino que además teníamos que prepararnos el café. Eran rarísimas las cafeteras automáticas, más bien había mesitas en las que estaban las teteras eléctricas de las que uno podía tomar el agua para prepararse un café soluble tras otro. Sobre los escritorios, además de ceniceros, abundaban los cascos de refrescos. No se vendían botellitas de agua y los ideáticos que preferían tomarla se paraban a servirse en los lavamanos.

Para integrar un informe metodológico que en su momento nadie se había preocupado en escribir, entre mis primeras encomiendas en el INEGI se hallaba entrevistar al señor Chavira, quien había participado en la planeación del censo de 1980. A lo largo de la jornada, el hombre, una especie de reliquia institucional, varias veces se preparaba un brebaje con dos bolsitas de té negro, tres cucharadas de café Oro y dos de azúcar.

En mi caso, como en el de otros colegas que igual tenían por chamba elaborar documentos, la dinámica de trabajo consistía en consultar información en otros documentos y publicaciones, y escribir a mano lo que algunas veces luego habría de revisar otro técnico para que, después, anotado y corregido, el texto —a veces garabateado en hojas sueltas, a veces en un cuaderno— pasara a manos de alguna de las secretarias. La legibilidad caligráfica era una habilidad harto valorada entre ellas, quienes, con más o menos dificultades en la lectura de nuestro manuscrito, procedían a pasarlo a máquina. Dicha alquimia consistía en que la compañera —no había secretarios— tecleara el documento en una máquina de escribir eléctrica, así que en el ambiente de la oficina siempre imperaba la barahúnda de las esferas de las máquinas girando incansables y golpeteando las hojas de papel. Pasado a máquina, el documento regresaba a nuestra cancha y había que revisarlo —la buena ortografía de las secretarias valía oro—, cuidando de señalar con lápiz aquello que podría ser remendado sin necesidad de teclear de nuevo toda la hoja o, en el peor de los casos, tachando y agregando los faltantes ahí mismo o en otras hojas —los post it fueron inventados en 1968, pero no recuerdo que entonces los usara nadie—. Que se tuviera que corregir una hoja —agregar o quitar un acento, una coma, cambiar una letra, en fin—, era lo de menos, lo malo era —y casi siempre era así— cuando de plano había que convertir el documento mecanografiado en un legajo más de trabajo y teclear de nuevo todo. Por supuesto, todo esto implicaba que aquellas oficinas rebosaran de papel, montañas de papeles sobre los escritorios y mesas, en archiveros, cajones, gavetas, credenzas…

¿Ven? Arqueología pura…, y falta…

@gcastroibarra

 

* INEGI: casi 40 años (VIII)



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