¡Advertencia!: Si usted posee un falso nacionalismo exacerbado ligado al fútbol, por su salud mental abstenerse de leer este texto.
Hoy, un día antes del partido entre México y Argentina, no tengo ninguna duda, mi sentimiento es claro, es profundo, también visceral y pasional, analítico, racional, sin darle tantas vueltas a la bocha; mañana estaré arengando por la albiceleste, Argentina ahora es mi patria futbolera. La última vez que mi pasaporte y mi equipo nacional de fútbol coincidieron fue en el último mundial del siglo XX, en Francia 98 se jugó como nunca, me sentí orgullosamente representado, tal vez la influencia del Necaxa sobre ese equipo marcó un hito, aunque se perdió como siempre y nos quedamos ahí merito, pero aun recuerdo esa tarde, agarre la redonda y salí a pambolear entre coladeras soñando estar en el Stade de la Mosson tirando gambetas y rabonas. Uno con el equipo mexicano no busca trascender, busca al menos tener la posibilidad de la ilusión, cabe destacar que yo aún no cumplía ni la mayoría de edad y la inocencia era un par de posters pegados en mi habitación. Pasaron los años, los jugadores, los técnicos, los mundiales y todo fue barranca abajo, no me olvido más el perder contra Estados Unidos en el 2002, recibimos el nuevo milenio con una vergüenza histórica, desde ahí nos tienen de hijos, venía otra oportunidad mundialista en 2006, con técnico y jugador argentino –que se volverían un hábito- y mediocampista brasileiro la selección pintaba, pero no, en octavos al ‘84 entra a la cancha un pibe de apellido Messi, tiempo extra, gol argento, palo y a la bolsa, nos eliminan los del Río de la Plata, ahí aparecieron mis primeras ganas de huida. A partir de entonces paulatina y dolorosamente vagaría por un tiempo como un despatriado futbolero.
La liga mexicana y la triste comparsa que es desde hace tantos años mi ex-equipo los “Hidrorayos” contribuyeron enormemente a perder la pasión; por el caño, el taquito, la chilena, el tablón, acá la competencia es una mala simulación, los equipos son empresas privadas y los aficionados consumidores que van a alentar a los jugadores de turno la mayoría extranjeros que tapan el que emerja el talento nacional, los directivos son los dueños de la pelota -literalmente- que anteponen rentabilidad y transacciones a construcción de un proyecto nacional, me canse del negocio, de la estafa, de ser tratado como un descartable, en México da lo mismo irle a cualquier equipo, la liga es un monopolio deportivo y mediático de baja calidad, chafa, chafisimo, que la mercadotecnia de moda le saca lustre, el fútbol perdió aquí toda historia, toda conexión con el origen, fue tocado por los Midas del neoliberalismo y lo convirtieron en un producto empaquetado y plástico, un día un equipo está en una ciudad y amanece en otra, previa erogación de recursos y bienes públicos de los gobiernos estatales, la afición interesa y bastante; sólo sí compran boletos y merchandising. Los jugadores de la selección tema contradictorio, nadie puede negar que jueguen con coraje y con todo lo que tienen, pero lo que tienen es la mayoría de las veces muy limitado, aunque con excepciones extraordinarias, y aun así sabiéndose limitados no intentan hacer la valijas para Europa y foguearse, ganar nivel, prestigio, muy pocos emprenden la travesía, la comodidad y el desmadre de la liga nacional es suficiente y ahora los vecinos del norte pagan en dólares, para que correr de más cuando la ambición deportiva está de menos. Los aficionados se cuecen aparte, tan fieles, tan dóciles, tan ilusionados mundial a mundial dan lo mejor de sí y mis queridos compatriotas son más imaginativos y talentosos en la tribuna entre disfraces del Místico, el Chapulín o la Catrina cantando el Cielito Lindo que mis compatriotas jugadores dentro del campo que no dan pie con bola. Si se jugara un torneo de aficionados ya tendríamos varios campeonatos del mundo.
Así que intuía desde lo profundo de mi ser llanero que el fútbol era otra cosa, que debía ser otra cosa; y ahí llegué a Buenos Aires. Viví el mundial 2010 en las calles del Abasto, de Boedo, de Parque Patricios, de Constitución, entre conventillos de tango y milonga, y el destino a quien le gusta el humor negro me puso entre una encrucijada que me marcaria. Fase de grupos, México avanza, del otro lado; Argentina. Tenía que decidir de qué lado aguantar los trapos, previamente había estado en el monumental de River despidiendo a la selección con Maradona de técnico y la “pulga” que se quedaba en el banco, ahí había gritado cada uno de los cinco goles que esa fría tarde le atizaron a Canadá llenándole la canasta. Cuando te gusta tanto el fútbol, te has alegrado y te has hermanado en la tribuna popular con los barras festejando goles hay algo interno que se disloca con tu selección nacional biológica, un cordón umbilical que se rompe, es un lugar de donde no se regresa. Tenía una decisión tomada. En aquel mundial y otra vez en octavos México sería eliminado por los gauchos, quienes me dieron el pasaporte de refugiado futbolístico y me cambié la camiseta.
En Argentina el fútbol es una religión, es profundamente antropológico, hasta académico, se respira futbol, con todos lo matices posibles, de extremo a extremos de la pasión, del sinsentido, es lo único que importa, los equipos pertenecen a la gente de los barrios, que pagan cuotas mensuales, asisten al club, a la alberca, a otros deportes o actividades culturales, son socios, hay elecciones, se vota a los directivos y se botan a los malos dirigentes, se les exige –a extremos poco aconsejables- que saquen el club adelante, con los jugadores el amor y las exigencias son mayores; que transpiren la camiseta, que la suden los muy hijos de puta, maldecidos por no saber la bendición que es llegar a primera entre tanto pibe, tanto fango, tanto lodo y pobreza del potrero, del arrabal, así que le meten huevos o se rajan, la mayoría le mete y de más, ahí encuentran la oportunidad de emigrar rápido de la marginalidad, del país y de los clubes que apenas pagan, sin aun la mayoría de edad ya estan en canchas extranjeras ganándose la vida, volver no es una opción, aun así los grandes ídolos que triunfan en lo mas alto del futbol mundial regresan a terminar sus días futboleros al equipo que los formo, hay una especie de código de pertenencia, se representa una idiosincrasia en un país que convive con la locura de la pasión que roza el delirio, a excesos de violencia y barbarie. El jugador argentino –aun el más malo- está en el imaginario colectivo ligado a una árbol genealógico de grandes jugadores, de hazañas épicas contra brasileños e italianos, con auténticas batallas ante ingleses o alemanes, así se han creado las leyendas que en sus vitrinas muestran con orgullo y menosprecio a la vez, la exigencia está a la altura de la efusión, por ello hasta sus mismos jugadores rehúyen de una liga tan volátil y poco transparente indisociable con la política, la única contención es ganar, gustar y jugar bien al fútbol, o al menos con algún estilo y entrega indiscutible, todo lo demás es pecho frio. Y en los últimos años la hinchada argentina tan desilusionada ha gestado con paciencia una nueva quimera, tienen al más grande con la número 10 en la espalda y eso siempre, siempre te da una ventaja, y un orgullo quedo y profundo.
Dejémoslo claro; no hay comparación, sin estridencias ni chauvinismos, el fútbol argentino, sus equipos, sus jugadores, su selección nacional están en otra liga, comen aparte, nosotros estamos en la “B”, en el ascenso, algún día tal vez llegaremos al nivel, pero intuyo que falta un tiempo, bastante tiempo, no voy aquí a discernir quienes tienen a jugadores de élite, a los técnicos más influyentes, quienes han sido campeones del mundo, quienes han tenido a los dos jugadores más grandes de la historia. Mañana seré hincha de la albiceleste, veré al Tri con cierta nostalgia, con la tristeza del exiliado, igual y pese a todo; la pelota no se mancha. ¡Aguante Argentina!