Reflexiones sobre un vicio filosófico/ El peso de las razones  - LJA Aguascalientes
21/11/2024

 

El jueves de esta semana se celebra, como todos los años el tercer jueves del mes de noviembre, el Día Mundial de la Filosofía. Recupero algunas reflexiones sobre la disciplina, debidamente actualizadas, que había publicado en mi libro Virtudes argumentativas (Aguascalientes: IMAC-CONACULTA, 2015).

Hace algunos años, Carlos Pereda denominó “fervor sucursalero” a un vicio del pensamiento latinoamericano que terminaba haciéndonos invisibles tanto interna como externamente: cierto es que casi no somos leídos —incluso por nuestros más cercanos colegas—, mucho menos citados o discutidos; y cierto es que nuestro pensamiento rara vez figura fuera de las fronteras de nuestros países y de nuestra región.

Para Pereda, el fervor por la sucursal no era otra cosa que el arte en el manejo y la administración devota de un pequeña empresa de pensamiento: muchos nos hemos sentido tentados a acudir a otras tradiciones —principalmente francesas, alemanas, inglesas—, y, habiendo sido deslumbrados por las grandes palabras y los conceptos vagos, ya no investigamos más y continuamos repitiendo las mismas fórmulas hasta que éstas pierden todo contenido. Como se considera que las grandes Casas Matrices del Pensamiento siempre están en otro lado, la reflexión se reduce sólo a administrar el establecimiento —sucursal de esa empresa— en el poblado marginal en el que vivimos. Pensar se reduce a una administración de franquicias.

Llevando un poco más allá estas ideas de Pereda, el fervor por la sucursal no sólo hace invisible nuestro pensamiento, también lo estanca, lo trivializa y torna a nuestros argumentos falaces por irrelevancia. Además, hace que la innovación y la generación del conocimiento se detengan. Hace también que nuestro trabajo de investigación se torne vacuo: podemos dedicar una vida entera tratando sólo de averiguar qué quiso decir alguien que no tuvo la delicadeza de ser claro al escribir.

En última instancia, el conflicto es aquél entre la monotonía y la polifonía —si me permiten la analogía musical—, entre el siempre desear más y más de lo mismo y el amor a la pluralidad; y entre el arte del mantenimiento de una sucursal de pensamiento, y el arte de la humildad y la autoconciencia de los límites de cualquier perspectiva y punto de vista.

Este vicio lamentable del pensamiento latinoamericano —aunque no exclusivo de nuestra región—tiene una diversidad de causas tanto políticas como intelectuales. Muchas veces la necesidad de conservar una beca o un estímulo económico, o de mantener un estatus político en nuestras universidades, nos llevan a acomodarnos plácidamente en nuestra recién adquirida franquicia de pensamiento. Otras veces, el asunto es meramente voluntarista: “simplemente me place ver el mundo con estos lentes”.

Año con año, cuadrillas de jóvenes eligen sus temas de investigación a partir de sus gustos personales: supeditan el amor al conocimiento y el amor a la verdad —motores genuinos de cualquier empresa cognoscitiva— al amor a sí mismos, y a sus propias filias, manías y prejuicios. Prefieren ser fieles a la perspectiva que les conviene y va ad hoc con sus preconcepciones, que cuestionarse radicalmente y buscar el mejor argumento y la mejor herramienta intelectual allí dónde éstos estén. Hacen del conocimiento y la objetividad del saber asuntos de modas, tendencias y subjetividades.

Con nuestros investigadores latinoamericanos sucede más o menos lo mismo: es mucho más cómodo rumiar los textos leídos y releídos, o erigirse como el “experto en Fulano” o el “intérprete de Perengano”, que reajustar y cuestionar sus creencias metodológicamente. Falibilismo, apertura mental, humildad y sano escepticismo les son virtudes prácticamente desconocidas. ¿Cuántos de ellos no han dejado de leer y de estudiar perspectivas críticas a las posiciones de su expendio mental?


La investigación se reduce, así y en el mejor de los casos, a la historia del pensamiento. Con esto no quiero decir que la historia de las ideas sea deleznable de la suya: quiero indicar, más bien, que las empresas cognoscitivas no pueden ni deben reducirse a esta disciplina. La gran empresa del conocimiento lo que busca es generar nuevos conocimientos y contribuir al incremento de nuestras concepciones del mundo. Atender a la historia de las ideas puede ser muy benéfico, sin duda: en el pasado podemos encontrar formulaciones, algunas muy buenas, de las interrogantes que nos aquejan; también podemos encontrar respuestas, algunas con la atemporalidad suficiente para ser discutidas en los debates contemporáneos. Sin embargo, el interés por la historia del pensamiento sólo debe ser subordinado: el andar del pensamiento requiere siempre originalidad y frescura.

En última instancia, la empresa del conocimiento se vuelve un sucedáneo de la religión. En sus Massey Lectures, George Steiner llamó la atención sobre cómo algunas teorías buscaban suplir la erosión teológica occidental, seguida de la muerte de Dios. Para Steiner, el hombre secular quedó hambriento de mitos, de explicaciones totales, de una profecía con garantías. El marxismo, el psicoanálisis, el estructuralismo, un muy mal llevado darwinismo…, se convierten en religiones intelectuales: igualmente atiborradas de mitos, de lagunas, de soberbia y de dogmatismo: nada más ajeno al falibilismo y humildad de las verdaderas empresas intelectuales.

Alguien podrá pensar que también escribo desde la trinchera amurallada de mi propia sucursal. Sin duda, no puedo evitar alejarme por completo (¿y quién lo puede?) de mis propias filias, fobias y prejuicios. El asunto no es que alguien esté a salvo, sino el estar consciente de que nadie lo está y que debemos luchar contra ello.

 

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