Decía el gran pensador y filólogo alemán, Friedrich Nietzsche, -por cierto, también músico, no solo melómano que compuso algunas obras para piano y en honor a la verdad, no sé qué sea más complejo de asimilar, si su música o sus profundos y polémicos textos,- que la música es el arte dionisíaco por excelencia. Nietzsche establecía un interesante paralelismo entre el espíritu y el carácter del arte y las deidades griegas. En su obra El origen de la tragedia, el espíritu de la música, nos dice que mientras las artes plásticas: pintura, escultura y arquitectura son representadas por Febo, o Apolo para los romanos, es decir, la quietud, la calma, la razón; la música junto con todas las artes escénicas, son representadas por Dionisos, o Baco para los romanos, es decir, la embriaguez, pero no solo de los sentidos, sino una embriaguez espiritual, el constante movimiento, la desenfrenada exposición de los sentimientos sin ningún tipo de inhibiciones y menos de restricciones.
Y aquí reside justamente uno de los más grandes encantos de la música, que no existen versiones definitivas, y aunque tengamos la grabaciones de una misma obra, por ejemplo, la célebre Sinfonía Novena de Beethoven, siempre habrá alguna diferencia entre la grabación de la Filarmónica de Berlín dirigida por Karajan, o la grabación de esa misma sinfonía con la misma orquesta, pero dirigida por Claudio Abbado, o el mismo director, la misma partitura, pero con diferentes orquestas, esto es algo apasionante cuya fascinación no tiene límites. Habrá quienes prefieran al Mahler de Bernstein y otros que lo prefieran con Solti,. Por ejemplo, es innegable el valor de las Pasiones de Bach con la batuta de Nikolaus Harnoncourt, pero otros preferirán el tratamiento de estas mismas obras en las manos de John Eliot Gardiner. No hay versiones definitivas y todos estos ejemplos que te propongo tienen la misma autoridad y validez, y sin embargo hay diferencias muy específicas y puntuales.
El compositor ruso Igor Stravinsky dijo en alguna ocasión que “la música ha de escucharse con los ojos abiertos”. En realidad he visto a muchas personas que al escuchar alguna obra musical cierran los ojos, seguramente para aislarse del mundo exterior y concentrarse con mayor intensidad en los encantos que nos proporciona su majestad la música, de hecho creo que esto lo hemos hecho todos los melómanos en algún momento de nuestra experiencia auditiva, sobre todo con ciertas obras que tienen la capacidad de producir magia en nosotros.
Eso está bien, pero algunos grandes músicos, compositores o intérpretes, sugieren que es, además de importante para mejorar el efecto de una audición, incluso necesario escuchar la música con los ojos abiertos, sobre todo, claro, si estamos en la sala de conciertos, el tener la oportunidad de ver cómo se produce el sonido, la comunicación de los músicos en el escenario, la posición de los cuerpos de los intérpretes, por ejemplo, cómo se sienta el violinista en su silla y de qué manera respira antes de ejecutar el pasaje que le es encomendado en la partitura, la comunicación visual entre los músicos. Si se trata de una obra orquestal, de qué manera da las indicaciones el director y cómo responden los músicos. Si es una obra coral y con solistas, cómo se dirige el director a ellos, cómo controla la orquesta para que no tape la voz del solista, cómo les pide mayor intensidad a la sección que le corresponde tocar, o qué hace el director cuando prepara un pianissimo; eso es sensibilidad absoluta, y por supuesto, en la música de cámara, con la intimidad propia de este repertorio, la experiencia visual adquiere especial importancia, por ejemplo, ver qué postura asume el pianista en su instrumento, sus movimientos durante el discurso musical, los gestos que hace, la comunicación visual entre el trío, cuarteto, quinteto o lo que sea, todo esto viene a darnos un panorama mucho más completo en una presentación en vivo.
Si bien es verdad que el efecto de todo este trabajo, toda la apasionada preparación de un concierto se traduce en sonido, en una digna ejecución musical que es percibida por el oído, verlo todo, desde el protocolo de afinación cuando sale el concertino y prepara la orquesta para dar inicio con el concierto hasta que la audición termina, enriquece inmensamente la experiencia de una sesión de música en vivo, por eso es que nada, absolutamente nada podrá jamás sustituir la experiencia de asistir a una sala de conciertos, ahí toda la realidad se transforma durante 90 minutos o un par de horas, en ese recinto de lo sagrado entendemos que la vida, a pesar de todo, es posible y vale la pena.
El célebre director de orquesta rumano Sergiu Celibidache prohibía que sus conciertos fueran grabados y prohibió la comercialización y el uso mediático de la Orquesta Filarmónica de Múnich que él dirigió desde 1979 hasta su muerte en 1996. Celibidache decía, con toda razón que no hay duda, que la música es algo vivo y en constante movimiento. Al ofrecer un concierto se trabaja con lo inmediato y ese momento es único e irrepetible, por eso es que si la misma obra se ejecuta dos veces con los mismos intérpretes, se escuchará diferente en cada una de las audiciones, insisto, ahí radica parte de la magia de la música, en su espontaneidad, en la brevedad del momento, en lo inasible de su encanto. Y sí, Nietzsche tenía razón, la música es el arte dionisíaco por excelencia.