- Compartir el alimento con vivos y muertos es lo que hace maravillosa a esta fiesta: María Angélica Galicia Gordillo
- En el altar se fusionan tradiciones prehispánicas y las traídas por los españoles, comenta en referencia a esta festividad que se realiza en México el 1 y 2 de noviembre
Como seres humanos “tenemos la necesidad de pensar si existe algo más allá de nuestra partida de este mundo, pero no solamente desde una reflexión filosófica; podemos tener un acercamiento biológico, social, legal o cultural”, afirma María Angélica Galicia Gordillo, del Instituto de Investigaciones Antropológicas (IIA) de la UNAM.
La doctora en Antropología y maestra en Historia y Etnohistoria refiere que en la celebración del Día de Muertos todo se combina, incluida la idea europea, dramática, de que al fallecer la persona va al cielo o al infierno, según lo bueno o lo malo que fue en vida. Al momento de mezclarse esta concepción con la prehispánica, surge lo que tenemos ahora: una noción de “muerte no muerta”, de que nuestros seres queridos se van, pero siguen conviviendo con nosotros.
Es imposible negar que esta festividad, sobre todo en las grandes ciudades, ha cambiado en los últimos años. Las ofrendas son cada vez de menor tamaño, incorporándose cosas que sustituyen lo natural; el papel picado ahora es de plástico, al igual que las flores que sustituyen al cempasúchil natural.
A diferencia del pasado, en la actualidad esta tradición no se asocia con la idea religiosa y casi no se colocan imágenes de ese tipo, ni se reza en los altares. Además, a los jóvenes tampoco les interesa pensar en que los difuntos regresan, señala la universitaria.
Por fortuna, en los pueblos se conserva aún la costumbre de colocar grandes ofrendas y, en especial, de reunir a la familia, así la viva, como la que está presente sólo a través de sus fotografías colocadas en un altar. “El mexicano siempre hace evidente que la familia está ahí, y no sólo la nuclear, de padres e hijos, sino la que incluye a tíos, primos, etcétera, de modo que compartir el alimento con vivos y muertos es lo que hace maravillosa a esta fiesta”.
Somos alegres, una cultura llena de flores, baile, bebida, embriaguez y, en particular, de unión familiar, “que al final es lo que está buscando el Día de Muertos”, que se festeja desde el 31 de octubre, y el 1 y 2 de noviembre, ya que el primer día, de acuerdo con el calendario católico, corresponde a Todos los Santos, dedicado a los muertos niños; y el primero, a los Fieles Difuntos, es decir, a los adultos fallecidos. El dos de noviembre las almas visitantes emprenden el retorno.
Regresan a visitarnos
En los altares a los muertos se fusionan las costumbres prehispánicas y las traídas por los españoles: podemos encontrar las calaveras de dulce que nos recuerdan los tzompantli mexicas (o “muros de cabezas”), junto con alguna imagen religiosa (un crucifijo, la Virgen María, un santo).
Recientemente, incluso, algunas personas incluyen elementos que antes estaban prohibidos, como imágenes de la “muerte”, venerada en sus inicios por la “gente antimoral”, pero ahora también por personas comunes con la idea de que, si protege a los malos, “también nos puede cuidar a los que nos portamos bien”, detalla la universitaria.
Los adornos en los panteones, los altares, las flores y las alumbradas, embellecen la muerte, una donde los seres a los que queremos y partieron de este mundo, regresan a visitarnos.
Aunque la costumbre cambia, explica Galicia Gordillo, hay lugares que conservan las formas más tradicionales. Sitios como el sur de la Ciudad de México, en las alcaldías Xochimilco, Tláhuac y Milpa Alta, por ejemplo, tienen una vivencia cultural más profunda, que va más allá de colocar flores y encender una veladora en una tumba; ahí, la gente espera a sus muertos, se fuma un cigarro o se emborracha con ellos, y les dice a los niños que la flama de las velas se mueve porque los visitantes del más allá se llevan la luz.
Por supuesto, añade la académica, la celebración tiene variantes por región. La primera de ellas es lo que se ofrenda: en Oaxaca, por ejemplo, no pueden faltar los tamales en hoja de plátano; en Yucatán, la cochinita pibil, en Michoacán los adornos en los panteones, o el Xantolo del estado de Hidalgo. Lo importante para este festejo es colocar la comida y bebidas que les gustaban a los finados, y compartirla con los vivos en sus recuerdos.
Expresión viviente
Según el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas, la ofrenda de muertos debe tener varios elementos esenciales: agua, que se ofrece a las ánimas para que mitiguen su sed después de su largo recorrido y fortalezcan su regreso; sal, elemento de purificación, con la finalidad de que el cuerpo no se corrompa en su viaje de ida y vuelta para el siguiente año; velas y veladoras, para que puedan llegar a sus antiguos lugares y alumbrar el regreso a su morada.
También copal e incienso, fragancias de reverencia; flores, símbolo de la festividad por sus colores y estelas aromáticas; petate, para que las ánimas descansen; pan, como ofrecimiento fraternal; los retratos de los recordados, y en el caso de los “muertos chiquitos”, juguetes y dulces, entre otros elementos.
En 2008, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura declaró esta festividad como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, por su importancia y significado ya que se trata de una expresión tradicional -contemporánea y viviente a un mismo tiempo-, integradora, representativa y comunitaria.
Para el organismo, el encuentro anual entre los pueblos indígenas y sus ancestros cumple una función social considerable al afirmar el papel del individuo dentro de la sociedad. También contribuye a reforzar el estatuto cultural y social de los pueblos originarios de México. “El Día de Muertos se considera una celebración a la memoria y un ritual que privilegia el recuerdo sobre el olvido”.
Al respecto, María Angélica Galicia recalca que la festividad es reconocida a escala mundial; es un elemento que nos da identidad como mexicanos y por eso es importante conservarlo.
A pesar de que no está señalado cómo debe festejarse, ya que eso es particular de cada lugar del territorio nacional y ello permite que las manifestaciones culturales se explayen, lo importante es que continúe su realización aún con sus adaptaciones actuales. “Pensar que esta celebración debe mantenerse inamovible, no funciona”, opina la investigadora.
Para preservar la declaratoria de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, “yo apuesto a la creatividad de los mexicanos; quizá puedan plantearse parámetros constantes como las flores de cempasúchil, el papel picado, la comida típica de cada zona, la bebida, etcétera”.
Sobre todo, lo que no debe faltar es la idea de compartir con los muertos. “Vienen y hay que hacerles ofrenda, aunque sea de tres naranjas, dos limas y algunas veladoras. Hay que seguir ofrendando lo que se pueda, y adornar como se pueda”. Mientras se lleve a cabo la celebración, y las familias se reúnan, aseguramos que la tradición prosiga.
Ojalá que la idea de la muerte de los mexicanos se conserve, que sigamos riéndonos de ella, que la “comamos” en forma de calavera de dulce, compartamos con ella una buena borrachera, y persista la idea de que con el fallecimiento no se acaba la vida. Morir es un proceso biológico natural; si algo hay seguro cuando nacemos, es que moriremos, recuerda María Angélica Galicia.
Que siga esta celebración, aunque se combinen nuevos elementos – algunos, incluso, importados del extranjero– si es que no hay alternativa. Pero que prevalezca la alegría y pensar a la muerte como un paso y no como una fatalidad, concluye la antropóloga.