En filosofía política algunos de los debates más relevantes y actuales pueden enmarcarse en términos de adversarialidad/cooperación. Las tendencias populistas, la crisis de las democracias liberales, el incremento en la polarización, etc., podrían ser efectos de una exacerbación de la adversarialidad política.
Desde esta perspectiva, habría al menos dos sentidos relevantes del concepto política. Un primer sentido enfatiza sus aspectos adversariales: la lucha reglamentada por el poder. Así, la política no sería otra cosa que las pugnas entre distintos grupos por hacerse del poder dentro de un territorio. En su versión menos violenta están las campañas políticas dentro de las democracias liberales: la propaganda, los espectaculares, los folletos, la mercancía que publicita a quienes aspiran a ganar una elección, los aburridos y enconados debates, la pasión mediante la cual los simpatizantes de un grupo defienden a su tribu y al líder, etc. Tras bambalinas a veces se encuentran una pléyade de prácticas turbias: la compra de votos (sea directa o indirecta), los pactos no explícitos entre quienes aspiran a la victoria, los acuerdos de no agresión postelectoral, la inyección de dinero privado en las campañas (en algunos países esto es legal), el desvío de fondos y muchas más. Bajo este primer sentido, la política es una práctica que inicia públicamente con las precampañas y culmina el día de la elección. En los períodos intermedios la política se reduciría a las pugnas no públicas al interior de los grupos de poder por hacerse del apoyo para las siguientes precampañas. Así, las elecciones se consideran el paradigma de lo político dentro de una democracia.
Un segundo sentido del concepto política enfatiza sus aspectos cooperativos: la práctica de resolver en conjunto problemas públicos. Para este tipo de política las campañas y las elecciones son secundarias. La política es justo lo que sucede cuando se gobierna y no cuando se aspira a gobernar. Bajo este sentido, una campaña política debería ser breve, debería estar enfocada en comunicar un proyecto de gobierno, las elecciones deberían espaciarse lo más posible en el tiempo, y la adversarialidad política se consideraría, en el mejor escenario, un mal necesario. Con el objetivo de cuestionar los efectos perniciosos de la adversarialidad política, David Van Reybrouck ha argumentado, desde un punto de vista histórico, que la democracia casi nunca ha estado ligada a la democracia electoral, y que la democracia ha sido y puede ser posible sin elecciones como las conocemos ahora. Por su parte, Hélène Landemore ha defendido opciones menos adversariales para decidir quién o quiénes nos gobiernan, como la lotocracia, y una democracia abierta.
En su agudo ensayo póstumo, Apuntes sobre la supresión general de los partidos políticos, Simone Weil había advertido el cáncer que supone la adversarialidad política para la democracia. Ella creía que la voluntad del pueblo tenía más posibilidades que ninguna otra para ser conforme a la justicia, pero consideraba que existían condiciones indispensables para que pudiese aplicarse la voluntad general: (i) que cuando el pueblo la expresara no existiera ninguna especie de pasión colectiva, y que (ii) el pueblo expresara su voluntad en relación con los problemas de la vida pública y no se quedara sólo en la elección de personas. Como pensaba que en su tiempo aún no se había cumplido ninguna de las dos, consideraba que no se había conocido nada cercano a una democracia. La conclusión de su ensayo es lapidaria (y angustiosamente contemporánea): “Casi por todas partes, e incluso a veces por problemas puramente técnicos, la operación de tomar partido, de tomar posición a favor o en contra, ha sustituido a la obligación de pensar. Es una lepra que ha tenido origen en los ambientes políticos y se ha extendido, a través de todo el país, casi a la totalidad del pensamiento. Es dudoso que se pueda remediar esta lepra que nos mata si no se comienza por suprimir los partidos políticos”.
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