Este éxtasis de la carne
no es capricho vanidoso
no es ejercicio de los músculos
no es un acontecimiento fisiológico
es un camino de perfección
Cristina Peri Rossi
Después de haber mantenido mi cuerpo durante mucho tiempo en medio de una especie de letargo, con una actividad mínima, apenas imperceptible, como si mi vida dependiera de pasar inadvertida, me nacieron unas inmensas ganas de moverme. Las sentía como si fuera la primera vez que articulara una oración, con temor, como cuando estudias otro idioma que no es con el que te criaste y te esfuerzas en pronunciar de una manera ágil y fluida algo que, por más que entreabras la boca, no sale más que raspando tu lengua.
Mi punto de quiebre, al parecer, fue justo después de haberme enfermado de covid, o tal vez por eso, ahí me di cuenta de lo atrofiado que estaba mi cuerpo, la evidente y torpe actividad que realizaba, tan errática, muy instintiva, hasta pavloviana.
Una vez que entendí lo que estaba sucediendo necesité con urgencia la conquista de mi cuerpo pero a partir de movimientos sostenidos y estructurados que me hicieran sentir segura, sin trastabilleos.
Así fue como me inscribí a clases de danza.
Antes de seguir debo dejar claro que tal vez esto del movimiento no fue producto de una epifanía o un despertar o un triunfo, sino más bien de una pérdida, para llegar a este punto debí haberme perdido en el camino. Me desplacé por caminos fangosos que me hicieron lenta y pesada, erré la ruta.
A mí me encanta ver en todo una metáfora, hago analogías facilonas para encontrar una explicación metafísica en mi vida, como si alguien me estuviera echando las cartas. Una metáfora sin importarme si el resultado resistiría un análisis académico, porque hay ciertas cosas que no puedo explicar de otra manera.
Unas líneas de Peri Rossi: “del goce nunca está ausente el dolor”. Con el movimiento venía la euforia en cada músculo y parte de mi cuerpo. Músculos y partes que no sabía que tenía. Justo ahora mi espalda está contraída como si hubiera recibido pequeños mordiscos duros de mi amante, adolorida, pues, como después del amor, “del dolor que todo placer encierra”.
Como instrucción en partitura, las indicaciones me obligan a atender cada latido de mi corazón mientras coordino otros movimientos. Eso ha resultado sumamente difícil. Tener coordinación. Desciende mi mano hasta mi cadera mientras mis pies, uno junto al otro, soportan y distribuyen mi peso justo antes de hacer círculos sobre la duela. El primer día fue revelador. Encontré tanta complicidad, una invitación a compartir y entregar que ya imaginaba toda mi vida futura bailando. Aunque no bailara por estar sintiendo.
Porque de todo esto, yo no he entendido todavía cómo pensar en mi pecho al mismo tiempo que en mis brazos, que como olas suaves se abren a todas las posibilidades. Y aunque ha sido una completa delicia gestionar mis movimientos, recobrar mi ritmo me está costando más de lo que habría esperado.
Por ejemplo, todavía pongo en duda que los músculos de mis piernas sean de mi propiedad como para controlarlos, cuando por mucho tiempo solo habían sido utilizados para rodear otros cuerpos. Aún tengo reacciones lentas, pero me gusta descubrir que tengo el control absoluto de mis formas, aunque me equivoque, y me emociona apretar mis labios, mis caderas, mis muslos, mis nalgas, empujando una y otra vez toda mi energía mientras bajo poco a poco.
O que adoro estirar los deditos de mis pies.
Lento. Delicado. Hasta tierno. Amo la ternura que hay en cada uno de mis deditos. Amo el contacto en medio del baile. Amo mucho mirar a los ojos. Ni por un momento he sentido vergüenza ni desvío la mirada, mirar a los ojos lo he descubierto como lo que siempre debió ser, íntimo, deseoso, pleno de confianza y tranquilidad. Es como si de alguna manera estuviera despertando otra forma de placer, “una voluptuosidad permanente, una danza inacabable”, escribió Peri Rossi.
Porque esto de sentir mi carne estirándose y contrayéndose se vuelve una condena cuando relego la danza por atender mi tacto, mi piel, mis músculos, incluso mi olor. Cierro mis ojos y cuando apoyo mis párpados y rozo mis pestañas el reto monumental es volver a la flexión de mis rodillas. Siempre he sido distraída, siempre he priorizado mi propio placer, por eso con más razón me distraigo.
Una sensación demasiado seductora como para no compartirla. Una que me ha servido para amar a mi ritmo y a mi manera a los otros porque de nada me sirve, a mí, sentir esto sin compartirlo.
Apenas estoy reconociendo cada uno de mis 20 falanges y gozo tanto los calambres en esos músculos que no sabía que tenía, que me hacen pensar más en un calambre sexual que en el dolor “entregado a una música celeste, una música pagana, un rito antiguo, el apareamiento entre muchachos, entre muchachas”.
Hay ciertas cosas que no puedo explicar de otra manera. Cómo me estoy moviendo es una de ellas. A mí me encanta ver en todo una metáfora.
@negramagallanes