Después de algunos años de vivir en Cholula, bajo un cerro y entre algunos baldíos, apenas cuento dos veces que se ha metido un ratón a mi casa. Sospecho que es rata, muy al estilo Ratatouille, porque la vi correr en mi cocina, y es de ese color gris citadino. También vi su silueta fugaz mucho más gordita y mejor alimentada que la de un ratoncito de campo.
Creo que la proliferación de restaurantes por mi calle está empujando la presencia de estas alimañas. Extraño a la víbora de mi jardín. Estoy seguro que ella ya habría resuelto el problema.
No sé por qué escogió mi casa de las otras treinta del fraccionamiento. No dejamos comida afuera del refri y solo vivimos dos personas aquí. Cuando era chilango, y vivía junto con tres o cuatro personas por departamento, era habitual qué se metieran hordas de ratones, y teníamos que hacer el teatro de cazarlos, y debíamos estrellar las trampas pegajosas contra los muros para que los animales no sufrieran (porque nadie más quería hacerlo), pero una vez juro que dormí abrazando a una rata y soñé que era un pobre, un miserable, el personaje de un Víctor Hugo o de un Dostoievski, y aquel animal mordió mis dedos para firmar un contrato metafísico y convertirme en avatar de alguno de sus dioses.
Compré unas trampas de rata humanitarias, según. Atrapas fácilmente al animal en un dispositivo claustrofóbico, y luego lo vas a liberar al campo y cruzas los dedos para no volverlo a ver. Nomás cuidado con la cola porque puede que se lastimen, o que se la muerdan tratando de liberarse, y entonces cualquier propósito humanitario queda perdido. La gente de Amazon las califica con casi cinco estrellas, pero no sé si puedan manejar al tamaño de animal que según yo vi, y que mi memoria hace cada vez más grande.
Pero quiero tener fe de que resolverán un problema y así, si hay un dios rata, no invocaré su furia por matar horriblemente a sus hijos.
Toda esta faramalla para no matar a un animal, para respetar una vida. Tengo alumnos tan sentimentales, que la semana pasada me regañaron en mi canal de streaming por matar a unos osos polares en el Minecraft. Pero cuál es mi culpa. Los osos se generan infinitamente y si les aparece una cría, se vuelven agresivos y uno tiene que ponerse bien Game of Thrones si quiere vivir.
Aunque me cuesta trabajo, estoy buscando nuevos principios en mi vida. Por ejemplo, aún cuando he matado a cientos de osos en el Minecraft y no siento algún remordimiento (nada más eso faltaría, sentir algo por los constructos), creo que puedo salvar a una que otra rata despistada del gozo qué sentía de matar a sus antecesores cuando eran capturados.
Pero no solo se trata de las ratas, he procurado ser más humano cuando hago cosas, cuando enseño y cuento historias, y también cuando imagino. Saco una pluma mágica, me siento y escribo humanidad; y quiero creer que tengo el propósito de suavizar la vida de los otros, y de ofrecer un asiento al extraño para que descanse la realidad absurda y aplastante.
Cuando el político no te deja dormir, me gusta pensar, estaré ahí para señalar la ironía y recordarnos que es el político quien debería tener un insomnio servicial; cuando el criminal es la pesadilla, un boogeyman panzón de ojos rojos, prefiero recordarle al lector que no es otra cosa que un payaso, un ludópata y un hedonista de medio pelo, cuyos crímenes horribles no le dan, siquiera, un lugar privilegiado en el infierno pero quizás terminará siendo de esos braseros que empujan los ríos de mierda. Luego comparan a las ratas con los criminales, o los políticos, y últimamente no lo creo así. Quizás son décadas de decepción y de asco.
Unos años más, y si esto sigue así, también empezaré a retirar humanitariamente a las cucarachas de mi sala en diminutas trampas de plástico diseñadas para eso. Ya me lo imagino: creeré que la pureza de las cucarachas blancas y voladoras es tan sagrada como las reses blancas que se encontró Odiseo. En la clase de Romanticismo y William Blake, diré a mis alumnos que la misma persona que hizo al tigre, y al cordero, también creó a la cucaracha y santo remedio. Pero ningún dios, y tampoco el diablo, creó a los políticos y a los narcos, y los que ganan de escribir de narcos y violencia y muerte.
No todo animal merece perdón, diré algún día, al menos los mentirosos y los aburridos, los vacíos que rompen a sus amigos, y sus hermanos, y a sus hijas y sobrinas. Perdón, posiblemente exagero porque he visto a la muerte a los ojos —la sombra de un ratón perpetuo que siempre nos sigue a dónde vamos— y ya estoy un poquito viejo.