En derecho tenemos un principio jurídico aplicable particularmente a la rama de familia, que nos saca de muchos apuros: “los parientes próximos, excluyen a los lejanos”, con lo que las obligaciones y los derechos pueden ser reputados o deslindados, de manera más o menos lógica y objetiva, justo como nos gusta a los abogados, preservando la seguridad y certeza jurídicas. También existe una manera relativamente sencilla para medir el parentesco y poder materializar todas esas disyuntivas que se viven en las relaciones jurídico- familiares y así resolver, quienes de los parientes son más próximos y hasta dónde alcanzan los derechos y las obligaciones.
La figura que hoy nos permitimos revisar, encuentra connotaciones directas que apelan ciertamente, no solo a lo directo y cercano de la sangre, sino, por supuesto, también a la cercanía emocional. En el mes de los abuelos y las abuelas, rendimos desde este espacio, un merecido reconocimiento y felicitación por su imprescindible rol en el desarrollo de las sociedades, las familias y por supuesto los individuos.
En una revisión del génesis jurídico, de la percepción de los ascendientes con parentesco en segundo grado en línea recta, nos encontramos, por un lado, la figura del pater familias, con que se les reconocía en la antigua Roma, en particular a los hombres, como centro de toda la domus, detentadores del poder absoluto respecto de lo que ocurría al interior de su clan familiar, que precisamente pendía de ellos, hasta en tanto no se escindiera en un nuevo grupo familiar alguno de sus miembros.
Gran parte de las labores de cuidado familiar, siguen siendo realizadas formal y materialmente, por parte de los abuelos y es que, señala FORBES que al año 2019, el 55% de los niños eran cuidados por sus abuelos mientras sus padres/ madres laboran. Cifra a la que falta añadir aquellos casos en los que los cuidados recaen directamente sobre los abuelos por determinación jurisdiccional. Y es que el derecho reconoce que luego de los padres, los abuelos y por supuesto las abuelas, siguen siendo la opción que más privilegia el bienestar de los niños, varias son las razones que subyacen a esta determinación: por un lado, esa respuesta objetiva a que aludimos, de la proximidad de la sangre, supone que la cercanía sanguínea, trae consigo, también el cariño y la disposición para llevar a cabo todos los esfuerzos que trae consigo la crianza de un ser humano en las condiciones de vulnerabilidad que solo un niño puede tener. Por otro lado está también la cercanía costumbrista y quizá también de contexto cultural, que muy probablemente tengan común el abuelo y el nieto, lo que desde todas las perspectivas podría favorecer el respeto a la permanencia del entorno del niño.
La Convención de la Haya en materia de adopciones hace un análisis especial respecto a la necesidad de que los menores que por cualquier circunstancia quedan a la deriva, puedan ser restituidos de manera inmediata a la figura familiar y si esta puede ser con integrantes de su propia estirpe, con quienes ya han generado vínculos y con quienes además comparten espacios comunes.
Es por todo lo anterior, que la patria potestad, esa institución jurídica que incluye todos los derechos y obligaciones que nacen en la relación jurídica de padres e hijos, el día del alumbramiento de los niños, no se extingue con la ausencia de los progenitores, pues, alcanza también a los abuelos, exclusivamente a ellos además de los padres. Muchos son los casos en que los abuelos asumen esta función primordial de manera formal, pero muchísimos más son los casos de aquellos que lo hacen desde la informalidad y la buena voluntad.
Los abuelos son una figura primordial en las infancias, son un remanso de paz y amor, donde ellos moran, suele ser el lugar en que nunca faltan los abrazos, los sabores son más dulces y memorables y los aromas más exquisitos. Los abuelos trascienden el rol formativo que tuvieron que tomar como padres para adquirir el de dadores de amor y sí, por qué no, también el de concesionarios de pequeños gustos materiales e inmateriales que solo ellos harían. Las pequeñas memorias de fogatas nocturnas, tardes de repostería, cuentos maravillosos o reparación de juguetes son solo algunos de los ejemplos que esta abuelomorfosis ha operado en mis padres.
Mi experiencia de abueldad ha sido eminentemente femenina, pues la vida, la muerte y el destino hicieron que solo tuviera presentes en mi vida a mis dos abuelas, las más maravillosas y fuertes; tan distintas entre sí, pero tan afines en su lucha cotidiana para ser soporte y vínculo de dos grandes familias. Mujeres de sus tiempos que aun en contextos eminentemente patriarcales supieron salir avante, desde el trabajo cotidiano, sirviendo siempre pero siéndose leales a sí mismas también.
Esther la paterna, fue una mujer que en cada gramo contenía la humildad y amabilidad como materia prima, la mamá de muchos hijos porque en su casa siempre cabía alguien más en la mesa y en sus oraciones. Esthercita, la vecina a la que todos apreciaban como familia, quien componía corazones rotos con su pura presencia, porque ella sabía estar ahí, en cuerpo y en alma, quizá por eso la vida se le fue escurriendo como su cuerpo mismo, haciéndose pequeñita, escondiendo un poco con su fragilidad física la grandeza espiritual que escondía entre su encorvada espalda.
Marcela, la materna, de carácter firme, poseía un porte imponente, sus pasos y mirada recta dejaban sentirse por donde quiera que pasara. Su larga trenza que solo se deshacía por la noche, cuando también se podía despojar de la pesadez de una viudez de esposo e hijo, albergaba la plata de que estaba construido también su espíritu. Doña Chela murió trabajando; hasta el último día su tienda estuvo abierta, sus perros samoyedo bien alimentados y su casa luciendo señorial, como siempre. Once años de su presencia y amor en mi vida, me bastaron para tener de ella, mucho más que su nombre, aun cuando trenzo mi cabello, es difícil reconocer la parte que me es propia y la que llevo por herencia de ella.
El más grande de los agradecimientos y todas las odas para mis abuelas y las y los abuelos de todos los niños que construirán con esos cimientos de amor, legados que los fortalecerán emocionalmente y que por fortuna, no perecerán.