La Línea de Fuego es conocida por nosotros, como la catedral de la merca ambulante y de la economía de la subsistencia, así como escenario cultural persistente de tradiciones y costumbres locales.
Es un tianguis, un sitio popular en el que la expresión y la tradición de la cultura urbana, ejemplifica al patrimonio inmaterial de la ciudad de Aguascalientes, donde tienen lugar prácticas culturales que, en México, se advierten como un legado que proviene de costumbres compartidas entre los pueblos originarios.
En La Línea, encontramos vestigios, registros testimoniales de la vida y el acontecer cotidiano de los ciudadanos, que se materializan en los objetos que allí se mercan, en un espacio en cuya atmósfera esas piezas, refieren a la memoria y a sorprendentes historias.
Se tracalean, diría la palabra popular al acto de comercializar o intercambiar productos que pertenecen o pertenecieron a uno de los segmentos más amplios de la población y al menos favorecido, lo cual significa que esas piezas o trebejos aun siendo de segunda mano, poseen el potencial de paliar las necesidades más apremiantes de la vida de las personas; mercaderías que incluso fantasiosamente podrían emerger de la imaginación del pueblo consumidor, atendidos por los vendedores que son al igual que los clientes, constructores de identidad y del patrimonio intangible.
Se hace referencia a las personas que conforman el grupo social que se caracteriza por estar en cierto rango de vulnerabilidad económica y de marginación, los cuales reportan algún grado de pobreza o carencia social y que habitan la ciudad capital del estado, que domingo a domingo y circensemente cual equilibristas trashumantes, desafían a las pirámides estadísticas que representan gráficamente las clases sociales más depauperadas del México real, ponderadas por las instituciones encargadas de la evaluación de las políticas públicas del desarrollo social en el país, el cual no logra sobreponerse a décadas de inequidad.
De este modo, los objetos que allí se venden, son la voz y la imagen de las formas de vida de esos grupos sociales, es decir afirman su existencia y su identidad, al tiempo que revitalizan y dan cuenta de la cultura de manera autónoma mostrando su ser, usos y costumbres, entre personas que comparten un mundo, un imaginario, y quizás, un futuro común, cuya práctica se manifiesta culturalmente en un contexto determinado y en un espacio temporal a lo largo del año semanalmente.
Este tianguis, también conocido genéricamente como mercado de pulgas, es producto de la contribución colectiva de la gente que se congrega en torno a puestos improvisados a ras de tierra, cuyos productos que se ofertan contribuyen a atenuar las penurias de las familias menos favorecidas, por lo menos para aligerarles de algunas de sus penurias de la vida.
No obstante, para comprenderlo llanamente y como se ha dicho, esta mercadería, es preponderantemente usada, lo que afirma su esencia, ahí radica su fuerza y posiblemente su encanto y hechizo, siendo estos elementos el espíritu que anima el lugar, su locus.
Para ilustrarlo, en ese lugar encontramos máquinas, herramientas y materiales de trabajo para diversos oficios, antigüedades, libros, ropa de “paca” de procedencia estadounidense, calzado, acetatos, artesanías, obras de arte, aparatos electrodomésticos, juguetes, instrumentos musicales, animales vivos o disecados, plantas o comida, que son la muestra de nuestra cultura y de la biodiversidad de la región, más un largo etcétera.
Este maravilloso universo, puede decirnos desde el punto de vista ambiental, qué preservar o apreciar del entorno y de la naturaleza, así como qué prevenir, resolver administrar o compartir, pues en ese sentido es una escuela que devela aspectos sociales económicos y culturales que ayudan a entender cómo usar y recuperar aquello que el modelo económico imperante ha dilapidado en nombre de la humanidad.
Por ejemplo, en este sentido en este mercado, tienen lugar prácticas relacionadas con economía social, la circular y la verde, al fomentar entre otros aspectos la equidad, pues se mantiene el compromiso entre pares, con el medio ambiente, la naturaleza y con el entorno social, pues se propicia la cooperación como valor humano y la inclusión.
De igual manera, se participa de la satisfacción de algunas necesidades de las comunidades y se contribuye a la educación ambiental de las personas, al introyectar que la adquisición de lo que allí se vende apoya a la disminución del impacto ecológico planetario. Esto lleva al aporte, aunque se trate de un grano de arena, a considerar que es posible recuperar, reducir, reutilizar, reciclar, redistribuir e incorporar todas las demás “Rs” en la vida diaria, desde el ámbito personal, familiar o comunitario.
Ahora bien, al darse la dinámica del andar entre los puestos y de la compra-venta, asistimos a la ciudad real, viva y también a la imaginada, recuperamos nuevamente su condición ideal de lugar de convivencia, de punto de encuentro, de pertenencia e identidad cultural, que comparte el entorno urbano como un espacio activo, del que nos apropiamos física y simbólicamente.
Es por esa razón que ese territorio adquiere entonces caprichosos significados, otra dimensión, sensiblemente humana y solidaria que invita a entrar en contacto afectivo con su gente, que evade la superficialidad o la hostilidad en ese momento de interés e intercambio que trasciende lo comercial.
Hay que mencionar, que sí esta población, en el marco del contrato mercantil adquiere alguna mercancía, no aplica la máxima de que a mayor consumo mejor calidad y nivel de vida, ya que solo importa la noble condición que otorga el revitalizador segundo aire que aportan los objetos que se adquieren.
El siguiente aspecto, es subrayar el proceso que se da en el marco de la afirmación identitaria que abona a la cohesión social y fomenta el sentimiento de arraigo, por lo que son los pueblos con base en la participación de los ciudadanos, los que deciden qué preservar, qué acrecentar, que transmitir a las generaciones futuras o qué dejar fluir, de aquello que consideran es su patrimonio.
Se puntualiza que se reconocen en aquel, en los bienes que valoran, pues se tiene conciencia de ello y, sobre todo, con quiénes generosamente habrán de compartirle, que en el caso que nos ocupa es con el pueblo mismo, de igual a igual, siendo nosotros los miembros de la comunidad, los habitantes de la ciudad, los principales visitantes a esa suerte de gabinete de curiosidades colectivo y abierto que a través de ella ofrece una visión única del mundo.
Siempre habrá algo que nos invite a regresar a esa fuente de inagotable inspiración patrimonial, por su cualidad de singularidad que inusitadamente sorprende por ser depositaria de una alta valoración popular que no requiere de marketing, ya que no se trata de una atracción mercantilizada considerada de turismo patrimonial oficial, pues quedan por fortuna, estos sitios excluidos de esa concepción de política pública romantizada dictada por las administraciones gubernamentales de turno.
Por lo dicho hasta aquí, es que La Línea de Fuego, merece nuestro reconocimiento y valoración como un lugar de manifestación del patrimonio cultural inmaterial de la ciudad, que se define con autonomía y como espacio que estimula marginalmente el desarrollo social de manera solidaria, en tanto intenta incrementar el nivel de vida de quienes participan y concurren a esta, que es la máxima manifestación de la economía informal, que no suplanta su significación simbólica, ni ha trasmutado su espíritu por la escenificación, como si ocurre con las atracciones turísticas patrimoniales de cartón piedra, en los cuales se enmascara a la pobreza mediante la cosmética aplicación de pintura a las fachadas de los barrios urbanos históricos tradicionales de la ciudad de Aguascalientes.
Agosto de 2022