En ocasiones nuestras discusiones operan dentro un esquema de proponente-oponente sin que nos encontremos en un desacuerdo genuino con nuestros interlocutores. Consideremos un caso claro de este tipo: la estrategia del abogado del diablo. En estos casos mi interlocutor puede atacar con vehemencia mis creencias, pero no porque crea algo distinto a mí. La posible utilidad de esta estrategia, como señala Nigel Warburton, salta a la vista: “Es una técnica útil para identificar puntos ciegos y para evitar el pensamiento poco riguroso. Si un argumento puede resistir el ataque encarnecido de alguien que busca sus puntos débiles, se tratará de un argumento fuerte; si no puede soportarlo, deberá ser reformulado (…) o, en el peor de los casos, abandonado”.
La estrategia del abogado del diablo indica que cierto tipo de adversarialidad en nuestras discusiones puede ser útil para la consecución de ciertos fines cooperativos. Quien adopta esa estrategia frente a nuestros argumentos nos ayuda a fortalecerlos o abandonarlos: nos brinda la oportunidad de una mejora en forma de una adecuación de nuestras creencias. Gracias a que nuestros interlocutores pueden adoptar esta estrategia, nuestros argumentos son sometidos a un duro escrutinio racional, lo que nos puede llevar, por ejemplo, a minimizar nuestras creencias falsas o a maximizar nuestras creencias verdaderas.
No obstante, algunos han argumentado que debemos eliminar por completo todo tipo de adversarialidad o confrontatividad de nuestros intercambios argumentativos. Bajo la premisa de que debemos abandonar la idea misma de que haya proponentes y oponentes en la argumentación, se rechaza la idea de que un argumentador pueda elegir una posición adversarial en lugar de una cooperativa en todos los casos. Si la argumentación tiene como propósito la mejora de nuestras creencias, los argumentadores virtuosos elegirán siempre una posición cooperativa. No obstante, otros han defendido que al menos un tipo de adversarialidad, ejemplificada por la estrategia del abogado del diablo, puede cumplir funciones positivas para la mejora de nuestras creencias, aunque en muchas ocasiones puede ser objetable: puede deformar las argumentaciones convirtiéndolas en disputas o querellas, puede ser un obstáculo para el avance de la investigación, puede obstruir la resolución de diferencias, y puede ser contraproducente para la persuasión racional. En última instancia, la estrategia del abogado del diablo también puede socavar los objetivos de la argumentación. Así, concluyen, el problema no es la estrategia del abogado del diablo per se, sino sus formas viciosas: lo que cuenta es qué motiva la elección de esta estrategia en un caso concreto.
Mientras un argumentador que se comporta como abogado del diablo coopera con nosotros para la mejora de nuestras creencias, los argumentadores viciosos son egoístas, dogmáticos y están irreflexivamente sesgados. Por el contrario, los argumentadores virtuosos toman en consideración los argumentos como conjuntos orgánicos, en los que figuran los interlocutores, sus relaciones y los contextos sociales de la argumentación. Katharina Stevens y Daniel Cohen así lo señalan: “Es esta última característica de un argumentador virtuoso la que es especialmente digna de mención aquí: él es consciente de que es parte de un todo más grande, gran parte del cual no está bajo su control, y es capaz de dejar que esa conciencia informe su comportamiento en tal forma que mejora todo el argumento (…) Al adoptar un rol argumentativo específico, un argumentador virtuoso puede invitar a los otros argumentadores a tomar roles complementarios y realizar una división productiva del trabajo. Cuando usa los roles de esta manera, realza todo el argumento. Y ésa es sólo una de las formas en que la presencia de un argumentador virtuoso ayuda a sacar lo mejor de los otros argumentadores y de la argumentación misma”.
Así, la estrategia del abogado del diablo no trastoca per se nuestra posibilidad de mejorar nuestras creencias por medio de la argumentación. De hecho, la forma de sancionar cuándo es propicia esta estrategia dentro de la argumentación es determinando si promueve u obstaculiza dicho propósito.
A pesar de lo benigna que pueda resultar la estrategia del abogado del diablo, puede también tener sus costos: por ejemplo, el escéptico ramplón puede disfrazarse de abogado del diablo. Pensemos en un individuo que a cada afirmación que realizo pide una justificación a partir de la pregunta “¿por qué?”. Por ejemplo, si yo afirmo que un viejo volumen de mi biblioteca, que veo a lo lejos, es de la famosa editorial española Tusquets, este individuo me preguntaría por qué. A su pregunta yo podría decirle que lo sé debido a que el color de su lomo es negro. Podría volverme a preguntar por qué, como sinónimo de “¿cómo lo sé?”. Yo podría decirle que lo sé, dado que se me ocurre una posible anomalía en mi afirmación, debido a que otros libros de lomos negros, como los de la reputada colección de ensayo de la editorial catalana Anagrama, son mucho más alargados. Este intercambio podría prolongarse lo suficiente para que la estrategia de mi interlocutor pase de ser una de abogado del diablo a una de un escepticismo vulgar. Cuando la estrategia del abogado del diablo se prolonga más de lo necesario deja de ser cooperativa, además de que la carga de la prueba se traslada a mi interlocutor: es él quien debe señalarme una posible anomalía que requiera justificación adicional por mi parte para sostener la afirmación en cuestión. Algo así tenía en mente John L. Austin cuando escribió: “Si dices ‘Eso no es suficiente’, entonces debes tener en mente alguna falta más o menos definida (…) Si no hay una falta definida, que al menos estás dispuesto a especificar al ser presionado, es una tontería (es indignante) simplemente seguir diciendo ‘Eso no es suficiente’”.