Me dijeron que escuchaba a Van Halen/ La escuela de los opiliones  - LJA Aguascalientes
23/11/2024

La primera pantalla de Atari que recuerdo era una esfera bicolor (quizás blanco y negro) que se movía al ritmo de una canción. No pienso confirmar con Google. Este es uno de esos momentos determinantes donde, a través de la escritura, uno reescribe su memoria y termina abandonándose a la autoficción. Hoy es un recuerdo de Atari, mañana diré que fui rey de Escocia.

La canción era de Van Halen y sonaba dulce con el chip de sonido de la Atari 800.

Una demostración repetitiva fue suficiente para enamorar el corazón de un chamaco; Atari me condenó para toda la vida a buscar en ese espacio bendito de la imaginación, historias escritas en código que me drogaran con emociones y dopamina. No es de extrañarse que me conmueva el póster de Rutger Hauer arrodillado, un replicante apagado porque su batería —sinónimo de vida—, se ha agotado. Lo baña la lluvia y atrás, el imponente logotipo en colores neón de Atari ilumina su silueta.

La canción era You Really Got Me Going. Creo que afectó tanto mi entusiasmo infantil, que mi madre compró el vinilo para que algún tío me hiciera el favor de ponerlo una y otra vez (soy el tirano musical de mi imaginación). Eventualmente, cuando superé el estribillo de la primera, me enamoré de su otra canción: Jump.

Por algún milagro del algoritmo, porque no todo es infelicidad y horrores (enfermedad, guerra y mañaneras), YouTube Music sugirió que escuchara Jump, de Van Halen, y cuando le hice caso (porque soy muy reacio con los algoritmos, como señor que desea un poco de libertad), no solo hice el viaje a la memoria, o decidí inventarme nuevos recuerdos, pero me di cuenta que fui un joven muy afortunado: no solo vivía entre libros y rock and roll, pero también entre computadoras.

Espero no estar inventando este recuerdo, pero saltaba en la cama después de escuchar Jump como si me hubieran metido unos pasones de cocaína. El rock energético de los 80 es un portento que ya no se repetirá, por eso Netflix invierte en series muy caras y fantasiosas para revivirlo, mantenerlo vivo. La infancia adornada por los sintetizadores es algo muy poderoso.

Alguna vez, creo, mi familia tuvo un taller de computadoras. Los televisores de cátodos nos hacían felices. Tuvimos Atari, Amiga, Commodore y la vieja y muy confiable 486 que podía correr el Wolfenstein pero sacaba humo cuando le trataba de correr el Doom. Cuando cuento la historia de mi vida, y quiero emocionarme por compartir un pedacito de mi infancia, entramada con una colección de bulbos y cátodos, alguien suele tomarme la mano suavemente y me mira condescendiente para después rematar con que fui un niño muy privilegiado, que si estoy consciente de mis privilegios.

Quizás. Mi familia era de ingenieros y casi todos estudiaron en el Politécnico de la Ciudad de México. Atravesaban la ciudad de un extremo a otro, en camiones de una o dos horas. Mi madre, también expolitécnica y vendedora de Telmex (cuando era del gobierno y no estaba privatizada), invertía en la educación de sus hermanos y también invertía en los aparatos futurísticos que podían enseñarles algo.

Me gusta pensar que los hermanos trabajaban para aprender y estudiar, tomaban decisiones duras y hacían acuerdos para usar el dinero en sus carreras y sí, también en sus pasiones. Me vi beneficiado de ello porque crecí en esa pequeña comuna de lunáticos. Quizás, consciente de ese accidente que algunos llaman privilegio, rechacé estudiar sistemas, cibernética, física o matemáticas a cambio de estudiar literatura.


No siempre, tampoco voy a pintar una historia de hambruna, los hermanos preferían comprar libros de ciencia ficción y más computadoras en vez de comer deliciosamente. La cocina de mi infancia es de mi abuela, ella preparaba la comida para todos nosotros (más de seis personas), había mucha sabrosura pero también economía. Mucho arroz, frijol y huevos. También hubo milanesas para días especiales, hasta que entró la devaluación del 91 o del 92.

La Atari enflacó un poco.

Esa fue la década de los 80 e inicio de los 90, creo que a mucha gente le sorprendería lo económicamente amable que fue ese periodo para el mexicano que se mataba en las escuelas. Estudiar era mucho más fácil. La educación no solo era rentable, pero también era un oficio digno y era ridículo, hasta tonto, pensar que estabas estudiando una carrera para sobrevivir. El 68 y el 71 parecían muy lejanos.

Rememorando las mil horas de clases de los 90, ya en plena crisis, algunos de mis profesores de historia, civismo y sociales, se lamentaban porque con el sueldo de un profesor se podía vacacionar en Europa. Alguno, quizás, nos habrá dicho que nosotros ya no íbamos a tener eso. Me encojo de hombros. Posiblemente tienen razón, pero el turismo, en esta década, parece algo miserable, un dislate de las redes sociales, una presunción y un entretenimiento.

Me gusta pensar en el niño que saltaba la cama mientras escuchaba a Van Halen. Creo, estoy casi seguro, de que hay un secreto vital en la infancia que tuve que inventarme parcialmente para escribir esta columna. Qué tal si he descubierto que, sin importar las décadas y los presidentes, las guerras y las devaluaciones, hay caminos inimaginables que nos revelan que a través de la música y de las historias siempre seremos libres.

 


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