Rodrigo Noir
Para Tomás Ramírez, economista con vocación de demógrafo
Todo sistema de valores consiste en aprobar y desaprobar, pero asimismo acusa zonas de silencio. Cosas de las que prefiere o no hablar o sencillamente no sabe cómo. El ideal democrático moderno sin duda es la expresión política de un universo de valores. El principio de igualdad resulta central en él, comenzando por el de la igualdad ante la ley, que supone en simultáneo que todos somos responsables y a la vez sujeto de derechos. Por eso todos podemos comparecer ante un tribunal y al mismo tiempo reclamar debido proceso. Pero asimismo es propio que de un sistema de valores emane, de manera inevitable, una metafísica generadora de confusiones.
Ontológicamente (plano metafísico) todos somos iguales y al mismo tiempo no los somos: nos diferenciamos de un modo u otro y justo a partir de esa diferenciación se tejen colectivos humanos que capitalizan de algún modo esas diferencias. Lo que es cierto en el plano de las sociedades lo es también en el biológico La variedad genética es el punto de partida clave del proceso evolutivo. Sin esa diferenciación un virus o cualquier enfermedad contagiosa barrería completamente a una población. La diferencia es funcional a la adaptación y a la sobrevivencia de las poblaciones. Por otra parte ¿acaso todos actuamos de la misma manera? Desde luego que no, como tampoco nuestro actuar tiene el mismo impacto en terceros, sea para bien o para mal.
El principio de igualdad normalmente escala hasta tornarse en reclamos incondicionados (imperativos categóricos diría Kant), cuando la realidad siempre es condicionada y contingente, lo que obliga a negociar, pactar, ceder y conceder. De manera característica, las sociedades bajo el influjo de valores democráticos propenden a vivir en una insatisfacción crónica con el estado de cosas existente a diferencia de órdenes sociales sin premisas igualitarias que pueden estancarse así por siglos o hasta milenios. Dicho esto, abordaré aquí un tema que se presta a muchas suspicacias y malentendidos para el ethos democrático y sus demandas, en este caso, en el plano económico.
Si uno sigue las redes sociales es ya casi un lugar común toparse con las condenas rutinarias al sistema capitalista, así en abstracto, cuando en realidad sólo existen capitalismos: no es lo mismo, por ejemplo, el capitalismo de Europa Occidental al modelo de capitalismo angloamericano, o el capitalismo de estado chino. Como sea, la condena se formula como una acusación de desigualdad sistémica. Se trae a colación siempre el famoso asunto del 1% de la población que concentra porcentajes de la riqueza mundial (dependiendo de las estimaciones, oscila entre un 30 y un 45%).
Si bien hay capitalismos más inequitativos que otros (como los que se prestan a la captura de rentas por cleptocracias en Latinoamérica y Rusia) mientras los hay otros intensamente dinámicos y por ello menos inequitativos (Japón), el hecho es que el capitalismo genera desigualdad vista de una forma u otra. En lo que sigue no voy a justificar lo del 1%: antes de decir algo al respecto lo que voy a intentar es invitar a pensar los fenómenos económicos más allá de la muy deficiente y primitiva metáfora de un pastel que se reparte, metáfora que tan fácilmente captura la imaginación.
El marxismo hábilmente explotó las vulnerabilidades de la metafísica democrática al dejar bien instalada la noción -hoy día compartido por tirios y troyanos- de que el parasitismo económico y la desigualdad son una y la misma cosa y que los beneficios fluyen en única dirección (desde abajo hacia arriba en donde son capturados). En realidad, el asunto es más complejo que eso. Ninguna característica en el mundo real se distribuye uniformemente, ninguna, y eso incluye a la productividad. No todos los individuos aportan lo mismo en su trabajo como puede constatar cualquiera que haya laborado en una institución o en una empresa grande. Uno siempre recordará ejemplos de personajes que nadan “de muertito” (free-raiders en la terminología de la Teoría de Juegos). Y ello es así porque la actividad se concentra siempre en una minoría (digamos un 20% para ponerlo en términos Pareto). El resto o aporta marginalmente a la actividad y a la innovación o incluso no aporta nada (el free raider). De no haber free-raiders el salario de todos, comenzando por los que aportan marginalmente, pero aportan, debiera ser mayor. La productividad nula de un grupo termina repercutiendo en todos. Cuando en las economías socialistas se instituyó por decreto “el pleno empleo” se masificó la inclusión de free-raiders, instaurando aquello de” tú (ciudadano) haces como que trabajas y yo (estado) como que te pago”, lo que terminó corrompiendo los ambientes laborales de manera sistémica.
Se tiene entonces que unos remolcan y otros son remolcados. Esto que sucede al interior de las organizaciones, sucede, asimismo entre las empresas de un sector y entre los sectores: en realidad el grueso de la actividad y de la innovación está concentrado, mientras que el resto aporta marginalmente o no aporta. Como un efecto fractal vemos otro tanto entre las naciones: una vez más sólo unas concentran el grueso de la dinámica y de la innovación, resultado de la inversión en ciencia y desarrollo, mientras que el resto se beneficia del progreso técnico así generado. Estos beneficios que terminan recibiendo quienes no lo propiciaron se les llama spill-overs y tiene efectos globales. Una ilustración dramática al respecto la hemos visto durante la pandemia, en la capacidad de ciertas farmacéuticas del primer mundo para desarrollar vacunas en un plazo récord, mismas que han sido distribuidas gratuita o a bajo costo para los países que no produjeron ese conocimiento.
Sobra decir que la mayoría de los spill-overs no ocurren a cambio de nada (cuando ocurren gratuitamente se les llama externalidades positivas), aun así hay un beneficio que fluye de arriba de la escala económica hacia abajo. En el caso del progreso técnico, fluye del primer mundo a otras naciones como la nuestra, que aporta sólo marginalmente a la innovación de la economía mundial (el intercambio comercial y la inversión extranjera directa permiten ese beneficio que va del gran innovador al mediocremente innovador). Un fenómeno análogo ocurre asimismo dentro de nuestras fronteras con spill-overs de unos sectores a otros; de unas empresas a otras; de unos individuos a otros dentro de una organización. El capitalismo es tanto la historia de la explotación de recursos naturales y mano de obra barata como lo es de spill-overs, de aprovechamiento de oportunidades, know-how y progreso técnico del que se benefician naciones, sectores, empresas e individuos que por sí mismos nunca hubieran generado oportunidades ni las capacidades para sacarles provecho. Dos lados de una misma moneda. La ideología, la demagogia política o el simple orgullo, son incapaces de entender la interdependencia entre quien capitaliza algo en primera instancia y quien lo hace en segunda instancia. Beneficios para ambas partes, aunque de manera desigual.
No existen trenes que sólo consistan en un eslabonamiento de locomotoras donde todas impulsen. En la realidad económica siempre habrá un componente que hará la función de locomotora y vagones que son arrastrados por ella. Hay naciones, corporaciones, sectores individuos locomotora; otros serán vagones y, desde luego, el cabús que lleva menos carga que cualquier otro vagón. El consumo de energía, literal o económica se concentra en el extremo desde donde parte el movimiento. Pero hay algo más que esto: si el tren de la economía no entra en movimiento se desintegra. ¿El lector ha visto fotos de la Habana en la actualidad? ¿su grado de abandono y literal desmoronamiento? Eso condensa en imágenes una economía que no se mueve por carecer tanto de una locomotora interna como de una externa. El movimiento de una economía es la inversión y el consumo con base en la ampliación de un mercado y/o la apertura de nuevos nichos de mercado, antes impensados. Aquí aplica una metáfora de física relativista: el movimiento acelerado, de alta velocidad de una economía, hace que envejezca más lentamente que la que apenas y se mueve, entregada sólo a las leyes de la decadencia y la entropía.
En el ámbito económico la desigualdad es el costo del dinamismo. Si quien inicia el movimiento que dinamiza a los demás no capitaliza mejor que nadie su iniciativa, no tendrá lugar el movimiento, punto. No habría incentivos para hacerlo. La metáfora del reparto del pastel no sirve aquí para nada porque da por hecho al pastel; que alguien lo elaboró desinteresadamente. En el capitalismo operan dos fuerzas que apuntan en direcciones distintas. Ni naciones, ni organizaciones ni individuos tienen igual capacidad para generar dinamismo y, a su vez, cuando éste se genera, es lo suficientemente amplio en sus spill-overs como para permitir el fenómeno free-raider sin que esto detenga la marcha. No todos somos locomotoras y, dependiendo asimismo del ciclo de vida, podemos pasar de una condición de vagones a una de cabús.
Una locomotora insaciable consumidora de energía, que no sabe detenerse, presenta sin duda un reto ambiental; pero también su spill-over cinético permite remolcar muchísimo, desgastando las vías por sobre fricción. Uno de los múltiples spill-overs del capitalismo se traduce en explosión demográfica. Antes de la revolución industrial la incidencia de la mortalidad casi compensaba la de la natalidad, de modo que el crecimiento poblacional era sumamente lento. Con el progreso técnico que introduce el capitalismo a nivel planetario la población crece exponencialmente. En noviembre de este año llegaremos a los ocho mil millones de habitantes de acuerdo con el Fondo de Población de Naciones Unidas.
Del mismo modo que cabe demandar que las naciones industrializadas reparen en mayor medida que las demás sus externalidades negativas, como el impacto ambiental reduciendo la emisión de gases de efecto invernadero, cabe demandar asimismo políticas demográficas responsables de los países que son remolcados por su actividad. Su política social debiera de ir de la mano de una política sexual y reproductiva responsable (nada de subsidios incondicionados salvo para la población de la tercera edad). Aún así nosotros mismos – a nivel individual- deberíamos plantearnos si es ético llegar a una ancianidad extrema, con la carga que ello significa para terceros cercanos, para el país y para el planeta. Pero cualquier planteamiento en este sentido en nuestro tiempo levanta las cejas. Inmediatamente se habla de que se están conculcando derechos porque la metafísica de la que hablamos al principio de este artículo entra en modo automático, activando el contra discurso en sus voceros.
Si se quiere salvar al planeta el capitalismo tendrá que ser reformulado: en caso de que su capacidad innovadora no dé para una transición energética lo suficientemente pronta quedamos sentenciados como especie. Igualmente se tendrán que revisar los mecanismos de concentración de la riqueza detrás de ese 1% que no tengan que ver con la eficiencia, la capacidad innovadora y dinamizadora, lo que yo llamaría mecanismos de desigualdad estéril. Pero asimismo cabe una reforma que involucre a todos, naciones, organizaciones e individuos, en donde los derechos tienen que ser contrapesados con obligaciones. Ningún sistema con una desigualdad estéril es sano, como no lo es uno que se auto desestabilice con una inflación de derechos (derechos no respaldados en obligaciones).
¿Neomalthusianismo? Tal vez. Una explosión demográfica no lo descarrila todo siempre y cuando tenga lugar dentro de un sistema que renueva y escala constantemente su capacidad productiva, ampliando además su radio de influencia eficiente. Pero un sistema así o crecimiento económico es una cura provisional y desgastante que vuelve al poblamiento humano un adicto sin que abandone sus malos hábitos. Hay un límite para eso: el monstruo enfermo de ocho mil millones de cabezas no puede incrementar más la dosis de semejante cura sin matarse o incendiar la casa.