Rafael Croda
Se dice que Carlos Fuentes olvidó a su personaje Lorenzo Gavilán en La muerte de Artemio Cruz, y que Gabriel García Márquez lo rescató en Cien años de soledad, donde murió en la masacre de la compañía bananera. La anécdota redondea el realismo mágico. Y eso sucede con Macondo, el pueblo mítico de la novela de Gabo, pero no fue invención suya, sino el nombre original de la finca bananera de la United Fruit (hoy una aldea), a 20 kilómetros de la tierra natal del escritor, Aracataca, según testimonios recogidos en Colombia por nuestro corresponsal.
Macondo, ese lugar mítico “a la orilla de un río de aguas diáfanas”, en el que transcurren las novelas Cien años de soledad y La hojarasca, así como varios cuentos de Gabriel García Márquez, es más que una creación literaria del escritor colombiano.
Macondo en realidad, sí existe. Y está en el mapa, justo 20 kilómetros al nororiente de Aracataca, la tierra natal del Premio Nobel de Literatura. Lo habitan unas 60 familias que siembran banano, palma de aceite, aguacate, zapote, mango y limón.
Oficialmente Macondo es una vereda que pertenece al corregimiento de Guacamayal y éste, a su vez, al municipio de Zona Bananera, en el departamento de Magdalena. Pero sus habitantes, unos 300, la consideran una aldea. Sólo tiene dos calles y ninguna con nombre pues nadie se pierde allí.
“Esto es más parecido al Macondo de Gabo que la misma Aracataca, porque es una aldea llena de vegetación que está ubicada en las mismas coordenadas que el Macondo de Cien años de soledad”, dice a Proceso la presidenta de la Junta de Acción Comunal del caserío, Vilma Arenilla Pombo.
En la novela, los referentes geográficos de Macondo los da José Arcadio Buendía, quien “ignoraba por completo la geografía de la región”, pero sabía que hacia el oriente “estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha, donde en épocas pasadas –según le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo– sir Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos”.
“Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites”.
Y, en efecto, el Macondo de la vida real queda al norte de una zona pantanosa, tiene al oriente la Sierra Nevada de Santa Marta y, más allá de ella, hacia el nororiente, queda Riohacha, la verdadera, la capital del departamento de La Guajira, de donde eran oriundas la madre de Gabo, Luis Santiaga Márquez, y su abuela, Tranquilina Iguarán Cotes, quien le contaba historias de ánimas en pena y cuyo mundo mágico le resultaba “fascinante”.
Vilma Arenilla Pombo, la líder social de Macondo, cuenta que esa vereda está ubicada en lo que fue la Finca Macondo, luego propiedad de la United Fruit Company –la “compañía bananera” de Cien años de soledad–, parcelada en 1979 por el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora), luego de que la trasnacional estadunidense saliera del país.
El letrero de esa finca llamó la atención de García Márquez cuando realizaba un viaje en tren con su abuelo, según relata el escritor en sus memorias, Vivir para contarlo.
“El tren –escribió Gabo– hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética.
“Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera qué significaba. Lo había usado ya en tres libros como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina”.
Más tarde, García Márquez descubrió en la Enciclopedia Británica que en Tanganyika (zona continental de lo que hoy es Tanzania) existe la etnia errante de los macondos, y pensó que aquél podía ser el origen de la palabra.
“Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca”.
Una aldea evangélica
Lo que sí existe desde hace unos 200 años es ese territorio de 405 hectáreas que la United Fruit Company bautizó a principios del siglo XX como Macondo, quizá por el árbol, por la etnia errante o porque algún ejecutivo de la trasnacional bananera había escuchado el nombre por casualidad y le pareció exótico y con sonoridad tropical.
Vilma Arenilla Pombo, la líder social de la vereda –que tiene casco urbano, varias pequeñas fincas agrícolas y algunos predios más extensos pertenecientes a gente acaudalada que ni vive allí–, explica que Macondo cuenta con tienditas de vereda, una escuelita y hasta una iglesia Evangélica fundada por pastores macondianos con ayuda de la comunidad, que en su mayoría profesa esa religión.
Cantina no hay, pero en la aldea vive un joven llamado Gilmar que organiza unas parrandas memorables a las que se unen muchos vecinos.
“Gilmar es un muchacho muy macondiano: pone su sonido, agarra su micrófono, porque es como un locutor frustrado, y dura días tomando trago con la música a todo volumen. Dedica canciones y todos se ponen a tomar ahí con él”, dice la señora Vilma.
Macondo es, al fin y al cabo, región caribe, donde la gente baila y canta al menor pretexto, las familias escuchan vallenatos casi todo el día y se bebe cerveza y ron para calmar la sed que produce el calor “denso y reverberante” que nunca había de olvidar García Márquez.
Los habitantes de la aldea tienen muchas necesidades y un alto número de familias vive en la pobreza extrema, pero algo ayuda la fertilidad de la tierra, y que todo lo que se siembra allí fructifica. La gente la pasó peor cuando la United Fruit Company abandonó la zona, en los 70, pues toda la actividad económica giraba alrededor de esa multinacional.
Incluso hay pobladores de Macondo que extrañan a esa empresa –los padres y abuelos de la actual generación–, a pesar de que sus ejecutivos gringos provocaron en diciembre de 1928 la “masacre de las bananeras” al enviar al Ejército colombiano a reprimir una huelga. Unos mil 800 trabajadores fueron asesinados en Ciénaga, ciudad cercana a Macondo.
Ese hecho histórico se convirtió en Cien años de soledad en la masacre de trabajadores bananeros de Macondo, en la cual el único sobreviviente fue José Arcadio Segundo.
Horas después de la matanza –respuesta del Ejército y del superintendente de la compañía, el “señor Jack Brown”, a la huelga–, José Arcadio Segundo despertó en un vagón de ferrocarril repleto de cadáveres que iban a ser arrojados al mar, según el relato de García Márquez.
Fue entonces cuando el sobreviviente se lanzó a un lado de la vía y vio pasar 200 vagones cargados con los cuerpos. Calculó que ahí iban tres mil muertos.
El historiador y maestro en literatura Nicolás Pernett señala que para García Márquez la masacre de las bananeras es “un punto de no retorno en la historia colombiana, y si se sigue la historia de Macondo como una alegoría de la propia Colombia, es muy diciente que no hayan sido las guerras civiles ni la violencia política las que acabaran con el pueblo, sino la masacre”.
El mapa macondiano
En 1928, año de la masacre verdadera en el municipio de Ciénaga, la United Fruit Company encomendó a un grupo de cartógrafos hacer un mapa para demarcar sus dominios en esa región caribe del norte de Colombia.
Fue la primera vez que la finca, cuyo nombre tomó García Márquez para su pueblo imaginario, apareció en un mapa. Allí las indicaciones están en inglés: “Macondo Farm”, pusieron los cartógrafos, no “Finca Macondo”.
La descripción topográfica del extenso terreno muestra una vía de ferrocarril, canales de riego, sembradíos de banano y, al pie de la vereda, serpenteante, al río Sevilla, semejante al “río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos” que está a la orilla del Macondo de Cien años de soledad.
El catedrático de la Universidad del Atlántico Ariel Castillo Mier, un experto en la obra de García Márquez, dice que el mapa con la Finca Macondo y la existencia de la vereda Macondo corroboran que “a pesar del vuelo imaginativo del escritor, siempre se apoyó fuertemente en la realidad” para construir sus universos literarios.
“Gabo decía que era un notario de la realidad, y siempre nos topamos con hechos que así lo demuestran. Él y maestros que lo influyeron, como William Faulkner y Juan Rulfo, desarrollaron en sus obras mundos imaginarios que, sin embargo, tienen su asiento en circunstancias reales, en mundos que ellos vivieron y conocieron”, señala el doctor en Letras Hispánicas de El Colegio de México.
Los “gabólogos”, como Castillo Mier, saben desde siempre de la existencia de la Finca Macondo cerca de Aracataca, y para ellos no es una novedad que ese territorio rural aparezca en un mapa, pero, como dice el catedrático, es posible que mucha gente crea “que García Márquez se inventaba todo, y vemos que no es así”.
Castillo Mier explica que incluso antes de que el Premio Nobel de Literatura 1982 incorporara a su obra el pueblo mítico de Macondo, otro escritor y médico colombiano, José Francisco Socarrás, había mencionado la Finca Macondo en su cuento “Viento de trópico”, escrito en los 40.