Opinión / Un indigenista incómodo: a 100 años de Rubín - LJA Aguascalientes
22/11/2024

(Primera de “n” partes)


Entre 1954 y 1958, Ramón Rubín (Mazatlán, 1912) recoge narraciones de tema indigenista –“producto de anécdotas oídas o arregladas, de experiencias nuevas y viejas”- en dos tomos de Cuentos de indios. Algunos de estos aparecerían después (1969) en una selección de cuentos, publicados en Letras Mexicanas n. 95 del FCE. Sobre la primera colección, el crítico Neale  Silva, comenta:
“Cinco cuentos sobre el indio visto como un dramático conjunto de virtudes y defectos. Mezclándose en ellos la brutalidad, ignorancia y superstición de un hombre primitivo con una tenaz voluntad de vida, el apremio de aptitudes vitales y el peso de una tradición. A pesar de las pocas posibilidades de desarrollo que tiene el personaje central de estos relatos, el autor le ha dado la dimensión artística sin caer en la conmiseración plañidera, de algunos indigenistas”.

Este período, correspondería a la tercera etapa en la producción de Rubín como narrador. De su primera etapa es Amores de un Tarahumara y El yaqui, recopilados en Cuentos del medio rural mexicano (1942).

Los textos de Rubín pueden verse como una denuncia; algo injusto siempre permea el ambiente donde le suceden los conflictos al agonista. Ocasionalmente sitúa el tiempo de las acciones en épocas remotas, como la porfiriana, para contarnos algo que no pierde su actualidad –como es el caso de Las 5 palabras, donde el conflicto surge por el reclamo de unas tierras a manos de un acaparador mestizo, quien las usurpa a los wixarrikas y las autoridades locales son cómplices. ¿Algo ha cambiado hoy en día?-. Pareciera que además trata de darnos una moraleja, que si bien existe en los relatos, ésta surge de manera inconsciente en el autor:
“Si en ocasiones se encuentra en mis escritos una enseñanza, la considero accidental (…) Se trata de la enseñanza que contiene, sin proponérmelo, cada uno de los pasajes dramáticos de la vivencia que he decidido comunicar. Algo que se origina sólo en el fondo de mis pasiones y en el fondo de las pasiones del lector, manifestándose con el impulso emotivo que yo pongo al escribir y él al leer”.

Recibió el premio El Nacional en 1954 por su cuento El duelo, recopilado en 1960 en la colección de cuentos El hombre que ponía huevos. Asimismo, rechazó en 1954 el Premio Jalisco. Al justificar esto, comentó:
“Escribiendo yo por mero placer y gusto, y a veces por darle desahogo a mi rebeldía contra las injusticias sociales, no necesito de estos estímulos”.

Sobre su producción indigenista en el género novela, tenemos en 1942 El canto de la grilla, El callado dolor de los tzotziles (1948; cabe mencionar que hizo un paréntesis en toda su labor, de 1942 a 1947: “cansado de padecer hambre, me propuse no escribir hasta desahogar un poco mi situación económica. Y así lo hice”) y La bruma lo vuelve azul (1954).
Sobre el cuento y la novela, Rubín ha mencionado que “el cuento es sólo la recreación de una anécdota que contenga cierta situación paradójica, y jamás traté en él de profundizar la psiquis del ser humano (…) el agonista no es más que un simple nombre en el papel”; por el contrario, la novela “es un cuento tratado mediante proyecciones más amplias y cuyos personajes se han de desenvolver sorteando los conflictos convergentes que origina la influencia del medio”.

Ramón Rubín siempre fue un escritor “incómodo”, tanto para los escritores como para las instituciones o los mismos indígenas, pues en sus retratos del mundo aborigen suele haber una vedada crítica a sus actitudes, costumbres y leyes, al mismo tiempo que exalta sus valores de tenacidad, respeto, independencia, entre otros. No ve en las instituciones mexicanas, como al Ejército y a las educativas, sino como deformadoras del espíritu ancestral de las razas originarias de México. No cultivó amistades del ambiente literario, con quienes ocasionalmente veía sólo para discutir, en algunos cafés de Guadalajara, y fue más un hombre de acción: como capitán de barco, navegó por buena parte del Atlántico y del Pacífico; por tierra recorrió la República “desde el Sásabe, Sonora, hasta Chetumal en Quintana Roo”. Vivió y convivió con grupos indígenas, principalmente con coras y wixarrikas, de la Sierra del Nayar. Entre otros pueblos de Jalisco, durante algunos años los pasó en Atotonilco El Alto y en Autlán, Jalisco, donde una biblioteca lleva su nombre. Sus memorias fueron publicadas recientemente por El Colegio de Sinaloa, intituladas Rubinescas (2005).
Concluyo con unas frases de Luis Leal, sobre nuestro autor:

“Rubín no idealiza ni desfigura a sus personajes, ya sean indios o mestizos. Ve en ellos tanto sus defectos como sus virtudes, y así los pinta, buscando siempre el momento dramático en sus vidas (…) hay en éstos un gran amor a la libertad y a la tierra. Sus personajes están pintados con rasgos veristas; su actitud ante ellos es siempre desde un punto de vista objetivo, sin caer en el sentimentalismo y el paternalismo que caracteriza a varios de los autores que han cultivado el tema indigenista en Hispanoamérica”.

Ps. Rubín también fue un activo ambientalista. Le dolían mucho la desertificación de los lagos y apoyaba la piscicultura, como recurso importante para el desarrollo de las comunidades rurales. Véase Principios básicos de piscicultura (Editores Mexicanos Unidos) y La canoa perdida (FCE); esta última novela, emblemática sobre el lago de Chapala.
Escribió alrededor de 20 novelas y 500 cuentos; sus primeros cuentos fueron publicados en Revista de Revistas. Se educó en España y combatió por la República. Piloteó el barco que transportó a varios voluntarios mexicanos que se incorporaban a las milicias antifranquistas en aquella península.



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