La vida se va convirtiendo en sueño - LJA Aguascalientes
15/11/2024

  • Entrevista a Homero Aridjis sobre Los peones son el alma del juego
  • El hilo conductor de la novela es el ajedrez y la amistad que entabla el joven Alex con Juan José Arreola y Juan Rulfo

 

“La vida se va convirtiendo en sueño” nos dice el poeta, narrador y ensayista mexicano Homero Aridjis (Contepec, Michoacán) en entrevista sobre su última novela Los peones son el alma del juego, publicada por Alfaguara, donde el autor retoma el tema de la memoria de un joven que quiere ser poeta y que llega a la Ciudad de México a finales de los años cincuenta del siglo pasado, para contarnos sobre una ciudad vibrante, en donde el arte, la literatura y la poesía se respiraban por todos lados. Pero el hilo conductor de la novela de Homero Aridjis es en este caso el ajedrez y la amistad que entabla el joven “Alex”, recién llegado de Michoacán a estudiar la Ciudad de México, juego que lo acercaría con el escritor jaliciense y maestro de nuevas generaciones de escritores, Juan José Arreola, nacido en Zapotlán el Grande (hoy Ciudad Guzmán) en 1918, quien a su vez lo presentaría con el otro maestro de nuevas generaciones y de las letras mexicanas, Juan Rulfo, también nacido en Jalisco, pero en Sayula, en el año de 1917.

Estos dos grandes escritores eran también grandes amigos, algo que vemos reflejado en las páginas de la novela de Aridjis, quien nos cuenta que después de las sesiones en el Centro Mexicano de Escritores, Arreola invitaba a sus alumnos a jugar ajedrez a su casa en la colonia Cuauhtémoc, donde casi siempre estaba Rulfo en “diálogos rulfianos” con Sara, la esposa de Arreola, quien era de la misma región que el autor de El llano en llamas y por lo tanto conocían a los mismos muertos y vivos. Los peones son el alma del juego es una novela que el mismo autor nos define como una autoficción, que recorre la memoria de una ciudad ya desaparecida de la mano de otros jóvenes autores que conocen y que asisten a tertulias, presentaciones, inauguraciones, en donde pueden conocer a más escritores con una carrera consolidada o a autores norteamericanos como Philip Lamantia, quien es amigo cercano de los poetas beats o “Beatos” como les llaman los mexicanos, y quienes serán expulsados del país, por escalar la torre de Televisa, ubicada en Avenida Chapultepec, y “orinar sobre la televisión mexicana” como nos cuenta el autor en esta novela construida en capítulos cortos, en donde circula una ciudad rumbosa, viva, desmadrosa, cultural. Una ciudad vibrante, epicentro de la cultura latinoamericana.

Homero Aridjis es un autor cuya carrera ha sido reconocida con importantes premios literarios tanto en México como en Italia, Francia, Serbia o los Estados Unidos. En México se ha hecho acreedor a premios como el Xavier Villaurrutia, entre varios más. Fue embajador de nuestro país en los Países Bajos, Suiza y ante la UNESCO. También fue fundador del Grupo de los Cien, que buscaba mejorar las condiciones ambientales en México. Su novela anterior es El testamento del Dragón y su más reciente libro de poesía se titula La poesía llama.

Javier Moro Hernández (JMH): Es una novela que funciona como un lienzo de México en los años cincuenta del siglo pasado, todo a partir de su memoria, en la que nos cuenta de todos estos personajes de la cultura y de la literatura que usted conoció

Homero Aridjis (HA): Llegué de Michoacán a fines de los cincuenta y en ese tiempo la gente que no éramos de acá, le decíamos México a la capital, era una centralización completa, para estudiar y trabajar había que venir a México. Era una ciudad muy vívida, con una vida cultural y social muy intensa, una ciudad de oportunidades, cosmopolita; había mucha cultura, poesía, pintura, novela, cine, el mundo de las canciones, era un centro cultural, tal vez el más activo de toda América Latina.

JMH: Quería preguntarle por dos figuras muy importantes, a nivel cultural, y a nivel literatura, que son Juan José Arreola y Juan Rulfo.

HA: Los llamaban la “yunta de Jalisco’”. Así eran conocidos en el medio literario nacional, porque eran del mismo año, casi de la misma región de Jalisco, eran de los mejores prosistas que ha dado México, y eran amigos. El primero que conocí fue Arreola, porque llegué al Centro Mexicano de Escritores, cuando estaba en una cochera en la calle de Río Volga y mi contacto con Arreola fue a través de la poesía y el ajedrez. Entre los asistentes estaba Carlos Payán, que después se volvió periodista; Fernando del Paso, y había muchos jóvenes que después se convirtieron en escritores. Al terminar la sesión, Arreola nos preguntó quién jugaba ajedrez, y nos invitó a su casa, que estaba en Río de la Plata, a jugar ajedrez. Le dije que yo, y me miró con cierta desconfianza, porque él no quería jugadores amateurs. Yo había jugado en Morelia en el Club Carlos Torri. Mencionar ese Club significaba que uno sí sabía jugar, y Arreola me aceptó y fuimos a su casa. No había muebles, había mesas de ajedrez, y me puso a jugar con Eduardo Lizalde, porque él no jugaba con primerizos. Pero se sentó al lado y estaba siguiendo el desarrollo del juego y preguntaba quién ganaba. Le gané siete juegos a Lizalde y fue cuando Arreola se dignó a jugar conmigo. Jugué con él y le gané todos los juegos. Pero ya se había hecho tarde, y por entonces yo vivía en la Alameda de Santa María, y le dije que me tenía que ir, y él no me dejaba ir. Le dije que nos veíamos en la siguiente sesión, en la siguiente semana y él me dijo que no, que al otro día, que la semana próxima estaba muy lejos para su revancha. Y de revancha en revancha nos hicimos amigos, me hice habitual de la casa y jugador frecuente y desde el comienzo combinamos la literatura, la poesía y el ajedrez.

JMH: La figura de Rulfo, quien para las generaciones posteriores era un escritor silencioso, con cierta aura de misterio, pero ustedes lo conocían muy bien, sabía que le daban miedo los intelectuales.


HA: Detestaba a los intelectuales, sobre todo a los intelectuales oficiales, que estaban conectados con el PRI, porque lo invitaban a reuniones sobre ciertos temas y a él no le gustaba ir. Pero a Rulfo antes de conocerlo en casa de Arreola, porque eran muy amigos, lo conocí en situaciones de ebriedad. Porque íbamos con Juan Martínez, que era de Jalisco y era el hermano anómalo y rebelde y casi oculto de José Luis Martínez, que era funcionario y editor. Conocí a Rulfo junto a Juan, y eso es algo que cuento, porque íbamos por Reforma y vimos a un hombre tirado en el pasto, rastreando el pasto, y Juan me dice “es Juanito” y cuando nos acercamos nos pidió que lo lleváramos a su casa en Río Nazas. Lo llevamos, nos abrió su esposa, nos regañó, nos dio un portazo. Pero después vimos a Juan en situaciones más normales en casa de Arreola, porque era muy amigo de la esposa de Arreola, de Sara, eran de la misma región de Jalisco, y para Rulfo ella preparaba los mejores frijoles que podía saborear en la Ciudad de México. 

Sara se los hacía, pero también tenían diálogos rulfianos sobre los fallecidos de la región, porque conocían a la misma gente, entonces se envolvían en diálogos muy particulares. Rulfo era un escritor muy huraño, muy neurótico, estaba siempre fumando, estaba como incómodo en su cuerpo, incómodo en todas las circunstancias, parecía siempre al borde de explotar de nervios, de mal humor.

JMH: Una de las características de la novela son los capítulos cortos, que nos permiten conocer sobre la vida de Alex, el protagonista, con los que usted va engarzando la vida cultural de esta ciudad.

HA: Quise escribir los capítulos como si de sueños se trataran, porque la brevedad y la quinta esencia era necesaria para contar todo lo que sucedía. Por eso eliminé toda retórica para presentarlos, y el estilo del libro era hacerlo muy directo, que las personas que aparecerían en el libro fueran personas que parecieran vivas, personas con las que te encontrabas, porque había la inmediatez del encuentro, y también la falta de retórica, de presentación. Porque para mí, los pintores, los escritores, todos ellos eran personas de carne y hueso, que estaban en una inmediatez física, porque no eran monumentos para mí, eran personas que iba conociendo, eran personas que estaban ahí, palpables.

JMH: La presencia de poetas norteamericanos como Philip Lamantia, o los beats, que también ya estaban recorriendo la noche de la Ciudad de México.

HA: Phillip Lamantia era amigo mío, de hecho fue mi primer traductor al inglés cuando yo tenía diecinueve años, y tradujo dos poemas de mi libro “Los ojos desdoblados”, y era un poeta muy bueno que vivía en México, con una chica francesa que trabajaba en Bellas Artes, y era un gran poeta que había estado en la librería City Lights de San Francisco cuando Ginsberg presentó el poema de “Howl”, y a través de él me hice amigo de varios de los poetas beats: conocí al mismo Ginsberg, a Lawrence Ferlingheti, quien también fue mi traductor al inglés. Ese episodio que sucede en el café de Las Américas, enfrente del Hemiciclo a Juárez, realmente sucedió; traté de hacerlo muy real, porque fue muy espontáneo, sucedió en una tarde que el café estaba ocupado por los Beatniks, habían llegado y se habían concentrado, y de ahí se fueron a Televicentro, se subieron a la Torre y orinaron sobre la televisión mexicana. Hubo una movilización policiaca, los detuvieron y los deportaron.

JMH: En su novela se nos habla de muchas librerías y de cafés donde los escritores se reunían a discutir y a dialogar.

HA: Ahí tengo un capítulo en el centro, porque yo tenía un tío que era pintor de Vírgenes de Guadalupe, que tenía su estudio en la calle de Seminario, que es la calle más corta del centro y una de las más antiguas. Todos los años se llenaba de taxistas y de trabajadores que peregrinaban en diciembre a darle gracias a la Virgen. Mi tío los vendía y las pintaba, y para ese trabajo tenía un ayudante que pintaba el cuerpo, hacía la silueta, y mi tío solo les pintaba los ojos a la Virgen, era su privilegio artístico. Y ahí en la misma calle de Seminario había varias librerías, casi pegadas a la calle de Argentina; estaba la Porrúa y otras más. Pero en Seminario había tres o cuatro librerías, entre ellas la Cesarman, que era una familia de médicos muy conocidos en la Ciudad de México, pero yo los conocí de jóvenes, tal como digo en la novela, como “gatos bodegueros”, porque estaban sentados en las mesas, cuidando libros. El recorrido del Zócalo a la Alameda estaba lleno de vida, estaba lleno de gente, de turistas, de gente que venía a hacer sus compras.

JMH: ¿Cómo podríamos definir esta novela: autoficción o autobiografía?

HA: Autoficción, no quise hacer una biografía formal, porque detestaba los principios en donde uno pone “me acuerdo” y lleno de fechas. Finalmente, la vida vivida, que uno recuerda o sueña, no tienen fechas, sucede a partir de encuentros, sucede en los espacios, en el tiempo, no tienen fechas, no tienen horarios. La memoria no funciona así, porque con el tiempo la memoria se convierte en un mosaico, en un caleidoscopio de sueños, y con el tiempo uno no sabe si lo que recuerda lo viviste o lo soñaste. También los sueños propios se mezclan con los sueños de los demás, porque hay cosas que uno vive con familiares, con amigos, y se mezclan y se vuelven parte de nuestros propios sueños, y es muy importante esa confusión en la que la memoria propia es también la memoria colectiva.

JMH: El tema de la recuperación de la memoria es un tema esencial en su novela, porque la memoria también nos permite soñar; recordar también es soñar de ciertas maneras.

HA: La vida se va convirtiendo en sueño como dijo Calderón de la Barca, y soñar es muy importante; yo he recurrido a sueños para escribir muchos poemas, mi libro el “Poeta niño” fue un esfuerzo para recuperar mi infancia hasta los diez años, es un libro onírico, es una autobiografía onírica, que empezó con sueños sensoriales, a partir de recordar el pecho de mi madre, recordando la cama en la que dormía. Son recuerdos, sueños, muy tempranos. Ya después vienen sueños más de familia, de niñez, pero la memoria se confunde mucho con los sueños. 


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