Sandra cuenta que cursaba la secundaria cuando comenzó su problema, el cual tanto ella como sus padres desconocían. Tenía 12 años y, hasta antes de entrar a la secundaria, había sido una niña “gordita”, dice.
Cuenta que todo empezó cuando perdió mucho peso al contraer una infección estomacal, entre cuyos síntomas manifestó falta de apetito y de la que tardó bastante tiempo en recuperarse. Gracias a ésta, “me di cuenta que dejando de comer podía adelgazar y así fue”.
Después de tres meses, entre la infección estomacal y el desorden alimenticio, Sandra había bajado 11 kilos y medio, “y no me di cuenta que lo que yo estaba haciendo, que era dejar de comer, era anorexia; yo no sabía que eso era anorexia”.
En aquel tiempo, justifica Sandra, no había tanta información como ahora hay, pero en su caso, además de la obsesión por bajar de peso, influyó que en ese tiempo, Sandra había cambiado de escuela, había sufrido la pérdida de un familiar y entre su grupo de amigas comenzaba a fumar y a beber alcohol.
Ella nunca había podido lograr bajar de peso, hasta que se enfermó y por eso vio el dejar de comer como una alternativa que para ella funcionaba; entonces, aún cuando se recuperó de la infección en el estómago, continuó reduciendo la cantidad de comida que consumía.
Por su peso, relata, se sentía fea y que no merecía muchas cosas, por lo que pensó en demostrar lo contrario a través del adelgazamiento.
“Empecé a tener actitudes de esconder la comida, de nada más tomar agua en todo el día y no comer”; no cenaba y, cuando no había nadie en casa, tampoco desayunaba. Su hermano se comía lo que ella no ingería, haciéndola prometer que luego comería, aunque no lo hiciera. Durante todo el día, su único alimento era una manzana, muchos litros de agua y un chicle, para matar el hambre.
A pesar de que nunca había estado más delgada, Sandra seguía viéndose gorda.
“Mi mamá se dio cuenta. Me iba a lavar una chamarra del uniforme y se dio cuenta que tenía escondida una tortilla”; a partir de ese hecho, los papás de Sandra la llevaron con el médico, quien les dijo que ese comportamiento tenía raíces psicológicas. Sin embargo, al ser un médico general, “todo se quedó ahí”.
Fue hasta que su familia le llamó la atención, 8 meses después, cuando Sandra reconoció que estaba mal y decidió acudir con una psicóloga: “dije: creo que hay alguien que pueda ayudarme y sentí que era un psicólogo; alguien más neutral… y por mí misma quise ir con una psicóloga”.
Su terapia duró año y medio, acudiendo a una sesión por semana. De ahí salió que Sandra aún no tenía una personalidad definida y que sentía rechazo hacia su persona. “Siempre se dice que la anorexia es rechazo hacia ti mismo, hacia lo que tú quieres. No te quieres, te odias. Y yo me odiaba”, afirma.
Se reconoce afortunada de no haber llegado al punto de descalcificarse o de haber requerido hospitalización, aunque reconoce que con todo y la terapia, todavía años después se mantuvo constantemente a dieta, hasta poco después de entrar a la preparatoria.
Concluye afirmando que, de haber tenido mayor información a la mano, si situación hubiera sido distinta “porque tal vez hubiera estado más consciente de lo que podía haber pasado, de que podía haber muerto”.
Hoy Sandra ha terminado la universidad, procura mantenerse en un peso saludable y sólo recuerda esto como aprendizaje.