En el campo de la filosofía se ha estudiado la cuestión de a quién, o a quiénes, puede considerárseles expertos en su área de conocimiento. Alvin I. Goldman, profesor titular de filosofía en la Universidad de Rutgers, N.J., en su artículo “Expertise” (2018) advierte que «hay un amplio (sino universal) acuerdo en que hay expertos en muchas áreas» (p. 3), ante lo que cabe hacerse la pregunta acerca de cuáles son las características que permiten determinar a quién o a quiénes puede nombrársele(s) experto(s); esto en función de una variedad de elementos que pueden considerarse como son: su conocimiento, su habilidad, ambas cosas y en especial la distinción de otros ante lo que hace, es decir su reputación.
Este último punto es muy importante debido a que no basta autonombrarse experto para serlo, pues este apelativo se adquiere vía el reconocimiento que otros otorgan a determinadas personas en función de que demuestran tener conocimiento, habilidad o ambos para desempeñar una actividad específica, es decir, cuando otros tienen buenas razones para poder designar a alguien como experto en un área o tarea específica. Entonces, sólo hasta que la persona ha demostrado su capacidad se puede confiar en ella.
Entonces, sólo hasta que la persona ha demostrado su capacidad podemos confiar en ella, pues como lo indica Arroyo (2014) «nadie pondrá en cuestión que la confianza que tenemos derecho a depositar en una afirmación depende de la calidad de las razones que la sustentan. Por ejemplo, si alguien dice saber algo, pero carece de evidencias firmes o concluyentes para apoyar su punto vista, le negaríamos a lo que afirma el estatus de ‘conocimiento’. Llamaríamos a esa creencia una ‘opinión’, una ‘especulación’ o una ‘hipótesis’» (p.10). ¿Cómo podemos saber que alguien es experto en algo? Para Goldman (2016) un experto en “algo” es alguien que tiene la capacidad para ayudar a otro a saber o a hacer “algo” que éste es incapaz de saber o hacer por sí mismo, y le ofrece su ayuda. Esta es una experiencia común cuando requerimos los servicios de alguien que nos ayude en, por ejemplo, una reparación doméstica (plomería, electricidad, carpintería, albañilería, etc.), ante lo cual podemos recurrir a un anuncio en la calle, una publicidad que se dejó en nuestro domicilio o mejor aún, a la recomendación que pueda hacernos alguien de nuestra confianza de un fontanero, electricista, carpintero o albañil, cuyo desempeño (conocimiento, habilidad y costo) lo dejó satisfecho a quien lo recomienda, es decir, demostró que tiene la capacidad para desempeñar bien su trabajo.
Este es un primer nivel de experticia que se solicita en el ámbito cotidiano; sin embargo, lo que me interesa en este artículo es mostrar cuál es el papel que tienen los expertos reconocidos en áreas más formales como son la ciencia y la política, así que para ello recurro a lo señalado por Ben Almassi: «la experticia tiene una dimensión de autoridad racional y una dimensión de poder social. En términos de autoridad racional un experto es alguien erudito en una materia; en términos de poder social es alguien que es aceptado como autoridad intelectual en un tema» (2017:133). Para Almassi estas dos dimensiones generan problemas, pues alguien puede ser un gran erudito, pero si no tiene poder social, es complicado que se le pueda reconocer como autoridad académica, es decir, como un experto; por el contrario, para aquel que goza de cierto poder social puede que le resulte menos complicado que se le reconozca como “experto”, aun sin serlo. Esta situación se ha presentado a lo largo de la historia y Tomas Kuhn (1971) en su obra La estructura de las revoluciones científicas, propuso la idea de que la aceptación de una nueva teoría requirió no sólo que ésta fuera mejor que las anteriores y que pudiera demostrarse, sino que, además, ésta debía ser aceptada por la comunidad científica, a lo que Arroyo (2014) agrega que «no bastan las evidencias empíricas que sustentan la nueva teoría. Es crucial que los científicos desarrollen una actitud favorable (de empatía) hacia la nueva manera de ver las cosas y ese cambio puede ser influenciado por factores muy diversos, tales como la nacionalidad o la reputación de los científicos propulsores de las nuevas ideas» (p. 25).
Estas son las exigencias que se solicitan para llamar en los ámbitos académicos experto a alguien. Ahora bien, ¿Quién o quiénes son los responsables de calificar la calidad de un experto cuando se habla de temas científicos o políticos? La respuesta es sus pares epistémicos, es decir, «dos personas que compartan la misma evidencia con relación a un problema dado, que sean igualmente competentes a la hora de formar juicios partiendo de la evidencia disponible y que estén exentos de dogmatismo, parcialidad y otros vicios cognitivos» (Arroyo, 2014:9).
Me he permitido resaltar lo anterior porque acaba de concluir la COP 26 en la que se busca encontrar soluciones al problema del cambio climático, mismas que lamentablemente continúan sin consenso en el ámbito político, a pesar de que el grupo de científicos que colaboran en el Panel Intergubernamental (IPCC) han demostrado la urgencia de llegar a acuerdos internacionales para disminuir los impactos antropogénicos que están llevando al planeta a un colapso inminente si no se toman las medidas necesarias para impedirlo.
Se culpa a los representantes políticos de dos cosas, primero de no llegar a acuerdos serios que realmente ayuden a solucionar el problema del cambio climático y a no cumplir con los compromisos de concretar las acciones respectivas concertadas; no obstante, se ha puesto al descubierto que esto es así porque hay un gran lobby empresarial, principalmente de industrias petroleras, que han creado sus propios grupos de investigación, conformados por científicos de dudosa reputación y experticia, quienes se han encargado de generar intrigas y sospechas con relación a los datos y evidencias proporcionados por el IPCC, generando con ello controversias y un fuerte escepticismo acerca de la existencia real de los problemas que puede ocasionar el cambio climático, pero principalmente son estas corporaciones las que han obligado, a través de enormes sobornos, a que los líderes de la principales naciones no firmen acuerdos que van en contra de sus intereses empresariales. Si está interesado en saber más acerca de esta conspiración y el daño que han causado y siguen causando los falsos expertos, le recomiendo el documental Mercaderes de la Duda que encuentra en youtube, mismo que está basado en el libro del mismo nombre, de los autores Naomi Oreskes y Erik M. Conway (2011). Le garantizo que después de que conozca la información que en éstos se ofrece no volverá a dudar de que el cambio climático es real y que no todos los que se dicen y autoproclaman expertos lo son, lo que nos lleva, tristemente a reconocer que en el mundo actual existe buenos y malos científicos, por lo que antes de creer en cualquiera que se autonombre experto, revisemos sus credenciales para tener la certeza de que no nos engaña.
FUENTES
Almassi, Ben (2017) “Experts in the Climate Change Debate”, en Lippert-Rasmussen, Kasper, Kimberley Brownlee, and David Coady (2017) A companion to Applied Philosophy, John Wiley & Sons, Ltd. Published, pp. 133- 146.
Arroyo, Gustavo et al (comps.) (2014). Explorando el desacuerdo: Epistemología. Cognición y sociedad, Universidad Nacional de General Sarmiento, Buenos Aires.
Goldman, Alvin (2018). “Expertise” [en línea]. Disponible en https://doi.org/10.1007/s11245-016-9410-3.
Kuhn, Thomas (1971) La estructura de las revoluciones científicas, Fondo de Cultura Económica, México.