APRO/Ricardo Raphael
Las imágenes publicadas en redes sociales por la periodista Lourdes Mendoza, el sábado 9 de octubre, donde se exhibe a Emilio Lozoya Austin, exdirector de Pemex, celebrando en un lujoso restaurante de la Ciudad de México, obligan a cuestionar, una vez más, el trato excesivamente benévolo que la Fiscalía General de la República (FGR) ha otorgado a ese sujeto.
Existe en México una antigua tradición para fabricar culpables. Sin embargo, menos atención se ha prestado a otro fenómeno igual de socorrido: la fabricación de inocentes.
El caso Lozoya bien podría servir como ejemplo de esta alternativa corrupta que igual atenta contra la procuración de justicia.
Desde la administración de Enrique Peña Nieto, Emilio Lozoya Austin fue denunciado por la Fiscalía Especial de Atención a Delitos Electorales (Fepade) –entonces encabezada por el actual titular de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF), Santiago Nieto Castillo– de haber delinquido aportando financiamiento ilegal a la campaña presidencial de 2012.
Otras investigaciones que corrieron en paralelo engrosaron el expediente de acusaciones en su contra, a partir de pruebas que lo relacionaron con la compraventa ilegal de la empresa Agronitrogenados, la presunta recepción de un soborno de 10 millones de dólares proveniente de la empresa brasileña Odebrecht y por su supuesta complicidad en una red dedicada a la manipulación de votos legislativos para aprobar la reforma energética de 2013.
Una vez detenido en España, Lozoya confesó la comisión de algunos de estos crímenes. Sin haber sentencia en su contra, esa confesión y una lista considerable de evidencias condujeron a asumirlo culpable. No obstante, sorpresivamente, desde que fue extraditado a México, en febrero de 2020, dio inicio una robusta operación legal y política para fabricar su inocencia.
Tres son las hebras legales utilizadas para tejer el manto de impunidad que tiene en libertad a este exfuncionario del gobierno peñanietista: el Código Nacional de Procedimientos Penales de la Federación (CNPPF), la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada (LFDO) y la Ley Federal para la Protección a Personas que Intervienen en el Procedimiento Penal.
El fiscal Alejandro Gertz Manero halló un breve agujero a partir del ayuntamiento torcido entre estas tres normas y dentro de esa madriguera protege con celo a Lozoya.
El CNPPF define el criterio de oportunidad al que apelaron los abogados del exfuncionario. De su lado, la LFDO determina quién puede beneficiarse de la figura de testigo colaborador. Y la ley que vela por las personas que intervienen en el procedimiento penal establece los criterios para que alguien sea incluido en el programa de protección.
En su artículo 256, el CNPPF dice que el Ministerio Público podrá abstenerse de ejercer la acción penal en contra de la persona acusada a partir del criterio de oportunidad, siempre y cuando se hayan reparado o garantizado los daños causados a la víctima u ofendido.
También estipula que este criterio no podrá considerarse si el delito imputado afecta gravemente al interés público. Añade que, para ser aplicado, la persona imputada habrá de aportar información fidedigna que ayude a la investigación y persecución del beneficiario último del acto criminal.
Ninguna de estas condiciones se ha cumplido en el caso Lozoya: no han sido reparados ni garantizados (el tiempo verbal es clave a este respecto) los daños ocasionados por la compraventa ilegal de Agronitrogenados, aquellos que se relacionan con el soborno de Odebrecht, ni los causados por la presunta manipulación de votos en el Congreso.
Tampoco cabe el criterio de oportunidad en este caso porque las acusaciones, de comprobarse, afectarían el interés público de manera grave y porque la información aportada hasta ahora no ha sido confirmada como fidedigna.
Visto con rigor jurídico, en ninguna circunstancia Lozoya ameritaría ser beneficiario del criterio de oportunidad. Acaso por ello, desde que este sujeto fue extraditado, el presidente Andrés Manuel López Obrador se refirió a él como testigo colaborador.
Este concepto se encuentra en un ordenamiento distinto al CNPPF. En la LFDO se establece que cualquier persona podrá beneficiarse de una reducción de una tercera parte (y hasta de la mitad de la pena) que correspondería a los delitos cometidos, siempre y cuando colabore eficazmente con el Ministerio Público aportando medios de prueba suficientes para inculpar a pares o superiores que respondan a la misma red criminal.
Ora que, para ver reducida la sentencia, sería condición obvia que la FGR hubiese ejercido antes acción penal, que exista auto de formal prisión y que se lleve a cabo un proceso judicial dentro del cual, a la hora de resolver, la juez responsable pueda reducir las penas correspondientes.
Sin embargo, en el caso Lozoya no existe auto de formal prisión, lo cual impide que sea beneficiario de los criterios establecidos en el artículo 35 de la LFDO relativo a la reducción de penas.
Finalmente, no hay conocimiento público de que Lozoya haya ingresado al padrón del programa de testigos colaboradores previsto por la ley respectiva. Tampoco hay noticia de que el exfuncionario haya firmado un convenio de entendimiento, tal como lo prevé el artículo 27 de la norma que protege a las personas involucradas en procesos penales.
Por cierto, el artículo 29 de ese mismo ordenamiento dice que el sujeto beneficiario debe “acatar y mantener un comportamiento adecuado (tal) que haga eficaces las Medidas de Protección”. Las imágenes publicadas por la periodista Lourdes Mendoza prueban que ni siquiera esta condición se cumple en el caso de Lozoya.
Parece, huele, suena y camina como un caso de inocencia fabricada. De ahí el agravio social: Lozoya se ha beneficiado de un trato injustificado por parte de la FGR cuyos resultados caminan inevitablemente hacia el desastre.