Para mi padre, por seguir compartiendo historias.
¿Hay vida en la tierra? Se pregunta en un exquisito libro Juan Villoro, en el cual reúne una gran variedad de sus columnas de distintas épocas y diarios, desde La Jornada hasta Reforma, lo peculiar de estos textos y que él describe cómo “mezclar realidades con la mirada del fabulador” son su enorme capacidad analítica, crítica, mordaz y en los mejores casos humorística de contar un simple pasaje de lo cotidiano y transformarlo en una épica llena de trascendencia Con el libro entre mis manos pensé en lo afortunado de Villoro en encontrar situaciones extraordinarias que le otorgaban un beneficioso material, casi inagotable, para escribir sus columnas y desafiar a los lectores con algo misteriosamente real, digno de contar. Suponiendo lo anterior y con plena convicción me di paso a maldecir a Villoro, no lo insulte burdamente, tampoco le desee lo peor, él sigue siendo necaxista y con eso ya es bastante, mi maldición más bien se acercaba a la aspiración, termine de leer sus relatos una madrugada y antes de dormir me pregunté ¿por qué diablos no me pasan a mi estas historias?
La mañana siguiente me levante ya sin el amargo sabor de la envidia o más bien de la falta de talento, alce la capa caída y me dispuse a pasar un domingo recreativo, lúdico, lejos de tormentos de índole intelectual, donde Villoro y sus relatos fantásticos no aparecerían, había quedado previamente con mi padre para pasar el día. Me dispuse a encender el automóvil y arrancó, a los pocos segundos escucho un ruido peculiar, yo que soy tan especialista en autos como en ciencia transgénica intento averiguar qué sucede, ahí en el acto veo una alicaída llanta, sin nada de aire, deprimidisima, tal vez los ostentosos autos de moda o las calles insoportables de la ciudad le han amargado el aliento y quizá mi llanta desgastada y común le ha pasado lo mismo que a mi con Villoro, entendí su infortunio y decidí ayudarle, darle literalmente un poco de aire, superaremos esto juntos le murmure. Recordé que debía ir por mi padre, le llame y le responsabilice indignadamente por mi llanta ponchada, que sinceramente él no tiene ninguna culpa en ello, solamente haber criado un hijo con amor, respeto y confianza, todas inútiles cualidades que no te sirven para cambiar un neumático.
Respondió a mi llamado con el fastidio amoroso de un padre, que sabe de antemano, que algo tuvo que hacer mal para que su malogrado hijo le pida auxilio para una situación así, pero si algo distingue a su estirpe es la fraternidad solidaria para la ayuda sin saber cómo hacerlo, pero estar dispuesto a ello, eso es lo que cuenta. Después de sus “en 20 minutos estoy ahí” que se triplicaron, veo llegar en su auto a mi hermano, mi sobrino y mi padre, quien consideró que la situación era tan dramática para ameritar toda la caballería de la ralea Ortega. Cuatro hombres para cambiar una llanta ¿el resultado? Fiel a nuestra tradición familiar todos expusimos acaloradamente argumentos; que los pernos -si es que se llaman de tal manera- estaban enroscados, que el rin tenía un desperfecto irreparable, que hacía mucho calor, que el gato hidráulico para cambiar la llanta podría tener una falla que derivara en una situación mortal de aplastamiento para el miembro más joven, que es mi sobrino, el cual era el único que podía colocarlo en posición perpendicular a la carrocería para ejercer la presión adecuada de levantamiento, según especuló matemáticamente mi hermano, por lo cual no expondría a su hijo, ya que aun deposita algunas vagas esperanzas en él, hasta aquel momento seguíamos sin solución viable, en eso se oyó la voz del patriarca que daría una sentencia resolutiva; busquemos una vulca.
Toda la estirpe estuvo de acuerdo, nos palmeamos orgullosos entre nosotros de haber decidido lo mejor para el grupo y todos consideramos en complicidad que por ello hay gente que se dedica a esas cosas, son expertos mencionó mi padre, mi hermano argumento su velocidad de trabajo y mi sobrino aun no sabia que hacia ahí, yo sentía la tranquilidad de estar con mis expertos favoritos que me llevarían con el mítico vulcanizador que compondría todo y más en sólo cinco minutos, con un precio muy módico, afirmó mi padre, como si pudiera oír mis cavilaciones. El día dio un giro inesperado, de pronto terminé con el reducido clan masculino de mi familia en una vulcanizadora perdida de la ciudad ya que la “chipocluda” como la llama mi padre estaba cerrada. Nos descubrimos ahí los cuatro mirando a un hombre bastante robusto, lleno de grasa, aceite y un peculiar malhumor, como un héroe mitológico con el don de meter la llanta al agua y controlar a Eolo. Ese hombre desconocido nos había salvado el día.
Subimos al auto y la atmósfera fue de un orgullo triunfal, vamos por unas cervezas propuse en son de victoria, ahí estábamos autosuficientes, estoicos, venciendo juntos otra cruzada legendaria. Después de algunas alegres horas de convivencia regrese al departamento, una ducha vendría bien después de un día tan exhaustivo, no se cambia una llanta todos los días, requiere como se han dado cuenta una logística familiar milimétrica. Me dispongo a la ducha que me vuelva a la relajación pérdida, al abrir la llave de la regadera esta se rompe y bota agua en un chorro endemoniado, el caos en primera persona. Empapado de pies a cabeza vuelvo a llamar a mi padre, él resolvería cualquier dificultad conmigo, así ha sido siempre, si había que llevarme a la escuela en una bicicleta para llegar a tiempo, él pedaleaba, y ahí nos íbamos alegres los dos silbando algún bossa-nova, él siempre ha estado a mi lado aun cuando yo no siempre he estado en el suyo, pensé mientras tapaba como podía aquella fuga de agua merecedora de una vieja película de submarinos rusos. Las escenas siguientes de cómo “reparamos” la tubería rota son dignas de un sketch de Mr. Bean o Viruta y Capulina, empapados mi padre y yo terminamos aquel anómalo domingo. Al final de esa noche no volví a envidiar más a Juan Villoro, coloque al lado de su libro el número telefónico del fontanero que me apunto mi padre.