¡Oh, Tierra del Sol, suspiro por verte!,
Ahora que lejos yo vivo sin luz, sin amor;
y al verme tan solo y triste cual hoja al viento,
Quisiera llorar, quisiera morir de sentimiento…
Canción Mixteca – José López Alavez
A doscientos años de la consumación de ese movimiento que cristalizó en la historia como “Independencia de México”, hay mucho que reflexionar sobre el sentido de la efeméride, de la construcción de lo que entendemos como “mexicanidad”, y de cómo esos valores patrios han permeado en nuestras diversas poblaciones, tanto para dar cohesión cívica nacional, como para fungir de placebo ideológico ante una realidad en la que el país ni es independiente, ni su pueblo es monolítico, ni hemos superado las brechas de clase y de distribución del poder que motivaron la gesta de hace dos siglos.
Si bien es cierto que muchas de nuestras poblaciones demuestran su arraigo patrio en estas fechas, y se visten de “Adelitas”, de charros, y de chinacos, para expresar su mexicanidad a la hora de comer pozole; también es cierto que la construcción cívica de una ciudadanía participativa nos queda todavía muy lejos. No sólo eso; el capitalismo global hace prácticamente imposible una independencia económica (proceso necesariamente ligado a la independencia política), y nos ancla a las dinámicas del mercado mundial en las que –como todo proceso capitalista- se privilegia la ganancia por encima de la justicia.
Igualmente, a pesar de que muchos mexicanos y mexicanas vivan en estas fechas un fervor patrio de oropel, la realidad nacional es un poliedro de muchas aristas. No es el mismo México que hay en el sureste que el que hay en el norte; ni el mismo existente en el bajío que en la metrópolis capitalina. Así mismo, las ricas diversidades étnicas de nuestras regiones se soslayan en estas fechas para ensalzar un “mexicanismo” impostado a partir de lo que nuestros colectivos creen que es el “ser mexicano”.
Peor aún. En esta diversidad de realidades nacionales, persiste el fenómeno de la inequidad en la distribución real de la riqueza económica y de poder político. Las amplias brechas de marginación, motivadas por cuestiones como la racialización, el género, la clase social, la región, el acceso educativo, o la red de relaciones que nos acercan o nos alejan del poder, es algo que en doscientos años ha cambiado más bien poco. Justo para estas fechas del año pasado, en estas Memorias de espejos rotos, se compartió una reflexión al respecto, que vale la pena traer de vuelta, dado que la realidad del país no ha perdido vigencia.
“Para comenzar, debemos entender a la insurgencia independentista como un movimiento primordialmente criollo. Esto implica, básicamente, que quienes detentaron el poder obedecían al mismo juego de estamentos religiosos, de racialización blanca, de masculinidad hegemónica, y de posesión económica, que los ocupantes españoles. De ahí que la construcción de la “mexicanidad” esté condicionada a privilegiar en los estamentos de poder a lo católico, a la pigmentación blanca, a lo masculino, y a lo asociado con la tenencia de la tierra y los medios de producción”.
“Esto ha influido sobradamente en la forma en que nos relacionamos y organizamos como nación, desde la estructura (la distribución de la riqueza y la posesión de los medios de producción), hasta la súper estructura (las leyes, la cultura, la forma de hacer y entender la política). Por ello se explica que aún exista una casta política y económica más o menos homogénea y que, a la vez, el lumpenaje sea más o menos el mismo que hace doscientos años, con pocos horizontes de movilidad social ascendente para quienes nacieron del lado desposeído”.
“Esta realidad de la conformación estructural puede verse todavía en muchas zonas del país; el norte de México, en todo el bajío, en el valle central (epicentro de la política nacional), y en las amplias zonas de explotación del sureste, que son territorios en los que poco o nada se ha modificado el carácter de la dominación. Las zonas donde se promueven taras históricas como la charrería, la tauromaquia, la hegemonía católica, la hacienda o el ingenio, el clasismo, el machismo y la pigmentocracia, son geografías en las que aún persisten los modelos de dominación criolla de antes, durante, y después de la llamada “independencia de México”.”
“Esta estructura de dominación criolla impide la movilidad social, crea tensiones de clase, y promueve la desigualdad en todos los ámbitos. Pretender construir la abstracción de nuestra “mexicanidad” a partir de modelos originados en la dominación criolla, implica no poder (o no querer) ver que en ese modelo de dominación está justamente el problema. Por eso (y por muchas otras razones) el feminismo interseccional, ateo, anticapitalista, mestizo y de racialización originaria, es un bastión de resistencia necesario ante una hegemonía que nos ha educado para no entender el funcionamiento de la subyugación estructural”.
Hasta aquí la cita. Dado que la realidad nacional no ha cambiado en prácticamente nada, convendría entonces reiterar la reflexión sobre los estamentos de dominación estructural que hemos mantenido durante más de dos siglos; quizá no para cambiarlos, que nuestro alcance seguramente no da para tanto, pero sí para ser más selectivos sobre los símbolos que elegimos a la hora de expresar la mexicanidad. Es probable que ensalzar la simbología de la hacienda de los siglos XVIII y XIX no sea lo que mejor expresa ni nuestra realidad nacional plural, ni nuestra necesidad de equidad y justicia.
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