Desde hace más de 20 años, en algunos círculos académicos se habla de que la transición global ha comenzado; es decir, que la sociedad se encamina hacia una transformación de sus prácticas sociales y ambientales en beneficio del planeta, la cual se puede acelerar si todos participamos en ella con las decisiones correctas y en el corto plazo.
Aunque algunos especialistas piensan que el empobrecimiento de las poblaciones, las culturas y la naturaleza es inevitable; otros estamos seguros de que será posible alcanzar vidas prósperas, y un planeta saludable donde impere la solidaridad, siempre y cuando enfoquemos en ello todas nuestras esperanzas y capacidades.
Sin embargo, nuestras deficiencias para prever, elegir y actuar son tan notables que hemos avanzado muy poco en el sentido correcto, aunque desde 1972, el informe “Los límites del crecimiento” nos advirtió que perseguir obsesionadamente el crecimiento económico, en menoscabo de lo social y lo ambiental, nos llevaría a un declive en la producción industrial y de alimentos con terribles repercusiones para la población.
En dos ocasiones, en 1992 y 2002, el mismo grupo de científicos que hizo ese primer llamado de alarma encontró que no se habían emprendido cambios significativos para evitar el colapso medioambiental y social. Sus resultados no fueron halagüeños y reiteraron que las posibilidades de cambiar el futuro se estrechan. Lo que significa que, en los últimos cincuenta años, hemos depositado la esperanza en los actores equivocados (políticos, empresarios, desarrolladores tecnológicos), y no hemos construido ni desarrollado las capacidades de prever, elegir y actuar para activar un cambio positivo.
Actualmente constatamos la gravedad de los problemas medioambientales, convivimos con entornos naturales cada vez más degradados, nuestra calidad de vida se ve amenazada de forma constante y, sin embargo, las decisiones y disposiciones para evitarla no logran traducirse en acciones concretas ni generalizadas entre la población, por lo que se prevé que esta situación empeore.
En México, de acuerdo con datos del Módulo de Hogares y Medio Ambiente de la Encuesta Nacional de Hogares, levantada por el Inegi en 2017 para obtener información sobre la relación entre la población y el medioambiente, se advierte que en los hogares mexicanos los comportamientos amigables con el medioambiente se practican y fomentan poco.
Se destaca que las prácticas ambientales se refieren mayoritariamente al consumo energético, especialmente al cuidado de la electricidad. (Recordemos que la generación de energía eléctrica en México depende de la quema de combustibles fósiles, ya sea carbón o combustóleo y gas natural, por lo que su producción contribuye, entre otras cosas, a la emisión de gases de efecto invernadero). Los resultados indican que en 98 por ciento de los hogares se apagan las luces cuando no se necesitan y en el 80 por ciento se desconectan los aparatos eléctricos, lámparas, herramientas y el cargador del celular cuando no se usan. Sin embargo, sólo en una cuarta parte de las viviendas se revisan las instalaciones eléctricas de manera preventiva para evitar fugas, lo que indica que las prácticas de ahorro de la electricidad se asocian más con la disminución del gasto económico que con contrarrestar los impactos negativos al medioambiente.
Otro resultado importante de la referida encuesta tiene que ver con el consumo de agua embotellada en nuestro país. Situación que es muy preocupante, pues se sabe que son utilizados tres litros de agua por cada botella de medio litro, que fabricar mil millones de botellas requiere 100 millones de litros de petróleo, que una botella de plástico tarda 700 años en descomponerse y que en México cada año se tiran a la basura 21 millones de botellas de plástico de las cuales sólo 20 por ciento se recicla .
La encuesta dice que 76 por ciento de los hogares reportaron abastecerse de agua para beber, principalmente de garrafón o botella, porque lo consideran más saludable o no les gusta el sabor o el color del agua de la red pública. Estos datos se relacionan con que menos de la mitad de los encuestados tiene confianza en el servicio de agua potable en relación con la salud o le parece adecuado en términos del sabor, el olor y la claridad del agua suministrada. Lo que resulta paradójico, ya que algunos especialistas han señalado que no hay un estudio exhaustivo que indique que la calidad del agua embotellada es superior a la del grifo.
Finalmente, aunque desde 2003 la ley establece que debemos separar la basura, la encuesta informa que en más de la mitad de los hogares esto no se hace. Las principales respuestas que da la gente para no hacerlo, en orden de importancia, son que ya separada en el camión la revuelven, no les interesa o implica mucho esfuerzo, no tienen espacio para almacenarla, no hay centros de acopio cercanos y desconocen qué residuos llevar a estos, así como la escasa reutilización de residuos dentro del hogar.
Si bien la insuficiencia de las prácticas medioambientales entre la población indica una actitud indiferente frente a la gravedad de la crisis global, esto podría derivarse de una falta de comprensión del problema y de la contribución que como ciudadanos podemos hacer. Ambos aspectos, que representan importantes obstáculos para que la transición global pueda darse, tienen su origen en que nos concebimos separados de la naturaleza y entendemos el problema como un asunto medioambiental que no tiene que ver con la humanidad.
Este planteamiento es producto del pensamiento racional moderno, que trata a los humanos y al resto de la naturaleza como cosas separadas; concibe al ser humano como el sujeto que conoce, ajeno a la realidad que estudia; y a la naturaleza como un objeto mecanicista a conocer, para dominarlo y someterlo.
Según esta forma de entender a la naturaleza, la crisis global representa un desafío para los científicos y sus desarrollos tecnológicos, lo que exime de responsabilidad a la inmensa mayoría de las personas. Esta forma de ver las cosas es un engaño.
Estamos llamados a entender que nuestra dependencia de la naturaleza es total, que la forma de organización económica, así como nuestros modos de vida imperantes son causas fundamentales de la crisis, y por lo tanto, que este reto es nuestro y frente a este nos corresponde actuar diligentemente.
Han pasado casi cincuenta años desde el primer llamado de alerta, hoy ante la falta de acción global coordinada y contundente de los políticos y poderosos del mundo, es tiempo de asumir nuestras responsabilidades. Esta es quizá, la última oportunidad que tenemos como humanidad de prever, elegir y actuar para cambiar el futuro. No hay esfuerzos pequeños que no sean efectivos para lograr lo que hasta ahora parece inalcanzable.