Los omitidos de la historia/ Hibakusha  - LJA Aguascalientes
22/11/2024

La historia suele ser contada a modo. No es extraño encontrar, que en estos días se busca casi de forma desesperada, nada sutil o subliminal, que de buenas a primeras nos comencemos a contar otra historia, la de la perspectiva diferente. La que sirve para los intereses de quien sabe quién, sea falsa o verdadera. Eso es lo que menos importa. Al final, lo que queda más claro que nunca es que la memoria de los pueblos se maneja al antojo de quienes toman o pretenden tomar decisiones. Se busca que el (no tan) pensante vulgo reaprenda lo que nos han contado, cómo fue, quiénes merecen ser recordados y quiénes, en el mejor de los casos, lanzados al olvido, que si no convertirlos en la nueva burla pseudo intelectualoide de conversación de cantina.

Esto no es nuevo, ni estamos en una excepcional situación, simplemente esta es la reflexión de lo cíclico que puede ser el devenir humano. Permite el análisis de un evento que recientemente cumplió un aniversario más. Un año más de la infamia que, por algún tiempo, hubo quien consideró un acto heroico digno de conmemoración u orgullo.

Salvador Borrego en Derrota Mundial (1964) narra de forma suscita que “con la muerte de Hitler y el desplome de Alemania…toda remota esperanza de triunfo desapareció para el Japón. A partir de entonces sólo prosiguió la lucha mientras procuraba condiciones mejores de paz. Su empeño de lograr algo mediante la prolongación de la resistencia se frustró el 6 de agosto. Mientras una confiada muchedumbre presenciaba en Hiroshima el vuelo de dos aviones norteamericanos que al parecer eran de observación (supuesto que las alarmas no habían sonado), la primera bomba atómica utilizada en guerra estalló sobre sus cabezas en el aire, y 70 mil habitantes perecieron en una pira gigantesca cuyo humo era visible a 280 kilómetros de distancia. Otros 160 mil quedaron heridos, de los cuales 130 mil murieron tras larga agonía o por complicaciones…

Dos días más tarde Rusia declaró la guerra a Japón. Veinticuatro horas después una segunda bomba atómica (equivalente a 20 mil toneladas de TNT) arrasó Nagasaki. Al día siguiente Japón capituló incondicionalmente.”

Este mismo autor dice que cuando Japón fue derrotado, la victoria fue consumada. La excelente pregunta que se hace es: “¿Victoria de quién?” No sorprende para los que tengan el mínimo conocimiento de las ideologías profesadas por el autor que tuvo sus propias teorías al respecto y que no necesariamente es que se compartan. Pero, la pregunta clave que él se hizo, provoca todo el planteamiento que aquí nos trae.

Quizá el nombre Yasuaki Yamashita no sea relevante para la historia oficial, pero, para los testimonios postguerra es de gran importancia. Él nos regala un relato no panfletario y sí terapéutico de cómo vivió el 9 de agosto de 1945 y los años posteriores, muchos, por cierto.

Con apenas seis años de edad, no imaginaba cómo una luz inexplicable que cayó sobre su casa iba a cambiarlo todo. En su testimonio relata que, como casi a todos nos pasa, él no sabía lo que estaba viviendo. No dimensionaba su presente ni las consecuencias a futuro. Estos testimonios deberían replantearnos la historia contada como un cúmulo de fechas y actos heroicos que aparecen en un libro frío y hermosamente empastado. Con facilidad olvidamos que el número de muertos fueron personas, que fueron padres, madres, hijos, hermanos, el amor de la vida de alguien. Yasuaki Yamashita, nos relata la hambruna que sufrieron los sobrevivientes a las bombas. La carencia de alimentos y medicinas. De cómo un amigo suyo murió engusanado, consecuencia de las quemaduras que la explosión le provocó en la espalda. Nos muestra imágenes descarnadas de un tren en el que las personas se abarrotaban para ir de un lugar a otro en busca de comida. En cómo un día recibieron una mísera comida del ejército de los Estados Unidos que remediaba muy poco de la situación que ellos mismos crearon y la alegría que eso les provocó. Como el secuestrado que agradece porque lo tratan bien.

Para el momento de la explosión, la mayoría de las personas, pensaban que las armas químicas de las que se había hablado que tenía Estados Unidos consistían en algún tipo de aceite del que desconocían las consecuencias al entrar en contacto con las personas. No habían escuchado hablar de la radioactividad puesto que, ahora se sabe, que los estudios de este tema y su divulgación fueron prohibidos. Por ese motivo, la gente en su ignorancia, pensaba que los sobrevivientes a las bombas atómicas podrían tener alguna especie de enfermedad contagiosa y se les comenzó a discriminar. Llamándoles: HIBAKUSHA.

Con este término se les llamó de forma despectiva a los sobrevivientes de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. La sociedad los relegaba a tal grado que, Yamashita, como otros muchos, comenzaron a esconder su origen o lo que les había pasado y de esta manera evitar la discriminación. Cuenta que incluso había personas que abiertamente decían que no se casarían con un hibakusha por considerar que había algo malo en ellos. Fue hasta años después que se empezó a hablar de la radiación y sus consecuencias. Sin embargo, esto no siempre resultaba positivo, puesto que las personas, por lo general, seguían temiendo a las consecuencias en la salud que tenían estos sobrevivientes a las bombas y persistía la creencia de que podrían contagiarse o afectar a terceros. 


Esta es la historia de los olvidados. Hibakusha ha habido en todas las historias, aunque no se les mencione. Tal vez un muerto o un sobreviviente es un número, una estadística que algún estudiante de educación media se verá obligado a aprender y que si lo hace correctamente será recompensado con una calificación satisfactoria. Pero, olvidamos que fue la vida de una persona.

Ante los horrores perpetrados en la Segunda Gran Guerra, en el mismo 1945, se crea la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Años más tarde aparecerá el Derecho Internacional Humanitario (DIH), que no debe confundirse con los Derechos Humanos. El Comité Internacional de la Cruz Roja, ha sido el más interesado en difundir que “el DIH es un conjunto de normas que, por razones humanitarias, trata de limitar los efectos de los conflictos armados. Protege a las personas que no participan o que ya no participan en los combates y limita los medios y métodos de hacer la guerra. El DIH suele llamarse también ‘derecho de la guerra’ y ‘derecho de los conflictos armados’”. Aunque esto último, es un tanto inexacto, pero no se intenta abundar en esos tecnicismos, en estos momentos. 

El DIH está regulado, esencialmente, en los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, en los Protocolos adicionales de 1977 relativos a la protección de las víctimas de los conflictos armados. Así como, otros textos como la Convención de la Haya de 1954 para la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado y sus dos Protocolos y la Convención de 1972 sobre Armas Bacteriológicas. Claro, existen otros tantos más, que por el momento se verán omitidos.

Se supone que estas regulaciones impedirían o por lo menos, disminuirían las posibilidades de que, de nueva cuenta, existieran otros hibakusha en el mundo. Esto supondría que la humanidad sería la gran victoriosa. ¡Eureka!, la pregunta habría sido contestada, por lo menos en el mundo deontológico imaginario. Sin embargo, la propia historia oficial contada de los años cincuenta a la fecha nos ha permitido confirmar, casi con precisión de ciencia exacta, que “de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”.

El planteamiento sigue sin ser contestado. 


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