En memoria de Claudia Esperanza Orta Andrade
Es común escuchar el cliché de que la vida pasa en un suspiro, pero como magistralmente explicara Aline García, en su artículo para el Decame Ron, la vida llega justamente así, en un soplo y es también con la ausencia de éste que se va. Hace ya más de un año, tenemos la sombra de una pandemia sobre nosotros, de manera constante, como una visión quimérica que nos cerca y que se siente a través de la ropa, está ahí, en la ventana, estacionada en las redes sociales, con presencia constante en los medios de comunicación, dictando nuestra rutina, modificando los hábitos, cambiando la constancia del contacto, limitando el encuentro de los cuerpos en un abrazo sentido. De ella, ¡nunca sabemos qué esperar! Hay a quienes nos ha sorprendido en el confinamiento, con el más estricto apego a las reglas sanitarias, en pocas palabras, ante la covid-19 no existen reglas.
La cuarentena que comenzó con la idea de serlo, lleva para este momento, en nuestro país, un año y un tercio, con medidas sanitarias que han ululado entre lo estricto y lo no tanto, de vez en vez; aunque la vacunación va avanzando, aún no se le ve tregua, las nuevas cepas, el rebrote que ahora toma como principales víctimas a adultos jóvenes y niños, son solo otra faz del mismo mal. Y cuando parece que podremos regresar a la normalidad, la noticia es que esa ya no la recuperaremos, lo que viene es reaprender a vivir esta nueva normalidad.
La pandemia nos ha quitado mucho, además de la posibilidad de movernos libremente, ha mermado el tiempo de por sí limitado para disfrutar con los nuestros, con los mayores, con los que necesitamos en nuestros días, nos ha arrancado la tranquilidad, ha impregnado de culpabilidad cualquier descuido de olvidar ponernos el gel antibacterial o haber saludado de mano. Nos ha vuelto más ensimismados, pero también nos ha develado la parte indisoluble que tenemos de la comunidad y nos ha enseñado la importancia de vivir el hoy, como único momento para materializarnos.
La cuarentena nos ha parecido eterna, porque el uso de este término está tan desvirtuado que ahora lo utilizamos a diestra y siniestra, pero dice Borges que la eternidad es solo una sucesión de momentos, que son percibidos de manera subjetiva y que por supuesto, por nuestra humanidad nos es impedido apreciarla en su justa dimensión; la mortalidad que nos es propia, nos impide dimensionar su infinitud y poder contrastarla con la pequeñez de nuestro momento en esta representación llamada vida.
La ausencia de espacio, la reducción de interacciones, las pérdidas económicas y laborales han asolado a las familias, pero todo eso lo hemos sorteado de alguna forma, incluso en algunos casos hemos descubierto versiones nuevas del mundo, el exterior y el interno; la covid nos ha alterado la raíz. Pero lo que más cala profundo es la honda ausencia que dejarán en este plano quienes tuvieron que partir a destiempo y dejar interrumpidas las historias que los esperaban, muchas que nos hubiera encantado compartir con ellos.
Es difícil resignarnos a soltar a nuestros más amados, porque nuestras raíces se entretejen con las de ellos y vamos dejando en el surco un poco de nuestro propio polvo, apisonado con el de los pasos que damos en común con ellos. La casualidad me hizo coincidir con Claudia en la misma generación de la prepa y poder encontrarla de nuevo en la edad adulta y verla plena en su vida viajera, en el compartir con los suyos, en la ilusión de la dulce espera, siempre con algo en común, una enorme alegría de vivir.
Claudia era así, no hacía falta convivir con ella a menudo para recordarla con alegría, porque su personalidad inspiraba a tenerle confianza, a pedirle acompañarla en la mesa y sentirse bienvenido. Claudia era estandarte de una generación, hoy toda la 98-01 de la prepa de Petróleos la llora porque ella era solidaria y hubiera sido la primera en acompañar y honrar a los demás.
La madre Teresa de Calcuta decía que había que dar hasta que doliera y que ese sería el gesto más genuino de generosidad; Claudia lo tenía por hábito, siempre atenta a los suyos, a los más cercanos, pero también a los circundantes, así fueran sus vecinas, sus alumnos y por supuesto sus amigos. A Claudia la lloramos muchos, porque a los seres con su luz se les necesita aquí, ahora, en medio de este caos que es la vida, llenando de sonrisas, con su humor ágil y perspicaz el Facebook, enseñando más allá del aula que se puede ser auténtico y noble, servicial y amable, que se puede dar vida incluso en la muerte.
Esta tempestad nos está enseñando con duros golpes, a aprender a vivir sin los que nos faltan, con la esperanza puesta en el tiempo, porque si la vida es un suspiro y lo que sigue es la eternidad, ¡que esa nos toque compartirla con ellos, por siempre!