Supe de Carlos Lozano hace aproximadamente once años. Yo estaba en tercero de secundaria, y la izquierda vivía su momento de mayor esplendor desde el movimiento cardenista de 1988.
En 1997, Cuauhtémoc Cárdenas había ganado la jefatura de gobierno del Distrito Federal, y el PRI había perdido la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. Porfirio Muñoz Ledo encabezaba a un bloque opositor que haría historia en el Poder Legislativo de este país.
En 1998, el PRI le negaba la posibilidad a Ricardo Monreal de haber sido candidato a gobernador de Zacatecas, y el PRD, con la generosidad de Amalia García, Juan José Quirino, Raymundo Cárdenas, y su dirigente estatal Armando Cruz Palomino, le había abierto las puertas. Con una alianza de varios partidos, y muchos ciudadanos, Monreal llegó a la gubernatura.
Casi ninguno de los empresarios zacatecanos de abolengo se la había jugado con Monreal, como era una costumbre. Pero a la hora de buscar secretario de desarrollo económico, el fresnillense quiso pactar con ellos; les dijo que ellos iban a definir a quien debería representar sus intereses por los próximos 6 años. Le pidieron a Monreal “conseguir” al “Rey Midas” de Aguascalientes, Carlos Lozano de la Torre; un funcionario que había tenido cargos de primer nivel por casi dos décadas en tierras hidrocálidas, y cuya trayectoria había coincidido con un impresionante despegue del estado.
Extraoficialmente, se supo que Lozano pidió a Monreal “trato especial”; un sueldo más alto que el del común de los secretarios, y que nunca se le obligara a vincularse con el PRD. Esos 6 años no significaron, de ninguna manera, un alejamiento de Aguascalientes por parte de Lozano de la Torre. Al contrario: cada viernes, después de mediodía, partía a su tierra para hacer reuniones políticas con la intensidad y frecuencia que nunca antes en su vida profesional.
Ese trabajo de Carlos Lozano coincidió con los peores años del PRI en Aguascalientes. Con tiempos en los que nadie se quería parar en las oficinas del partido, y en los que los priístas se acostumbraron a perder. Perdieron las elecciones presidenciales del 2000, las de alcaldes y diputados locales del 2001, y las legislativas del 2003.
Por ello, el trabajo de Lozano, que siempre fue un funcionario bien visto por la nomenklatura aguascalentense (conocido por su capacidad para hacer favores), brillaba más. En el 2004, cuando todos los cuadros priístas de primer nivel se negaron a competir contra la avalancha luisarmandista, Carlos Lozano buscó ser alcalde. Conocida su amistad con los Reynoso Femat (a quienes incluso llevó a Zacatecas a hacer negocios), logró el voto diferenciado más alto en la historia electoral del país. Pero aún así, perdió.
Ese será el momento que marque la vida política del senador para siempre, y el debate se da con base a dos visiones, fundamentalmente.
Unos, quienes le siguen, sienten que desde ese momento, y con lo que ha hecho en los últimos años, se ganó el derecho para ser candidato a gobernador en este 2010. Sienten que perdió esa elección, y la del Senado en 2006, por causas ajenas a él. En la primera, porque Óscar González abandonó el tren a medio camino, y en la segunda, porque Roberto Madrazo era un pésimo candidato.
Otros, quienes no le siguen, sienten que ese fue el momento “cúspide” de Lozano, y que, de entonces a la fecha, se ha dedicado a hacer todo para perder: acercarse de manera exagerada a los intereses económicos ligados al “luisarmandismo”, excluir a las corrientes durante su paso como dirigente estatal del PRI, y asumir una posición agresiva hacia sus opositores.
Hace poco más de un año, Lozano me comentó una frase que exhibe su forma de ver esta contienda: “Yo no he dicho que quiero ser, pero todos saben que la jugarán contra mí”.
Carlos Lozano, el publirrelacionista, el que llama personalmente a los reporteros y jefes de información, el que da el “empujón” que el empresariado le pide, en el momento que lo necesitan, sabe bien que su paso por la administración pública ha llegado a su fin. Y no tiene plan B: se aferra a ser gobernador de un estado en el que casi todos los hombres adinerados le deben, en mayor o menor medida, un favor.