It’s too late to change events
It’s time to face the consequence
For delivering the proof
In the policy of truth…
Policy of truth – Depeche Mode
El pasado 6 de enero de este año, el Capitolio de Estados Unidos –el edificio oficial que alberga a las dos cámaras del Congreso– fue asaltado por una turba de seguidores fanáticos del entonces presidente Donald Trump, luego de que éste utilizara las redes sociales personales y oficiales para descalificar el proceso electoral en el que perdió contra Joe Biden y arengar a sus seguidores a que se manifestaran para impedir su propia caída política.
En el asalto violento que llevó a cabo esta turba de fanáticos con pinta y discurso de terraplanistas, se amenazó no sólo la integridad física de los congresistas, sino la seguridad de uno de los poderes del Estado, ante la intentona del poder ejecutivo para evitar la constancia legal de su derrota. Esta intentona estuvo marcada por el uso de redes sociales y medios de comunicación, mediante los cuales se manipuló la realidad política nacional.
A partir de esa manipulación, de la propagación de fake news, y de divulgación de contextos distorsionados o francamente falaces por parte del titular del ejecutivo estadounidense, las redes Facebook, Twitter, e Instagram, cancelaron las cuentas de Donald Trump. El tema fue espinoso ya que, por un lado, empresas particulares bloqueaban deliberadamente la comunicación social del Jefe de Estado; pero, por otro lado, el clima político se estaba “calentando” artificialmente con la manipulación del presidente.
A más de medio año de ocurrido este hito en la historia política y mediática contemporánea, Trump amaga con una demanda colectiva contra estos medios digitales, y usa el argumento de que su voz fue censurada injustamente mediante la violación de la Primera Enmienda de la constitución de aquel país, que garantiza la libertad de expresión. En este punto deberíamos centrar el debate. Un punto que, como se verá, tiene un par de filos importantes.
El primero. La obvia distinción entre libertad de expresión, apología del delito, y propagación del discurso de odio. Es decir, cada uno tiene la irrestricta libertad para decir lo que quiera, siempre y cuando, esos dichos no fomenten la comisión de crímenes e injusticias; o propaguen posiciones y acciones de dominación, explotación, opresión, discriminación, o persecución contra las personas y los grupos que se encuentran en posiciones vulnerables dentro de la matriz interseccional de opresiones.
El segundo. La posición autoritativa que ocupa el titular del poder ejecutivo, en la que se implica que este poder –por su naturaleza republicana– no puede erigirse como un censor de la verdad (ni la histórica, ni la jurídica, ni la “científica”); sino como un ente que está sujeto a ser fiscalizado para que la ciudadanía se cerciore de que estos actos y dichos autoritativos estén justamente apegados a la verdad y a la justicia.
Es decir, Donald Trump puede demandar a quien quiera, si quiere; pero en su potestad como titular del poder ejecutivo, él es el ente político encargado de hacer cumplir la ley, no de emitir juicios sobre la realidad o la validez de la verdad jurídica, histórica, o “científica”. Desde esa lógica, las redes sociales hicieron un bien público al hacer el cierre ejemplar de las cuentas de un presidente que llamaba a la manifestación violenta.
Es como si en nuestro país el presidente usara su investidura no para hacer cumplir la ley, sino para posicionarse como censor de la verdad histórica, jurídica, o “científica”; como si destinara recursos públicos para propagar su visión particular de la realidad como si fuera “la verdad”. Si esto suena escandaloso, lo es más cuando vemos que líderes así tienen una base social de fanáticos cuya carencia de pensamiento crítico puede convertirles en peligro público.
@_alan_santacruz
/alan.santacruz.9