Benji Gil, la historia del coach de la selección olímpica de beisbol para México - LJA Aguascalientes
24/11/2024

APRO/Beatriz Pereyra

 

Benjamín Gil Aguilar tenía 15 años cuando le cayó la guillotina de la Federación Mexicana de Beisbol. La Femebe lo expulsó de por vida de las selecciones nacionales. Al presidente de ese organismo, el ya fallecido teniente coronel Alonso Pérez, le indignó que el pelotero no aceptara estar en un equipo donde el talento escaseaba. Gil decidió irse a jugar a otro lado y no con la selección juvenil que Pérez quiso imponerle.

El pelotero ya pintaba como prospecto para Grandes Ligas; aún era pítcher, pero como jugador de posición se lucía con el guante y conectaba la bola con demasiada potencia. No hubo ruego del teniente que valiera y Gil se despidió del beisbol amateur, hasta que años más tarde aceptó volver para representar a México en los Juegos Panamericanos de 1999, en busca del pase olímpico que no se logró para Sydney 2000.

Nacido en Tijuana, Baja California, Benjamín Gil, ahora de 48 años, es el nuevo capitán de un barco llamado Selección Nacional de Beisbol que competirá en los Juegos Olímpicos Tokio 2020. Con la suerte de un bateador emergente, la responsabilidad le cae de rebote. Es cosa de matar o morir. Hereda un equipo huérfano tras la destitución de Juan Gabriel Castro como mánager. A él, la Femebe también le cortó la cabeza.

Gil es el mánager mexicano más ganador del momento. En la Liga Mexicana del Pacífico (LMP) presume cuatro títulos en cinco intentos con los Tomateros de Culiacán. En la Liga Mexicana de Beisbol (LMB) dirige a los recién nacidos Mariachis de Guadalajara, equipo que ocupa el segundo lugar de la zona norte, apenas detrás del actual campeón Acereros de Monclova.

La esperanza de que México gane una medalla olímpica en su primer viaje a la competencia deportiva más antigua del mundo descansa en Gil, un hombre que le tira piedras a la luna porque en su diccionario de vida no existe la palabra imposible.

Hace oídos sordos a las críticas y defiende a sus equipos como si fueran su propia familia, cobija a sus jugadores como un padre a sus hijos; suele ser estricto, regaña y corrige, pero también apapacha.

“Esas son cosas que me enseñó mi mamá: el carácter fuerte. A mí me encanta cuando alguien no cree en mí. Me encanta que me abucheen, que digan que no puedo hacer algo: ‘No eres tan bueno; estás crecido, es por la fama’. Prefiero que me digan eso a que soy muy bueno porque me enfoca mucho más en mis objetivos”, dice Benjamín Gil.


La filosofía con la que dirige es la de María Aguilar, la mujer que lo parió el 6 de octubre de 1972. A su mamá, el demoledor diagnóstico no la derrumbó. Tenía 40 años y Benji era un bebito de escasos nueve meses que se pegaba al pecho ya enfermo de cáncer de su madre. De ella se alimentó y también mamó el carácter que es punta de lanza en su vida.

“Ella peleó 14 años con la enfermedad. Te puedo decir que fuera del beisbol es mi héroe, mi referente de lucha. Fue una lucha larga, muy difícil, pero ella siempre estuvo muy positiva, fue una guerrera. Sus enseñanzas las utilizo a diario, no sólo en el beisbol, también en la vida: su actitud, su manera de mantenerse positiva y siempre alegre.

“Nunca les he dicho a los jugadores, ni se los voy a decir, que mi referencia es mi madre; es lo que me hace carburar en la manera que carburo. Lo que he logrado en los distintos equipos en los que he estado, cuando las cosas se ponen difíciles, es porque utilizo la filosofía de no vencernos. Mi carácter es la semilla de ella”, cuenta el expelotero.

De su mamá, Benji Gil sólo tiene recuerdos hermosos. Fue María quien le compró tantas tarjetas de peloteros con las que llenó cajones enteros. Ahí tenía a Dave Winfield, el fielder que le rompió el corazón cuando se marchó a los Yankees. También a Dwight Gooden y a Darryl Strawberry, sus ídolos de los Mets, el que fue su equipo favorito a principios de los ochenta. 

Como integrante de una familia de enamorados del beisbol, al niño le pasó de noche la euforia de sus amigos por los personajes de Star Wars. Con los cuatro dólares que costaba cada muñequito de la saga de películas de moda, a él ese dinero le alcanzaba para ocho tarjetitas.

María fue su cómplice más fiel para llevarlo al beisbol en Tijuana y en San Diego, a donde los Gil se mudaron cuando Benji tenía cinco años. 

Benjamín ni siquiera era consciente del cáncer de su mamá. No sabe si no le dijeron o si él no lo recuerda. De su mente no se borran las imágenes de esa maestra de preescolar que lo crió, la misma que se partía el lomo trabajando de día y estudiando la preparatoria de noche, porque esa mujer, cuando salió de El Rosario, Sinaloa, para avecindarse en Tijuana, sabía que no había más camino que el del esfuerzo.

Con la misma convicción decretó que a ella ninguna enfermedad se la iba a cargar a la tumba, no al menos hasta que Benji cumpliera 15 años. Lo prometió y lo cumplió, aunque nadie entiende cómo.

“Mi abuela y mi hermana me platicaban que mi mamá dijo: ‘Yo voy a ver a Benjamín cumplir 15 años. No sé cómo, pero lo voy a lograr’. Falleció nueve días después de que cumplí 15 años. Como niño, te juro que no sabía que estaba enferma porque yo no la veía así. Cuando le daban quimioterapia nomás me decían ‘tu mamá no se siente bien hoy’, y ya.

“Ella era la vida de la fiesta, a donde quiera que iba a todo mundo le encantaba estar a su alrededor. Si había reuniones familiares, era la que ponía música, empezaba a bailar y ponía el ambiente alegre, cuando pues una persona que está batallando con cáncer no tiene ganas de eso. Su medicina era hacer sentir bien a la gente. Todas esas cosas las viví.

“Nunca fue mi intención aprenderlas ni pensar que algún día lo iba a aplicar. Lo que aprendí de ella hasta la fecha lo aplico: si vamos en una mala racha, no quiere decir que no estamos luchando; entonces, que venga la música, que bailen y canten mis jugadores”.

Los 15 años que María le vivió a Benjamín fue una madre dulce con el menor de sus hijos. Fue el pilón, un niño no esperado para nada, pero tan amado y consentido que se salvó de los cuerazos que sí les tocaron a Gilberto, Alberto y Saralí, sus hermanos con quienes la diferencia de edad es de entre nueve y 15 años.

En Tijuana los Gil vivían en la calle Tercera, una zona “pesada”, donde Benji pasaba sus tardes jugando beisbol callejero con un palo de escoba y una pelota de tenis. En San Diego vivió en National City, un barrio de pandillas, principalmente de mexicanos, donde también había negros, filipinos y samoanos.

El beisbol arrancó a Benjamín de las calles. María se desvivía por llevarlo y traerlo de los campos de las ligas infantiles de San Diego, donde Benji jugó dos años, y de la Liga Municipal de Tijuana donde su buen juego le abrió las puertas de la selección estatal de Baja California.

En las selecciones nacionales fue un infaltable en los rosters desde que cumplió 10 años hasta que la Femebe le dio una patada por desobediente.

“Mi mamá me hablaba de drogas, de no andar en pandillas. Me decía que la gente que anda en pandillas es porque no tiene una familia. ‘Tú sí tienes una familia que te quiere. Yo te adoro, no tienes esa necesidad’. Me hizo prometerle que nunca probaría las drogas, hasta la fecha nunca lo he hecho. Lo mismo los tatuajes. Son pequeñas cosas que me pidió y yo prometí no hacerlas”.

Benjamín recuerda a aquel amigo de la secundaria que lo tentaba a delinquir. Le presumía su ropa de marcas caras y el dinero que cargaba por montones. Lo animaba a no ser tonto, que le siguiera los pasos y no usara tenis ni ropa corriente.

“Me decía: ‘Sígueme la onda y al rato vas a poder traer los tenis de marca que quieras’. Yo compraba mis tenis en Paylees (una tienda de descuentos), eran igualitos a los de marca, pero eran imitaciones. ‘Déjate de fregaderas, no traigas eso’, me dijo. Yo le dije que mis papás no son ricos y me contestó que los de él tampoco, pero que él tenía dinero. ‘¿Cómo que tú tienes dinero? Tenemos 13 años’. ‘Esto que yo traigo tú lo puedes tener fácil. Nada más tienes que hacer esto’. Él vendía drogas. ‘Nooo, me mata mi mamá’, le dije. Y sí, mi mamá cuando veía que traía amiguillos así me decía: ‘Ese muchacho anda por malos pasos. No andes con él. Fuera de la escuela no tienes ningún negocio que tratar con él’”.

 

La semilla de la victoria

La muerte de su mamá llegó a la par del despegue de Benjamín Gil como pelotero. Acababa de morir cuando llegó a la Ciudad de México para un torneo. La Femebe quería que se quedara aquí solo durante algunas semanas. No quería y sus hermanos lo protegieron. También por eso fue expulsado.

Ya con músculos más grandes y su talento innato para jugar, no sólo con las selecciones nacionales brillaba. Con menos de 19 años, Benji Gil fue elegido por los Rangers de Texas en la primera ronda del ­draft de 1991 como prospecto para jugar como infielder.

Aún le da risa cuando se acuerda de aquel scout que no se interesó en él porque calza del 12 y, según el cazatalentos, ningún short stop puede tener unos pies tan grandes. Su debut en Grandes Ligas llegó menos de dos años después, en abril de 1993, con los Rangers, donde hizo nido cuatro temporadas.

En la joyería de David, ubicada adentro del Ball Park de Arlington, vio por primera vez la foto de Carly Jarmon, la Miss Texas de la que se enamoró a primera vista, con quien se terminó casando y procreó a sus hijos Mateo y Gerigh. Sí, como Lou, el afamado primera base de los Yankees de Nueva York conocido como el Caballo de Hierro.

Los Angels de Anaheim le abrieron las puertas a Benji Gil en 2000. Con ellos ganó la Serie Mundial de 2002 frente a los Gigantes de San Francisco. Su carrera ligamayorista duró ocho años, lo cual lo ubica como uno de los peloteros mexicanos de posición que menos años ha jugado en Estados Unidos.

Dice que le hubiera encantado batear más, pero hoy entiende que su destino en la vida no era ser buen jugador, sino un mánager excepcional.

Benji Gil escarba en su memoria y las lágrimas le inundan sus hermosos ojos azules que se enrojecen por el llanto. La imagen del mánager que mienta madres y reta al más pintado se diluye. Emerge el niño de María Aguilar que sigue roto por el dolor que le dejó su partida. Sin pena se pasa el dorso de la mano derecha por la nariz y trata de aclarar su garganta que está hecha un nudo.

“Son tantas las cosas que, gracias a ella, a mi padre, a mis hermanos, he podido lograr. Sé que ella lo ve, sé que lo disfruta, pero pienso egoístamente: me hubiera encantado poder verla ahí, en mis mejores momentos, abrazarla y decirle gracias.

“Sé que una de mis fortalezas es mi mente, mi ser; y eso, sin duda alguna, es ella. Todo es ella. Obviamente que también el respaldo de mi padre y más de mi hermana Saralí, mis hermanos Gilberto y Alberto. Ellos también tienen esas cualidades que aprendieron muy bien sobre qué es lo que mi mamá quería para mí. He cometido muchísimos errores, tampoco quiero hacerme el perfecto.

“Sé que mi madre siente más orgullo por lo que formó como familia que cualquier logro deportivo mío, pero al final yo por ser su bebito, por tanto, que me gusta el beisbol y tanto que ella me apoyó llevándome durante años a los juegos y a todos los campeonatos nacionales hasta que ya no pudo más”.

–¿Su hermana se convirtió en su segunda mamá? Lo adoptó como si fuera su niño.

–Indiscutiblemente. Adoro a mi mamá y todo, pero Saralí ha sido mi madre treinta y quihúbole de años. Un día se lo dije: “Al final de cuentas, tú has sido mi madre 34 años”. Empezó a llorar y me dijo: “No, nunca digas eso”.

–¿Renegó de Dios? ¿Le cuestionó por qué le quitó a su mamá?

–Sí le preguntaba a Dios por qué, pero nunca me enojé con Él. Aprendí rápidamente a darle las gracias por tenerla el tiempo que la tuve con una enfermedad con la que nadie vive tanto y menos en aquel tiempo. Mi mamá peleaba y hacía menos a la enfermedad que le estaba quitando la vida y ella seguía su marcha día con día, disfrutaba y sacaba lo mejor que se podía.

“A un hermano muy querido de mi mamá también le dio cáncer y él duró muy poquito; y ella, pese a su propio cáncer, lo atendía.

“Se iba con él al hospital. Lo cuidó lo más que pudo porque ella también ya estaba delicada, llevaba casi 14 años con la enfermedad. Cuando el cáncer se llevó a mí tío como que a ella le cayó el veinte, fue como un ‘este pleito no lo voy a ganar’. Ahí está la historia de mí que nadie sabe”.

–¿Haber perdido a su mamá fue un motor que lo empujó?

–Ella sigue siendo una inspiración para mí. Mi meta era llegar a Ligas Mayores y lo hice. Ahorita me propongo metas y me entrego a ellas. Lo que yo he logrado no tiene nada que ver con lo que ella logró. Es una cosa impactante: si te pones a pensar, le dicen que tiene cáncer y su respuesta es: “voy a ver a mi hijo de 15 años”. Eso se convirtió en su meta. Las cosas que uno pueda lograr dentro del deporte no tienen comparación con eso.


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