En su ensayo sobre “La vanidad”, Montaigne parece esbozar los cimientos modernos del conservadurismo como una posición política. Montaigne desconfía de los cambios, las novedades y las reformas de gran calado: “Nada oprime al Estado sino la innovación. Sólo el cambio da forma a la injusticia y la tiranía. Cuando alguna pieza se descompone, se la puede apuntalar. Podemos oponernos a que la alteración y corrupción natural de todas las cosas nos aleje demasiado de nuestros inicios y principios. Pero intentar refundir una masa tan grande, y cambiar los cimientos de tamaña construcción, es tarea propia de quienes para limpiar borran, de quienes pretenden corregir los defectos particulares mediante la confusión universal, y curar las enfermedades con la muerte” (III, 9, 1427-1428).
Montaigne, como nos recuerda Antoine Compagnon, cuando escribía las líneas anteriores, tenía en mente la Reforma protestante, las guerras civiles que acarreó, así como el mal llamado “descubrimiento de América”, y la desestabilidad política a la que condujo. Montaigne, se sabe, no podía rehuir de su temperamento escéptico: modificar las costumbres, las convenciones, los hábitos y las tradiciones puede empeorar el estado de cosas actual y nunca podemos estar seguros de que los vientos de cambio sustituyan algo arbitrario peor por algo arbitrario mejor. Continua: “El mundo es incapaz de curarse. Está tan impaciente ante lo que lo oprime que sólo busca librarse de ello, sin mirar a qué precio. Vemos por mil ejemplos que suele curarse a sus expensas: librarse del mal presente no es curarse, si no se da una mejora general de condición” (1428).
El escepticismo es hermano del conservadurismo y de cierto realismo; la innovación es hermana del optimismo y de cierto idealismo. Otro escéptico, casi contemporáneo a nosotros y nosotras, Michael Oakeshott, escribió algo aparentemente similar, en un tono que hace pensar que el conservadurismo nos debería ser deseable: “Mi tema no es un credo o una doctrina, sino una disposición. Ser conservador es estar dispuesto a pensar y a comportarse de ciertas maneras; es preferir ciertos tipos de conducta y ciertas condiciones de las circunstancias humanas a otras; es estar dispuesto a hacer ciertos tipos de elecciones… Las características generales de esta disposición no son difíciles de discernir, aunque a menudo se han confundido. Se centran en la propensión a usar y disfrutar de lo que está disponible en lugar de desear o buscar otra cosa; a deleitarse en lo que está presente en lugar de lo que fue o lo que puede ser. La reflexión puede sacar a la luz un agradecimiento apropiado por lo que está disponible y, en consecuencia, el reconocimiento de un regalo o una herencia del pasado; pero no hay una mera idolatría de lo que es pasado y se ha ido. Lo que se estima es el presente; y se estima no por sus conexiones con una antigüedad remota, ni porque se reconozca que es más admirable que cualquier otra alternativa posible, sino por su familiaridad: no, Quédate un rato, ya estás aquí sino Quédate conmigo, porque estoy unido a ti. Ser conservador, entonces, es preferir lo familiar a lo desconocido, preferir lo probado a lo no probado, el hecho al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo lejano, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la risa presente a la felicidad utópica. Se preferirán las relaciones y lealtades familiares a la atracción de vínculos más provechosos; adquirir y ampliar será menos importante que conservar, cultivar y disfrutar; el dolor de la pérdida será más agudo que la emoción de la novedad o la promesa. Es estar a la altura de la propia fortuna, vivir al nivel de los propios medios, contentarse con la falta de una mayor perfección que pertenece tanto a uno mismo como a sus circunstancias”.
No obstante, no pienso que Montaigne sea el fundador del conservadurismo que claramente abandera Oakeshott. Para el creador del ensayo moderno, los cambios deben darse, pero como pequeños apuntalamientos. El marxismo expresó de mejor manera la distinción entre aquellas personas que adoran el cambio, incluso nos lleve a un estado peor, de aquellas que aceptan el cambio, pero no a toda costa. Montaigne, en estos términos, era un reformista, no un revolucionario. Oakeshott, por el contrario, parece más bien un defensor a ultranza del statu quo.
En tiempos de esperanza o desasosiego ante promesas de grandes transformaciones deberíamos tener en mente los dos extremos viciosos de nuestras actitudes ante el cambio: el utopismo revolucionario y el conservadurismo quietista. También, como Montaigne, quizá deberíamos exhibir un virtuoso y sano escepticismo, y abrazar un reformismo que no defienda a ultranza el estado actual de las cosas, pero que tampoco reniegue ante el apuntalamiento de lo que ya no funciona. Los cambios sociales deben darse, pero el costo de las grandes transformaciones siempre debe ponderarse.