Frente a la crisis civilizatoria que enfrentamos, cuyo corolario más apremiante es el cambio climático, definido como la variación acelerada del sistema climático terrestre derivada de la emisión de gases de efecto invernadero producidas por la actividad humana, no han faltado voces de alarma: varios premios Nobel, el Papa Francisco y un sinnúmero de personalidades artísticas y culturales, que advierten que nos encontramos ante un cataclismo planetario que representa el desafío más grande de la humanidad.
Entre esas voces, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (más conocido por sus siglas en inglés, IPCC), una entidad científica creada en 1988 por la ONU, advierte que “la influencia humana en el sistema climático es clara y va en aumento, y sus impactos se observan en todos los continentes. Si no se le pone freno, el cambio climático hará que aumente la probabilidad de impactos graves, generalizados e irreversibles en las personas y los ecosistemas. Sin embargo, existen opciones de adaptación, y con actividades de mitigación rigurosas se puede conseguir que los impactos permanezcan en un nivel controlable”.
Entre las opciones propuestas para evitar que el calentamiento global sobrepase los dos grados centígrados, el IPCC propone que las emisiones netas de dióxido de carbono (CO2) disminuyan 25% para 2030 y lleguen a cero en 2070, mientras que para limitar el calentamiento global a un grado y medio, las emisiones tendrían que disminuir 45% para 2030 y ser cero en 2050. Para ello, uno de los ejes fundamentales de acción es la transición energética debido a que la producción de energía es la mayor contribuyente de dichas emisiones. Por lo que vale la pena reflexionar sobre la transición energética y si con ella nos basta para alcanzar la seguridad climática o si lo que debemos plantear son otras salidas que conduzcan a un nuevo modelo civilizatorio.
En este dilema se distinguen dos posturas. La visión dominante, integrada por aquellos que buscan estrategias para perpetuar el crecimiento económico a toda costa y quienes sostienen que la tecnología puede resolverlo todo; y los impopulares, que ven en el decrecimiento una vía para disminuir las emisiones.
Para la visión dominante la única forma de resolver esta crisis es haciendo crecer la economía para después reducir los impactos ambientales y mantenerlos a niveles sostenibles, por ello el crecimiento verde ha sido su bandera política hegemónica.
Giorgios Kallis, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, advierte que este planteamiento es una falacia, pues el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB) y el uso de los recursos van juntos, lo que significa que la huella material y las emisiones de carbono aumentan en consonancia con el crecimiento económico.
Según las últimas investigaciones, de quien también es coordinador de la Red Europea de Ecología Política, no ha habido un desacoplamiento, es decir, una separación entre el uso de los recursos o la generación de impactos ambientales y el crecimiento económico; tampoco ha habido un “crecimiento verde” en los países ricos, pues dichas naciones importan materiales de otros países que no se contabilizan en su uso material interno; y no se ha alcanzado una eficiencia económica en el uso de los recursos, porque cuanto más eficientemente se usa un recurso, más se lo usa porque se vuelve más barato, es decir se cumple la paradoja de Jevons.
Kallis apunta que es falso que la economía digital, la economía basada en el internet de las cosas, conduzca a una desmaterialización pues consume energía y materiales: por ejemplo, cada computadora supone extraer y procesar 1000 veces su peso en materiales y las Tecnologías de la información y Comunicación (TIC) implican el consumo aproximado de 4% de toda la energía del mundo. Y concluye que aunque en algunas economías europeas las emisiones de carbono crecieron lentamente con relación al PIB, lo que podría interpretarse como un desacoplamiento relativo (por la incorporación de algunas energías limpias) en realidad fue producto de la ralentización del crecimiento económico que dichas economías experimentaron (entre 1 y 2%). Sus hallazgos apuntan que no hay datos empíricos que sostengan la eficiencia de la desmaterialización, sino que el PIB, el consumo de energía, la huella material y las emisiones crecen juntos y que después de la pandemia sólo una recuperación lenta del crecimiento económico es compatible con los escenarios del IPCC para evitar el calentamiento global.
Para el también economista ecológico editor del libro Decrecimiento: un vocabulario para una nueva era, la visión dominante frente al cambio climático nos ofrece un cuento de hadas, pues continuar con el modelo actual, que sobrepone el crecimiento económico frente a lo ambiental, es insostenible. Por lo que mantiene una actitud crítica frente al Green New Deal, un conjunto de propuestas políticas para abordar el calentamiento global y la crisis financiera, cuyo planteamiento recae fuertemente en el desarrollo tecnológico. Dentro del cual identifica los mitos en torno a las energías renovables.
Kallis reconoce que si bien es cierto que las renovables son las energías del futuro porque tienen un menor impacto que los combustibles fósiles, en su implantación debemos irnos con cuidado y resolver muchos aspectos antes de alcanzar una oferta similar a los fósiles. Por una parte, atender aspectos básicos de su producción, logística y distribución como remontar la “disponibilidad” de las renovables dependiente de los ritmos naturales; resolver las dificultades para su almacenamiento y transportabilidad y superar su baja densidad y rentabilidad energética actual. Por otra parte, desarrollar una economía política de las renovables que nos permita articular la organización social en que ésta se sostendrá y las formas en que nuestras sociedades aprovecharán, transformarán, distribuirán y consumirán estos recursos alternativos. Situación que implica construir un proyecto que incluya transformaciones sociales, políticas y económicas de fondo.
Asimismo, Kallis señala que lo que denominamos como fuentes renovables, en realidad no lo son, pues requieren para su elaboración combustibles fósiles y materiales que no son renovables y que están subsidiados por el petróleo. Por ejemplo, la producción de celdas fotovoltaicas depende de la extracción de 16 minerales y metales y cada una de las partes de las turbinas de viento precisa del acero, cuya producción global se supedita al carbón, y ambas requieren de maquinaria pesada que sólo se mueve con combustibles fósiles. Así como la industria de las renovables, y en general el sector eléctrico y electrónico, que se basan en la minería de cobre, litio, cadmio, cobalto, zinc, aluminio, plata, tierras raras, cuyas reservas minerales son insuficientes incluso para sustituir por eléctricos los vehículos terrestres de combustión interna; hacerlo implicaría descubrir el equivalente de siete veces los depósitos conocidos en los países con más reservas, y su extracción tardaría más de un siglo al ritmo de producción de 2018. Es decir, la primera limitante de la transición energética es que no hay elementos suficientes en la corteza terrestre para un despliegue masivo de renovables que garanticen la accesibilidad universal, lo que podría conducir a la humanidad a un apartheid climático, según Philip Altson, donde sólo una parte de la población tendrá capacidades para “escapar” de los efectos del cambio climático y otros padecerán sus consecuencias.
En la desmitificación de las renovables, Kallis se enfoca en la electrificación de la economía, específicamente en los vehículos eléctricos, porque en un planeta donde 95% del transporte depende del petróleo y 1% de los más de 1200 millones de vehículos que circulan es eléctrico, la conversión de un parque móvil similar y la transformación que esto conlleva (más que una inversión material, energética y económica colosal) implica atender un aspecto crucial.
Aun sabiendo que esto es materialmente imposible, Kallis modela un escenario con un alto uso de vehículos eléctricos y la observancia de parámetros para permanecer en el umbral de la seguridad climática y rompe con el mito del sostenimiento del modelo, funcional en la economía global y dentro de los límites ambientales, pues incluso con el máximo desarrollo de renovables, a corto plazo se incrementan las emisiones y sólo a mediano plazo se logra una disminución, la cual es insuficiente para estar debajo de los dos grados.
El planteamiento de este intelectual es claro: solo la disminución de la movilidad global permite alcanzar la seguridad climática, lo que implica cambiar drásticamente y de forma rápida nuestra forma de vida. En otras palabras, sólo el decrecimiento económico plantea las reducciones más robustas de emisiones.
En este sentido y dada la gravedad de la situación ¿no deberíamos estar diseñando las grandes políticas que necesitamos poner en marcha para hacer posible un escenario de decrecimiento? ¿Nuestros esfuerzos no deberían orientarse a construir estrategias colectivas para ganar autonomía en la satisfacción de nuestras necesidades fuera de un esquema de mercado? ¿No es la crisis climática un asunto suficientemente dramático capaz de poner en duda el crecimiento económico como objetivo único, de convocarnos a debatir colectivamente estos aspectos difíciles -pero impostergables-, de requerirnos para comprender los desafíos y evitar un futuro espantoso? ¿No es este cataclismo planetario razón suficiente para articular lo que debe ser articulado?