Derecho agrario y perspectiva de género/ Origami - LJA Aguascalientes
24/11/2024


Marcela Leticia López Serna y José Lenin Rivera Uribe


Doña Estela, mujer campesina de aproximadamente setenta años, ha vivido toda su vida en en un ejido, no es ejidataria, su esposo se dedicaba a un oficio, ella, por el contrario formó parte de la “Unidad Agrícola Industrial de la Mujer” del ejido en que habita.

Junto con un grupo de mujeres se organizó e instalaron una granja porcina en la parcela de mujer que le otorgó el ejido al amparo del programa que incentivaba el establecimiento de negocios para las mujeres de los años ochenta, lamentable la granja no pudo seguir, y hoy renta la tierra para obtener un ingreso que les ayude con el gasto para sus familias.

Para su “mala suerte” el ejido quiere disponer de la parcela de la mujer porque a su decir ya no la trabajan y solo la rentan, además que la tierra es propiedad del ejido y será la asamblea quien resuelva qué hacer con esa tierra “ociosa”, pues consideran que es mejor darle un uso como campo deportivo, o mejor aún, como un cuadro de béisbol.

Doña Estela es solo una muestra de esa pobreza, entre los más pobres, desterrados del estado de bienestar que castiga el nacimiento en condiciones de miseria, en el campo y para colmo, siendo mujer. Fatídica esta triple coincidencia que culpabiliza a unos y sobre todo a unas, al ostracismo, simplemente por ser. Buscar la vida, para sostener la carne asida a esa tierra que la repele, pese a todo es un acto de heroísmo. Las mujeres en el campo son esas figuras que ante las adversidades de gobiernos y de leyes que nunca se han condolido de su situación particular, siguen arrancándole al destino, uno a uno, como si deshojaran una margarita, cada día de más de vida.

La perspectiva de género es una forma de ver la vida, desde todas las aristas, poseerla, trae implícito un ejercicio profundo de deconstrucción para erradicar aquellos prejuicios que atentan contra la igualdad de los derechos humanos, concretamente, cuando esta encuentra su origen en prejuicios sostenidos en la visión patriarcal del mundo. La perspectiva de género, trae incluso, una modificación del rumbo en que se interactúa y se juzgan las situaciones comunes y por supuesto, aquellas con implicaciones jurídicas. Esta forma acuciosa de juzgar, es ya una obligación para los operadores jurisdiccionales.

No es gratuito el que se haya elevado a un deber jurídico esta necesidad, encuentra sustento en las profundas desigualdades que en materia de derechos se padecen por parte de las mujeres, en general en el mundo y en particular en nuestro país, donde además, la desigualdad trasmina a todas las esferas de lo cotidiano, naturalizándose la violencia por razones de género, prácticamente en todos los resquicios.

Un dato muy revelador, es el que señala ONU Mujeres, respecto a que menos del veinte por ciento de las propiedades raíces en el mundo están en manos de mujeres, en tanto que en la propiedad de tierras agrícolas, el número decrece a menos del cinco por ciento. En México la estadística no es demasiado diferente, en lo referente precisamente a las tierras de uso agrícola, en concreto las adscritas al sistema agrario (ejidos y comunidades) son 196,437,500 hectáreas, actualmente las ejidatarias representan el 25.2%, mientras que las comuneras son el 29.3%, las posesionarias el 28.9% y las avecindadas el 31.6% (RAN, julio 2020) de las cuales, señala Magdalena Lagunas Vázquez que el noventa por ciento es adquirido, virtud a la sucesión.

El adagio de que la tierra es de quien la trabaja, parece que no alcanza a cumplirse, cuando quien la trabaja son las mujeres, porque ellas no son quienes han tenido acceso a la configuración del entramado político-normativo. Lo universal de los derechos, en la posesión de tierras y en el derecho agrario, como en el resto de lo jurídico no ha comprendido a todos, concretamente de forma preponderante, ha sido excluyente para ellas. 


El Derecho Agrario es de esas áreas de lo jurídico, que parecen haberse quedado anquilosadas en el tiempo, con justa razón, si lo vemos desde su fundamento como derecho social, nacido de la lucha revolucionaria, cuya idea fue gestada con la intención de repartir las tierras a quienes no poseían sino la fuerza de su trabajo para poder sostenerse a sí mismos y a sus familias, con la idea de que precisamente esa porción de tierra, les hiciera posible una vida digna y decorosa, en una nación en proceso de configuración. Por supuesto, esta es la concepción romantizada que dio el gobierno posrevolucionario.

La ley del 6 de enero de 1915, considerada la primera ley agraria del país, dispone por su cuenta, un carácter más económico- político, que social; en su parte considerativa dice: 

“Que proporcionando el modo de que los numerosos pueblos recobren los terrenos de que fueron despojados, o adquieran los que necesiten para su bienestar y desarrollo, no se trata de revivir las antiguas comunidades, ni de crear otras semejantes sino solamente de dar esa tierra a la población rural miserable que hoy carece de ellas, para que pueda desarrollar plenamente su derecho a la vida y librarse de la servidumbre económica a que está reducida; es de advertir que la propiedad de las tierras no pertenecerá al común del pueblo, sino que ha de quedar dividida en pleno dominio,…”.

Estos derechos a los que se denomina como sociales, tienen en común, que buscan equilibrar relaciones jurídicas en las que una de las partes es considerada en un estado de vulnerabilidad particular, que requiere, por parte del Estado, un impulso adicional para poder concurrir en condiciones de igualdad a la relación jurídica. Junto con el Agrario, se suele ubicar aquí al derecho Laboral y quizá hoy en día se pueda hablar también de los derechos de los grupos de atención prioritaria, que aunque no poseen sus materias de forma autónoma, si se debe aplicar, de forma transversal una serie de medidas para equiparar en condiciones de igualdad sus derechos, a los de quienes se ubican en un entorno de comodidad jurídica.

Hoy surge la pregunta respecto a si en esos mismos derechos sociales, en los que ya de por sí se considera como vulnerable al grupo, hay que tener adicionalmente auxilios jurisdiccionales para estos grupos de atención prioritaria; en concreto respecto a la necesidad de juzgar con perspectiva de género; sin duda es indispensable hacerlo, el entorno rural suele ser en el que mayor incidencia de violencia en contra de las mujeres ocurre.

Un estudio realizado por Soledad González Montes señala, a propósito de las cifras rescatadas de la encuesta Endireh, que la estadística de violencia en contra de las mujeres, es la misma para las mujeres de la ciudad que para las del campo pero que la cifra del campo es compleja de interpretar porque se aprecia una mayor naturalización de la violencia, por lo que seguramente es sub declarada y por tanto, complejo de conocer la situación real. 

No debe asombrarnos que el reparto agrario fue pensado únicamente desde la perspectiva de los hombres, las mujeres se consideraban no aptas para el trabajo del campo, por ende, no podían ser “titulares de derechos”. En México viven 61.5 millones de mujeres, de ellas, 23% habitan en localidades rurales, representan 34% de la fuerza laboral y se estima que son responsables de más de la mitad de la producción de alimentos en México, actualmente se han implementado diversos programas para su atención, pero han sido insuficientes al no ser dirigidos de forma adecuada.

No existe una política agraria, y menos aún que tenga como una componente importante a las mujeres. Se ha trabajado en establecer acciones afirmativas mediante la reforma de diversos ordenamientos en la Ley Agraria (referente a la paridad de género en los representantes ejidales y comunales) pero del análisis nos damos cuenta que en la práctica son relegadas a puestos menores o en su caso a cubrir de “suplentes”. Paradójicamente, fue necesario una nueva adecuación a la ley para detener la simulación en la designación de mujeres en los cargos de representación y así evitar el efecto “juanita”.

El ejido (como ente económico-político) no ha garantizado el desarrollo de las mujeres, la migración, la violencia y sobre todo el “machismo” han impedido que existan las condiciones socioeconómicas para que sean las mujeres quienes aporten con su trabajo y talentos el desarrollo en la propiedad social. La alta burocratización de los procesos administrativos para asegurar el patrimonio de las mujeres que siguen sin poder acceder a los recursos económicos privados o gubernamentales, parece generar más barreras para aquello que persigue. En el Tribunal Unitario Agrario ubicado en la zona lagunera de Coahuila y Durango, del 100% de los juicios sucesorios agrarios, el 60% es tramitado por la esposa, quien fue designada en primer lugar como heredera, o en su caso, a falta de lista de sucesión, acceden al derecho en términos de la sucesión legítima determinada por la ley (artículo 18 de la Ley Agraria).

Ser sucesora y eventualmente propietaria, no garantiza el acceso a la tierra y medios económicos de producción, por el contrario se convierten en botín apetitoso de aparadores de tierra y/o agua que pagan cantidades ridículas por los bienes ejidales, desafortunadamente, en muchas ocasiones alentadas por los hijos varones. La deuda hacia las mujeres, en esta, como en las demás materias, sigue siendo profunda y los avances muy lentos, queda mucho por reflexionar y sobre todo por hacer.

 

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