¿Por qué nuestros naturales desacuerdos terminan en acaloradas e irracionales querellas? ¿Qué lleva a que nuestras comunes desavenencias conduzcan a agrias disputas y al estancamiento social en el que nos encontramos? Aventuraré una respuesta (y quizá una tímida vía de escape).
Nuestras sociedades, se dice con verdad, se encuentran severamente polarizadas. Es una consecuencia de las libertades de creencia, de expresión y de conciencia que protegen nuestras democracias liberales que se permita y fomente el desacuerdo. Sin embargo, en su cara positiva, podría afirmarse que las personas no estén de acuerdo con otras fomenta el libre mercado de ideas, el riguroso escrutinio racional de las posiciones personales o grupales, y promueve que las personas entren en contacto con creencias no consideradas previamente y con maneras de actuar que les son (al menos parcialmente) ajenas. Así, los desacuerdos parece que no deberían incomodarnos: forman parte de la configuración actual de las sociedades y nos exigen abandonar nuestra zona de confort. Pero hoy brilla con mayor luz la cara negativa de esta situación: las personas nos conformamos, tratamos de no destacar dentro del grupo o grupos a los que pertenecemos, e intentamos adecuar nuestras creencias, nuestros deseos, y nuestras expectativas personales a aquellas del colectivo. Cuando esto sucede, lo natural es que nuestras posiciones se vuelvan extremas: en un clima discordante buscamos convivir con aquellas personas que no se nos enfrentan, lo cual robustece nuestras ideas previas, como Cass Sunstein –profesor de la Escuela de Derecho de Harvard– ha defendido en sus publicaciones más recientes. La polarización, así, parece el resultado previsible de las dos caras de la misma moneda: por un lado, de una configuración social que fomenta el desacuerdo; por otro, de una tendencia natural de las personas a conformarse a los colectivos a los que pertenece.
Una opción frente al estado actual de las cosas es imprecar contra el disenso y la heterogeneidad social: el nacionalismo, la xenofobia, el sectarismo, el nativismo, el proteccionismo son reacciones ante la consideración de que la pluralidad y la apertura producen (y son por sí mismos) males sociales. En esta situación, resulta cuando menos ingenuo simplemente escribir loas y alabanzas a la diferencia (yo mismo lo hice hace algunos años). Quizá lo que toca sea primero comprender la situación que nos lleva hoy (y seguramente nos ha llevado antes) del desacuerdo a la querella, del disenso a la denostación y de la convivencia plural al antagonismo.
En primer lugar, ¿qué son los desacuerdos? Una manera de modelar un desacuerdo consiste en concebirlo como un conflicto de creencias (y quizá otros estados mentales, como los deseos y las preferencias). Si yo creo algo, estoy en desacuerdo contigo si tú crees que lo que creo es falso, o bien si suspendes el juicio al respecto. Otra manera de modelar el desacuerdo, dado que nuestra convicción en nuestras creencias es gradual, es decir que estamos en desacuerdo si no tenemos el mismo grado de convicción con respecto a la(s) creencia(s) en consideración. Los desacuerdos son situaciones epistémicas, lo que quiere decir simplemente que tienen que ver con diferencias referentes a nuestras creencias, la justificación que les otorgamos, el grado de convicción con el que las sostenemos, etc. Hasta este punto, el desacuerdo podría decirse que es algo natural y se puede deber a muchísimas cuestiones contextuales: a veces no disponemos de la misma evidencia, a veces no estamos entrenados para evaluar la evidencia de la misma manera, a veces respondemos sin demasiada reflexión a situaciones a las que nos enfrentamos, y otras veces nuestras creencias responden simplemente a nuestros prejuicios y preconcepciones. También, hay distintos tipos de desacuerdos: una distinción importante aquí es la que se da entre los desacuerdos genuinos y aparentes. No pocas veces creemos estar en desacuerdo, y después de una extenuante discusión, nos percatamos que no lo estábamos en primer lugar.
En segundo lugar, ¿por qué los desacuerdos suelen conducir a intercambios comunicativos agresivos, incivilizados y violentos? Una respuesta se encuentra en la manera misma en la que modelamos los desacuerdos: como conflictos. Aunado a ello, esos conflictos son interpretados dialécticamente desde una metáfora bélica: las discusiones son guerras, en las que hay ganadoras y perdedoras, en las que se atacan los puntos de vista contrarios, en las que se buscan puntos débiles de las oponentes, en las que se avanzan ofensivas, se protege la propia posición, se anticipan ataques, etc. George Lakoff y Mark Johnson consideraron esta metáfora como paradigmática de nuestros sistemas cognitivos: una que configura nuestros marcos conceptuales y orienta nuestras acciones. Así, no resulta sorprendente que la mayoría de las veces los desacuerdos (una situación epistémica) se enfrenten con algún grado de violencia, agresividad e incivilidad comunicativa (una situación dialéctica). Esto nos lleva a un primer círculo vicioso: la incivilidad comunicativa genera antagonismo y el antagonismo alimenta la incivilidad. Este propicia uno segundo: el antagonismo fomenta el estancamiento social, y el estancamiento social agudiza el antagonismo. ¿Existe alguna manera de escapar de esta preocupante situación?, ¿no podemos simplemente abandonar nuestro habitual proceder comunicativo?
Una lección ofrecida por los desarrollos de la lingüística cognitiva es que los marcos pueden modificarse y las metáforas pueden abandonarse. Eso no quiere decir que sea sencillo ni que el abandono sea tan simple como una mera toma de decisión ocasional. El primer paso consiste en comprender que concebimos tanto a los desacuerdos como a los intercambios comunicativos que estos suscitan de una manera inadecuada y dañina. Un segundo paso consiste en comprender que el desacuerdo no tiene porqué generar disputas agrias y acaloradas. Un tercer paso es pedagógico: debemos dejar de enseñarle a las nuevas generaciones que los desacuerdos son conflictos y las discusiones querellas. Debemos comenzar a hablar de los desacuerdos como oportunidades de mejora: formas mediante las cuales podemos perfeccionar la manera en la que creemos, que nos permiten abandonar creencias falsas y adquirir creencias verdaderas, que pueden orientarnos hacia la acción racional y que pueden coordinarnos socialmente. Debemos también comenzar a hablar de nuestras argumentaciones como colaboraciones: en las que nos comunicamos con la intención de construir en conjunto un sistema de creencias optimizado, y que éste servirá para las siguientes generaciones. Pero no sólo se trata de hablar diferente, sino de actuar diferente. Pienso que nos sorprenderíamos de lo mucho que puede lograrse en un intercambio comunicativo que nosotras asumamos colaborativo desde el inicio. La tarea final es comprender que ganar una discusión, en un sentido dialéctico, es perderla, en un sentido epistémico. Imponer nuestras creencias en interlocutoras reacias a cambiar su punto de vista nos priva de una ganancia mayor: una victoria común en la que todas las personas ganamos. En la argumentación no hay perdedoras, y en el mejor escenario, sólo ganadoras en una empresa común y colectiva.
Se puede ya intuir: la manera de salir del estancamiento social en el que nos encontramos radica en un pretendido cambio en nuestra manera de hablar y de actuar cuando nos enfrentamos comunicativamente ante un desacuerdo.