La suerte es una exacta catástrofe de aviones
Renato Tinajero
Desde sus inicios, el pensamiento occidental dio un lugar predominante a las bendiciones o a los azotes de la suerte. La vida humana –imagen harto repetida– es un barco en medio de una agresiva tormenta, en la que su destino no está en las manos de los avispados o torpes navegantes, sino en los de la impredecible bravura del viento y el oleaje. La suerte embiste a la vida de las personas robándoles el control sobre sus acciones, sus propósitos, sus pensamientos. Al despojarnos del control, nos convierte en objetos y dejamos de ser agentes. La idea de que tenemos el control del barco es fruto del pensamiento desiderativo: un ardiente deseo que se da de bruces con la (en ocasiones) amarga realidad.
Simone Weil considera –en uno de los pocos ensayos que conviene calificar de sublimes, sin caer en la hipérbole– que el tema de la Ilíada de Homero es la fuerza que nos objetualiza y nos roba el control de nuestros destinos: “El verdadero héroe, el verdadero tema, el centro de la Ilíada, es la fuerza. La fuerza manejada por los hombres, la fuerza que somete a los hombres, la fuerza ante la que se retrae la carne de los hombres. El alma humana aparece sin cesar modificada por sus relaciones con la fuerza, arrastrada, cegada por la fuerza de que cree disponer, encorvada bajo la presión de la fuerza que sufre”. Para Weil, la fuerza “es lo que hace una cosa de cualquiera que le esté sometido”, “transforma al hombre en piedra”, “borra toda vida interior”, “se impone sobre el alma como el hambre extrema” y “nadie la posee verdaderamente”. Esa fuerza está en manos de Týkhē, la diosa griega del azar, el destino y la fortuna. La Odisea, a diferencia de la Ilíada, es la historia de la soberbia tentando los designios de Týkhē.
Aristóteles no soslayó el papel de la buena suerte en el primer gran tratado ético occidental. En el capítulo noveno del primer libro de la Ética Nicomáquea, consideró las relaciones entre la felicidad y la buena suerte. Creyó que existían al menos dos maneras de ser felices, una superior a la otra: una por medio de la virtud, otra por medio de la buena suerte. Los griegos eran realistas: la felicidad no estaba al alcance de todas las personas. Se necesitaba de inteligencia teórica (o, al menos, práctica), suficiente dinero para no preocuparse por él, salud, amistades, incluso un grado mínimo de belleza física. Hay personas que no nacen con buena estrella. Pero quienes contaban con las condiciones mínimas, podían alcanzar la felicidad por medio del ejercicio de las virtudes: los medios de los que los animales humanos disponemos para hacer frente a los azotes de la mala suerte. La gran filósofa Martha Nussbaum ha examinado esto con detenimiento en La fragilidad del bien. Y es que esta imagen podría parecer desoladora, pero –piensa Nussbaum– son nuestra fragilidad y nuestra vulnerabilidad las que hacen bella a la vida humana, y quizá a la felicidad humana la envidia de los dioses.
Las primeras grandes creaciones institucionales humanas pueden leerse en esta clave: la polis y la religión. La ciudad-estado griega era el marco para afrontar comunitariamente a la mala suerte. Ésa parece ser la apreciación de Píndaro en Nemea (VIII. 41-44): “Necesitamos cosas muy diversas de aquellos a quienes amamos / sobre todo en el infortunio, aunque también el gozo / busca unos ojos en los que confiar”. Por su parte, el cristianismo institucional romano, fruto de la conversión de Constantito I, rehuyó al realismo griego: democratizó la felicidad humana prometiendo otra vida en la que habría justicia final por nuestras acciones terrenas. En otro marco conceptual y cultural resultarían enloquecidos los versos muy posteriores de Teresa de Jesús: “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”.
En la modernidad, los humanos iniciamos la creación de otra institución que prometía enfrentarse sin mitos ni ingenuidad a la mala suerte: la ciencia. En la Inglaterra, Francia e Italia del siglo XVII se fundaron sociedades para fomentar el intercambio de información, y para apoyar y evaluar el trabajo en las nuevas ciencias (de ellas, la más célebre hasta el día de hoy es la Royal Society of London for Improving Natural Knowledge). Estas sociedades permitieron la estandarización de las publicaciones científicas y la acreditación profesional, creando condiciones en las que la comunidad científica podía confiar en los informes de desconocidos, un proceso que finalmente condujo a la estructura institucional tan crucial para el funcionamiento de la ciencia profesional hoy. Una imagen celebratoria e instrumental de la ciencia empezó a consolidarse: “Una de las imágenes más perdurables, derivada de Bacon y de los estatutos de la primera Royal Society, y que persiste hasta el presente, ve a la ciencia como un medio confiable para acumular conocimientos útiles. El método científico comienza con observaciones, generalizando prudentemente a partir de ellas para producir conclusiones más generales. Los patrones que surgen de esta actividad se pueden aplicar para predecir y controlar el curso de la naturaleza de formas que mejoren la suerte humana” (Gillian Barker y Philip Kitcher).
Pero hoy lo sabemos, incluso si la ciencia nos permite domar hasta cierto punto la suerte, el fatum de la vida humana es su fragilidad, su vulnerabilidad. No hay nada que nos permita tomar el control total de nuestras vidas. Domar la suerte siempre es una aspiración, y siempre terminamos por darnos de bruces frente a los designios de Týkhē.
Quizá madurar sea aceptar esta inescapable -a veces dolorosa y otras bella- realidad humana. Aquí vale el consejo de Nassim Nicholas Taleb: “Empiece por reforzar su elegancia personal en el próximo revés de la fortuna que padezca. Muestre un sapere vivere en todas las situaciones. Vista sus mejores ropas el día de su ejecución (aféitese con cuidado); intente dar una buena impresión en el batallón de la muerte manteniéndose en pie, erecto y orgulloso. Intente no hacerse la víctima… Sea extremadamente cortés con su ayudante cuando pide dinero… Intente no culpar a los demás de su destino, incluso si merecen la acusación. Nunca muestre autocompasión… No se queje… La única cosa sobre la que la Dama Fortuna no tiene ningún control es su comportamiento. Buena suerte”. Los estoicos, quizá, tuvieron siempre razón.