¿Cuántas niñas y niños, se encuentran en incertidumbre por estar en algún albergue o institución de asistencia, derivado esto de la irresponsabilidad de sus ascendientes y que tampoco importa mucho a las autoridades? ¿Cuántas, su situación legal es irregular porque están abandonados o en medio de la disputa familiar? ¿Cuántos lugares similares operan en otras partes del país como Casitas del Sur de la ciudad de México? ¿Qué hace el Estado como garante de los derechos fundamentales de estas niñas y niños? Son tantos interrogantes ante los cuales no hay certidumbre.
En la conversación casual muchas personas nos preguntamos cómo es que tienen permiso estas asociaciones civiles o instituciones de asistencia privada, que no se puede asegurar que su funcionamiento cumple con las elementales reglas que aseguren el respeto a la dignidad humana de cientos de niños y niñas. El primer cuestionamiento es sobre qué méritos la autoridad les otorga permisos para que se instalen y soliciten apoyos económicos y por qué no ha habido vigilancia y revisión periódica sobre su funcionamiento o, si la hay, por qué se ha dejado pasar tanta irregularidad? Cómo se “pierden” y “desaparecen” estas niñas y niños hace meses o años y las autoridades no se enteran y sólo a partir de que se hace público algún caso como el de Ilse Michel empieza a salir a la luz pública tanta irregularidad y tanta impunidad que violenta los derechos humanos de estas niñas y niños. Esta desatención y exclusión tiene como origen que no se les considera como personas sujetas de derechos, sino como “menores” de los grupos vulnerables a los que hay que mandar a algún lado como si fueran cosa, objeto incómodo que no se sabe dónde poner.
Para colmo, no terminamos de sorprendernos con el caso de esta secta que ha encontrado como un negocio rentable “atender” a niños y niñas en situaciones vulnerables, cuando ha sido público el caso oprobioso de tortura criminal ejercida contra una niña y un niño por parte de sus propios familiares, en la delegación de Tlalpan, sustentado en fotos espeluznantes que evidencian estas escenas, que son más propias de un holocausto que de una democracia republicana fundada en garantías constitucionales que protegen los derechos fundamentales de todas las personas, sin discriminación de ningún tipo como base esencial del Estado de derecho.
Cada persona debiese mirar a su alrededor y ponderar cuántos casos conoce y observa como los acontecidos en Casitas del Sur o los niños torturados de Tlalpan. Escuchamos invocar al Interés Superior de la Infancia por parte de autoridades a lo largo y ancho del país, pero resulta demagogia frente a tanta ineptitud, simulación e impunidad.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos acaba de cumplir 60 años, y en su artículo primero señala que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Y abunda que toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición. Los preceptos de esta declaración que surge posterior a la Segunda Guerra Mundial, constituyen la base de la nueva organicidad de las naciones del planeta y de los tratados sobre derechos humanos, muchos de los cuales han sido aprobados por nuestro país. Un tratado vinculante es la Convención sobre los Derechos de la Niñez, que junto con los preceptos constitucionales y las leyes en la materia, constituyen el marco legal, que compromete a todo el Estado Mexicano. Y frente a estos hechos es necesario que cada persona de manera responsable asuma sus compromisos frente a una criatura que no puede ser explotada, lastimada y vilmente tratada con tanta crueldad y no pase nada. Estos maltratos crueles y degradantes, evidenciados, nos llaman la atención de que hay que recomponer a la sociedad, nos alerta sobre la descomposición social de algunas personas que son capaces de torturar y flagelar a un niño y andar por la vida como si nada. Y esta descomposición tiene como origen la falta de educación y reeducación en el respeto de los derechos humanos. Pero si las autoridades son omisas en su vigilancia de cómo se trata a la niñez que, por sus desventajas, tiene que ser separada de sus familias o se encuentran en situación de abandono o vulnerabilidad, el mensaje que se manda a la sociedad es que en cada lugar o familia se puede hacer con niñas y niños lo que sea, incluso matarlos.
Sólo para alertarnos de que debemos aprender de la historia reciente, porque así comenzó la cadena de feminicidios en Ciudad Juárez y en otros lugares del país. Siempre se comenzó con el asesinato de una mujer con nombre, apellidos, familia; con ojos de mirada intensa como ser vivo mirando hacia su futuro, y su crimen pasó a la historia de la injusticia y la impunidad. Como efecto dominó, una mujer tras otra; en esa ciudad fronteriza y en su capital, y en otros estados del norte, del Pacífico, del centro, del sur. Las mujeres, como las niñas y los niños, no como sujetos de derechos, sino como grupos vulnerables, ése es el fondo. Por eso yo debo equivocarme, que no son más de siete, que no pueden ser más de 10. Espero ver a Ilse, a esta niñita que hoy podría ser legisladora infantil en el parlamento de niñas y niños realizado año con año en el Congreso de la Unión. Espero que su abuela la quiera, la acaricie, la bese y le diga que la quiere mucho cuando la encuentre, que tenga la atención especializada para que pueda sobrevivir a sus penurias y traumas, pero, sobre todo, espero que las autoridades verifiquen cada día de su vida, cada semana, cada año para garantizar que efectivamente está bien.
En medio de estos graves trances, alarma que la respuesta del gobierno no es recomponer las instituciones y reestructurar el tejido social, sino sustituir a las autoridades civiles por miles de soldados por las calles y barrios, hoy en Ciudad Juárez.