Creo (como Barthes) que todo es susceptible de ser narrado; que todo, bien visto, es un entramado que se teje y desteje de manera infinita; creo también que la naturaleza de nuestra especie, nuestra esencia sociable y nuestras estructuras mentales, la complejidad que nos teje y teje a nuestro mundo puede reducirse, como lo hizo Propp con un centenar de cuentos, o como lo hizo Greimas abarcando a toda narración, a un número limitado de funciones, y a una sola ecuación con sus elementos constantes y variables.
Desde distintos enfoques biológico-mentalistas, Chomsky, Jackendoff y una serie de neurólogos (desde Wernicke hasta Geschwind) han dirigido su pensamiento hacia algo más o menos similar: lo que piensa el hombre, sus dudas, su felicidad, sus decisiones, sus enunciados se reducen a una serie de estructuras y de disparos eléctrico-químicos sucedidos en el interior del cerebro.
Filósofos que se interesaron en la lengua y la sociedad, como Foucault, Bordieu y Fairclough, ajustaron la mirilla de manera similar, en cuanto al enfoque reduccionista: todos los discursos que produce el hombre (y todo espacio social, toda cosa, es susceptible de ser visto como un ente discursivo) se reducen a una cuestión de poder; y aquí vuelvo al esquema narrativo de Greimas: la manipulación es el poder de otro ejercido en mí; la competencia la adquisición de un poder; la actuación el ejercicio personal del poder; y la sanción un nuevo ejercicio de poder de otro que recae sobre mí.
Todas las sociedades -como todos los hombres si se busca punto de comparación- cuentan con un esqueleto equivalente. Los sentimientos, pensamientos y palabras son vistos como un cúmulo de destellos dentro del cerebro; las relaciones, instituciones, gobiernos, asociaciones y toda relación social, como un performance cuyo fin es la adquisición de poder, para alcanzar un objeto de deseo.
No creo exclusivamente en lo anterior; hacerlo me llevaría a una pobreza imaginativa y espiritual pasmosa. Respeto a quienes se han encerrado en un cuadrado estructural, en un contadísimo número de neurotransmisores trabajando mecánicamente en una asociación estímulo-respuesta; mas siento que se han constreñido tanto que han tirado por la borda, como variables sin importancia, aquellas cosas que recubren al esqueleto que estudian: lo nutritivo, distinto, particular; lo que hace a cada ser y a cada relación social única; lo que construye y renueva al mundo; lo que hace a la literatura literatura y no una simple lista de funciones; lo que hace a la vida de cada ser humano una vida distinta de la de todos los demás.
Sería aberrante pensar que la mezcla de determinadas sustancias químicas, en una cantidad determinada, produciría siempre al Quijote; absurdo también decir que esta novela sea lo mismo que otra digna del basurero, sólo porque en ambas es aplicable la misma fórmula narratológica. Tampoco es posible caer en el extremo contrario: remitirnos a una visión puramente experiencial; decir que todo es peculiar y que, además, cada momento se renueva; que para cada quien emerge un mundo exclusivo completamente distinto al de los demás, y distinto al mundo propio que emergió ante uno mismo ayer o anteayer. Pensar de esa forma imposibilitaría nuestra labor clasificatoria, anularía nuestra capacidad de nombrar y, por lo mismo, de poner en común, de comunicarnos.
La virtud del lector está en el punto medio, en un híbrido que comprende a la estructura en la experiencia, y viceversa. No podemos negar que compartimos códigos y estructuras base, ni ignorar la individualidad y la capacidad de crear e interpretar a partir de ellos. La labor del crítico, de arte sobretodo, debe situarse en este punto medio entre lo empírico y lo imaginativo; entre constantes y variables, para ocuparse desde ahí de las manifestaciones humanas y distinguir en ellas lo valioso de lo desechable.