El licenciado Humberto Pérez Macías fue un hombre íntegro. Cumplió ya dos años de muerto y me parece que escribir algunos pensamientos sobre él, que expresé el día de su sepelio, es hacerle un reconocimiento merecido a un aguascalentense por adopción que sirvió entrañablemente a su tierra. Era agnóstico y pidió que en su funeral no se dijeran plegarias ni se enviaran flores.
Lo conocí personalmente en 1975, a sus 47 años él, y yo a mis 24. Fui a visitarlo en sus oficinas de Ferrocarriles Nacionales de México, en el Distrito Federal. Entonces ya estaba yo enamorado de mi esposa y, de litigante eventual, quería pasar a asalariado, y con ello tener un ingreso estable que me permitiese sostener un hogar. Sabía que mi padre había tenido un detalle con su familia al permanecer, como guardián, al lado del cadáver de su suegra, al final de un viaje a México por ferrocarril, durante el que ella falleció, hasta que llegaron sus familiares, y que esa atención era muy agradecida por ellos.
En tal virtud y habiendo sido mi preferencia profesional el derecho laboral, en ese tiempo tomó posesión como secretario del Trabajo, el licenciado Carlos Gálvez Betancourt, y con él, su eterno secretario particular, licenciado Joel Pedroza, cercanísimo amigo de Pérez Macías, por lo que me dije, es el momento de pedirle una recomendación para ingresar a tan conflictiva cuanto atrayente Secretaría. No fue necesario pedirla, pues al recibirme, el licenciado Pérez Macías hizo de inmediato referencia a su agradecimiento con mi padre y, sin más preámbulos, comenzó a interrogarme sobre mi conocimiento en varias materias para luego decirme que esa mañana, había desayunado con un secretario particular de un secretario de Estado quien requería un secretario auxiliar que podía ser yo.
Me pidió volviese a la mañana siguiente y, sin recibirme, su asistenta me entregó una tarjeta para presentarme con el licenciado Joel Pedroza, quien de inmediato me puso a contestar diversa correspondencia del secretario del ramo. Sin embargo, al poco tiempo, me llamó Pérez Macías y me comunicó se le había nombrado director jurídico de la dependencia laboral y que, como era mano, dijo, deseaba nombrarme su asesor, lo que con gusto acepté. Desde entonces mi vida se unió a la de él, unas veces en lo oficial y siempre en lo personal.
Le conocí pues, de cerca, y puedo afirmar que fue un hombre íntegro.
Honrado, enérgico, incansable, jurista capaz, político amantísimo de su tierra, amigo sincero, caballero, charlista incansable, publirelacionista y hombre disciplinado –seis meses al año fumaba, los otros seis no-, fueron algunas de sus virtudes y características. De sus defectos, como alguien dijo, que hablen otros, no yo. Diré, eso sí, que tenía fobia por volar en avión, misma que, unas pocas veces, venció. No pude verlo poco antes de morir porque, precisamente, no tuvo capacidad de abordar un avión que lo traería de Monterrey aquí, en un viaje que se esperaba de reanimación.
Sé que comenzó en esta ciudad el ejercicio de su carrera de abogado. Nunca dejó que se quitase su anuncio: “Humberto Pérez Macías. Abogado Postulante” puesto al frente de su oficina en Juan de Montoro.
Cronológicamente, fue juez, abogado en jefe del IMSS, dos veces apoderado General de Ferrocarriles Nacionales de México, miembro de los Consejos de Administración y Comités Técnicos de “Empresa Mexicana de Transporte Multimodal”, “Fideicomiso Hogares Ferrocarrileros” e “Instituto de Capacitación Ferrocarrilera”, director Jurídico de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, representante del gobierno aguascalentense en el DF, procurador General de Justicia del Estado, y delegado estatal de la citada Secretaría del Trabajo.
Su carrera de servidor público terminó con el inicio del sexenio de Felipe González, por el rencor de éste, decía Pérez Macías, a raíz de la investigación que por acopio de armas en sus bodegas, le hizo como procurador, en el periodo del ingeniero Barberena, al entonces abarrotero.
Era hombre de convicciones. Por ello, al final del periodo del ex gobernador Enrique Olivares Santana, participó en un movimiento inusitado dentro del priismo, en el que la cabeza fue el ilustre aguascalentense Don Manuel Moreno Sánchez. A tal movimiento, fraguado en el Hotel París, se le conoció como La Coalición y tenía como fin, –frustrado-, detener el continuismo del régimen en la persona del Doctor Francisco Guel Jiménez, a quien se pretendía hacer candidato a gobernador.
Como hombre enérgico, una de sus muestras me marcó. Supe, que siendo apoderado de Ferrocarriles Nacionales de México y encontrándose aquí, fue un sábado al antiguo aeropuerto a recibir a alguna persona del DF, y de lejos vio bajar del avión a su jovial secretario particular. Mas tarde, al llamar a su secretaria María Cecilia y pedirle las novedades, ella le informó que su citado colaborador se había reportado enfermo. Al lunes siguiente, y de nuevo en su trabajo, remitió sin consideración a su secretario al archivo de la dependencia, como nueva adscripción y checando tarjeta, por la mentira inferida. Desde entonces, creo nunca haberle mentido y en general procuro no hacerlo, en contrapartida a mis múltiples defectos.
Militó al lado político del dirigente ferrocarrilero Don Luis Gómez Z., de quien espero hablar en próxima ocasión, y me consta que, cuanta oportunidad había de favorecer a Aguascalientes con algún programa público, vinculado o no a Ferrocarriles, procuraba su aplicación.
Nunca se preocupó por atesorar un capital. Vivía bajo el principio de ser productivo y que dicha productividad, procurara su sustento.
Previo a un tumor cerebral maligno que lo alejó para siempre de nosotros y de su viuda Doña Carmen Laura, quien le sobrevivió sólo unos pocos meses, y de sus hijas Carmen Laura y Ana Cristina, hace unos 37 años fue víctima del virus William Larrey, que lo paralizó casi por completo. Pero su fervor por la vida y férrea voluntad, hizo posible su rehabilitación total.
A veces creo que nos hace falta. Dios guarde su alma, la tierra su cuerpo y nosotros su recuerdo.