Shostakóvich, la música y la paz... - LJA Aguascalientes
22/11/2024

APRO/Julio Scherer

 

Julio Scherer García puso su mirada periodística en el compositor y pianista soviético Dimitri Shostakóvich, quien visitó México a mediados del siglo pasado. Entonces reportero de Excélsior, Scherer vio publicada en ese diario, el 24 de noviembre de 1959, la entrevista en la que, a partir de su ojo crítico, volvió humano, cercano y cálido a un monstruo icónico de la música. Años después, el 17 de abril de 1973, el ya director de aquel rotativo publicó la crónica de su visita a Moscú para hablar de nuevo con ese artista gigante de la Unión Soviética. Ambos textos se reproducen a continuación como homenaje al fundador de Proceso, a seis años de su partida:

 

La música mexicana es extraordinaria, sobre todo en sus manifestaciones populares, dijo ayer Dimitri Shostakóvich.

En pantuflas, con los picos de la camisa vueltos hacia arriba, la corbata mal anudada y un aire de absoluta despreocupación por su aspecto exterior, habló con Excélsior.

Su voz tiene tonos acariciadores. Es musical y suavemente manejada. Dos arrugas que son como dos cortes profundos que se inician a uno y otro lados de la nariz y terminan a la altura de las comisuras de los labios, imprimen un gesto especial a su rostro, de tez blanca y resuelto en líneas y angulosidades enérgicas.

Sonríe con frecuencia. Pero da idea de que sonríe solamente con la boca, como si fuese independiente del resto de la cara. Los ojos de color verde, tienen una fijeza que no pasa inadvertida y que lleva al convencimiento de que este hombre, conocido en el mundo entero, vive en continua introversión, muy ajeno a cuanto le rodea.

A su lado, Dimitri Kabalevski, otro de los grandes compositores rusos contemporáneos, ofrece un contraste perfecto: Es alto y espigado y no de estatura media y macizo, como Shostakóvich. Ríe con los labios, con los ojos, con el rostro mismo. Es extrovertido y se manifiesta en grandes ademanes, carcajadas sonoras, tonos altos y bajos en la voz y una alegría que resulta contagiosa.


Hay algo, sin embargo, que lo iguala con Shostakóvich: la indiferencia por su aspecto exterior. El traje gris que viste es viejo; uno de los botones del saco se saltó hace mucho tiempo y no ha sido sustituido. La corbata de grandes rayas en diversos tonos de gris es también muy vieja. Se advierte luida a la altura del nudo que se cierra sobre el cuello.

Kabalevski afirma que su viaje a México se justificará si logran establecer ligas estrechas con los artistas de nuestro país. Es la razón esencial de su estancia aquí. Lo es a tal grado que no han fijado fecha de regreso, pues todo está sujeto a sus conversaciones, a su encuentro con los más importantes representantes de nuestra música.

Alguien dice, en la suite del hotel que ocupan los rusos, que en Moscú se escucha, y con frecuencia, la canción mexicana Cielito lindo. Kabalevski sonríe. Hay un gesto de felicidad en su cara larga. Los labios dejan al descubierto unos dientes finos y estrechos, que en un momento recuerdan los de las ardillas.

“Es verdad –dice–. En Moscú admiramos y gustamos mucho de la música popular mexicana”.

Shostakóvich, serio, asiente.

 

Dejaría de ser artista

Una bella mujer española sirve de intérprete en esta entrevista. Estuvo 19 años en Rusia a raíz del éxodo de muchos de sus compatriotas que se repartieron en Francia, en México, en la Unión Soviética.

Habla con tal claridad Shostakóvich que se antoja que con pocas lecciones podría seguírsele en la conversación. Las palabras se advierten separadas una a una. Mientras responde a las preguntas que le son formuladas, se concluye que podría ser, sin esfuerzos, un maestro de dicción.

–¿Tiene predilección por alguna de sus composiciones?

No. Shostakóvich no tiene predilección por ninguna. Contesta con un proverbio ruso, que dice que “para ningún padre hay hijos jorobados”.

“A todas mis obras las quiero por igual”, añade. Reconoce defectos en ellas, grandes, muy grandes y pequeños. Pero ello no le mueve a repartirlas en categorías dentro de su espíritu.

“El día que tuviera predilección por alguna de mis obras acabaría como compositor”.

Shostakóvich cambia de postura continuamente. Ahora se recarga, ahora se sienta en el borde mismo del sillón. Cruza una pierna, cruza la otra. Se pasa la mano por el rostro, la coloca enlazada con la otra sobre el abdomen. De pronto se para y contempla, desde los grandes ventanales de su hotel, la avenida Juárez. E intempestivamente regresa presuroso a su lugar.

Habla del arte musical en Rusia. Y ofrece estos datos: Los conciertos son muy numerosos. La vida artística no decae en todo el año y alcanza gran intensidad. Sólo en Moscú hay cuatro orquestas sinfónicas. También hay cuatro teatros para representaciones de ópera. Hay legiones de estudiantes en los conservatorios. Y son numerosísimas las escuelas musicales en las que no se omite nunca la enseñanza de materias culturales de todo tipo.

Esta vida artística no es exclusiva de Moscú. La hay en todas las grandes ciudades de la Unión Soviética. Y Shostakóvich distiende sus labios finos para agregar:

“En las aldeas también tenemos escuelas musicales”.

 

El amor al pueblo

Dimitri Shostakóvich, en cuyo interior bullen ya los temas musicales de su decimasegunda sinfonía, habla de las ideas que impulsan su arte. Expresa: “Al compositor soviético le inspira en su trabajo el amor a su pueblo”.

Kabalevski lo interrumpe. Acerca el cuerpo de más de un metro ochenta y cinco centímetros, como para hacerse oír mejor: “Naturalmente, todo se desarrolla a través de la vida personal, aparte de los grandes ideales”.

Sonríe. Sus dientes de ardilla resaltan en esa cara pletórica de buen humor: “La gran felicidad del artista, creemos nosotros, se obtiene cuando los intereses personales coinciden con los intereses generales; cuando no es así, se vive un drama”.

 

Primer ensayo en Bellas Artes

A la una de la tarde, Kabalevski y Shostakóvich habían tenido el primer ensayo con los músicos de nuestra Orquesta Sinfónica Nacional, en el Palacio de Bellas Artes.

Habían sido horas de un esfuerzo sostenido. La tensión, empero, se había aflojado y nuestros músicos rodeaban materialmente a los maestros rusos. Casi todos tenían un papel y un lápiz en la mano. Y urgían a uno y a otro para que les escribieran algunas líneas y, sobre todo, para que estamparan sus firmas.

Los artistas soviéticos sonreían a todos. Durante minutos y minutos no hicieron otra cosa que garrapatear sus nombres.

–¿Qué impresión les ha causado la orquesta? 

–Muy buena.

–¿Podrán interpretar correctamente la música rusa contemporánea?

–¿Por qué no?… Nosotros creemos que sí.

Y la prueba será hoy. Gouk, el director de orquesta que integra el trío de artistas rusos que nos visitan, interpretará un concierto dividido en dos partes. Uno estará dedicado a Shostakóvich; otro, a Kabalevski. Y se ejecutará una de las sinfonías cumbres del primero: la número 5.

Poco después de las 13 horas, los compositores abandonaban el Palacio de Bellas Artes. Descendieron por las escaleras de servicio, sucias y un tanto lúgubres. Los seguían, ávidos, los ojos de nuestros músicos. Había un grupo de niñas de la Universidad Motolinía –niñas de cinco, de seis años– que algo aguardaban en las afueras del escenario. Hablaban todas a la vez y las risas infantiles transportaban la imaginación a un recreo escolar.

De pronto se dejó escuchar la voz grave y dominante de una maestra: “Niñas… ¡el señor Shostakóvich!”.

Y se hizo el silencio, un silencio nervioso. Muchas caritas se volvieron hacia arriba para contemplar el rostro del compositor, quien descendía presuroso seguido por Kabalevski. En su recorrido acarició algunas cabezas y sonrió con esa “su sonrisa seria”.

No hubo quien no reparara en su indumentaria descuidada, casi sucia, en esos picos del cuello de la camisa. A una niña le llamaron la atención, sobre todo, los zapatos relucientes del compositor, los que hacían que destacara aún más el abandono en el cuidado exterior de uno de los hombres más prominentes en el mundo musical de nuestro siglo.

Ya en la calle, los compositores fueron guiados a un automóvil con placas diplomáticas.

Un intérprete dio a conocer que Shostakóvich había respondido a algunas preguntas que se le habían formulado minutos antes. Una de ellas se refirió a sus obras en gestación. Hay una que bulle en su cabeza: la decimosegunda sinfonía, que estará inspirada en la revolución de octubre de 1917.

“Empiezo a trabajar en ella con gran emoción, por la importancia del tema que encierra”, había dicho.

 

El sonido 13 no es música

En otra atmósfera, en el hotel, Kabalevski se iba haciendo poco a poco de la conversación.

Shostakóvich se encerraba en una especie de mutismo. Era claro que las fuerzas de la introspección prevalecían poco a poco en su espíritu y lo apartaban de las preguntas y respuestas que se sucedían. Miraba sin ver. Sonreía con cordialidad, pero con una especie de ausencia. Estaba lejos.

Kabalevski, en cambio, bullía en su sillón. Desbordaba afecto. Se mostraba atento e interesado hacia todo lo que iba ocurriendo. Hablaba con los brazos en el aire, como si estuviera en el podio. Chispeaban sus ojillos. Veía a la hermosa intérprete, al reportero. Cuando escuchaba, entrelazaba una con otra sus largas manos, como para evitar que se agitaran en el aire.

“No se puede hablar de un panorama general en la música”, decía.

Y explicaba por qué:

Nunca ha habido una diversidad tan grande en el arte, como ahora. La riqueza de direcciones en la música es excelente, pero tiene también aspectos negativos. Uno de ellos es que se aceptan como tendencias musicales corrientes que no lo son. “Y esto empobrece a la música”.

Kabalevski menciona algunos casos: La música electrónica, la música concreta, “que no son música ni arte”.

Anticipa, en una carcajada, esta broma: “Claro que se pueden utilizar, con cierto interés, como ruidos para la radio y televisión. Pero no para el arte”.

Hay otra dirección a la que no concede crédito. Es la llamada “dodecafónica”, que recibe ese nombre por los 12 sonidos que la integran.

–¿Y el sonido trece?

La respuesta es inmediata. No hay titubeos. Es la convicción plena, libre, que habla en esos momentos: “No es arte”.

Kabalevski dice luego, con la misma espontaneidad, que muchas de estas corrientes desempeñan sólo una misión: “Estropean el gusto de jóvenes aún no formados en sus inclinaciones artísticas”.

 

Ahora interroga Dimitri Kabalevski

Ahora interroga el maestro Kabalevski. Se interesa por todo lo que tiene que ver con nuestro movimiento artístico. Escucha con satisfacción que los conciertos que aquí se ofrecen suelen elaborarse con una tendencia marcada: equilibrio entre la música clásica y la música contemporánea.

“Es justo. Está muy bien”. E inclina y levanta la cabeza en repetidos ademanes de asentimiento.

–¿Y la ópera?

Se evidencian hechos. Es raquítica. Y, sobre todo, las obras no se interpretan en español, lo que las vuelve incomprensibles para el no iniciado y muy lejanas para quien está familiarizado con ellas.

Kabalevski, todo naturalidad, no oculta su pensamiento: “Lo que hay que hacer, en primer lugar, es traducir las óperas al español, Yo sé que es muy difícil. Pero hay que hacerlo”.

 

Su viaje a los Estados Unidos

“Esperábamos que nos acogieran bien.”

Kabalevski habla por él y por Shostakóvich. Alarga la pausa. Sabe que el trato entre rusos y estadounidenses es un tema de máxima actualidad. Y se solaza, en una actitud que encierra una mezcla de buen humor y sana ingenuidad, a que se avive el interés.

“Sí –repite– esperábamos que nos acogieran bien en los Estados Unidos, pero quedamos encantados con las muestras de aprecio de que fuimos objeto”.

Tienen un extraño sonido estos sustantivos en los labios que sólo hablan en ruso: Nueva York, Washington, Baltimore, Los Ángeles, San Francisco y otras ciudades que recorrieron en una gira de semanas.

“Nos emocionó el pueblo estadounidense. En todos lados encontramos verdaderas ansias de paz. La vimos entre la juventud, en la clase media, entre millonarios.

“Participamos en muchos conciertos. Las ovaciones estallaron invariablemente al término de las audiciones sinfónicas”.

Kabalevski se despoja de lo que pudiera aparecer como un gesto de vanidad: “Estamos convencidos de que nos recibieron así y nos trataron con tanto afecto, por ser representantes del pueblo soviético”.

La bella española traduce estas palabras con evidente placer. En sus labios se dibuja una sonrisa que expresa satisfacción y, quizá, algo mucho más hondo: orgullo.

Sobre México, unas cuantas palabras: “Podemos decir muy poco, porque acabamos de llegar. Pero nos emocionó, hasta las lágrimas, la recepción de que fuimos objeto en el aeropuerto. Fue algo que será muy difícil olvidar”.

Y una reiteración: “La música popular mexicana es extraordinaria. En toda la Unión Soviética es muy querida”.

Las manos de Shostakóvich

Shostakóvich se retira. Una llamada telefónica le acaba de recordar algunos compromisos.

Se despoja de las feas pantuflas cafés que no le abandonan a lo largo de la entrevista y calza sus zapatos negros relucientes, que en su forma recuerdan a los que usan los soldados norteamericanos.

Da disculpas y se despide.

Al hacerlo entrega una mano que ofrece singulares contrastes:

Es blanca. Y es tersa, como la mano de una mujer. Pero las puntas de los dedos son chatas y los mismos dedos, gruesos. Recuerdan las manos de un obrero. La palma también es ancha, propia de un trabajador. Las uñas se ven descuidadas. Es seguro que Shostakóvich no ha conocido en su vida lo que es una manicura.

Kabalevski habla ahora, con entusiasmo, de la Exposición Soviética: “Creemos que va a tener gran importancia porque en ella se refleja el hombre de nuestro pueblo, que vive de su trabajo y para su trabajo. No hay aspiración bélica de ninguna especie en la Unión Soviética. Hay la lucha por la paz”.

Le gusta el tema. Habla con calor. En una frase sintetiza una serie de ideas coincidentes: “Todo el arte soviético va dirigido a esa misma finalidad: la paz”.

Kabalevski pide disculpas por referirse, en seguida, a un pasaje de su vida personal. Es sencillo y piensa que puede ser elocuente en cuanto que confirma sus anteriores expresiones:

Compuso una ópera que se llama La familia de Taras. Es una obra que en estos días se representa en los 20 teatros de ópera que hay en la Unión Soviética.

Tiene su fuente de inspiración en un libro de Gorbatov llamado Los indomables, cuyos motivos literarios son los siguientes:

Una familia vive en un pueblo pequeño que es ocupado por los alemanes, en tiempos de la guerra. Un hombre maduro tiene varios hijos cuyas vidas van siendo la razón de ser de la obra, tanto de Gorvatov como de Kabalevski .

Es, en suma, la presentación de diferentes reacciones humanas ante la invasión, encarnada cada una de ellas en uno de los miembros de la familia Taras.

La idea final es que esos jóvenes no se doblegaron, no obstante que tuvieron infinitas penalidades. Y no se doblegaron porque “veían al mundo de mañana, en paz. Contemplaban una aurora luminosa…”.

Kabalevski parece emocionado. Guarda silencio unos instantes, con los ojos viendo al suelo.

“Es la misma idea que desarrolla Shostakóvich en su sinfonía sobre el sitio de Leningrado.”

Sigue Kabalevski:

“Es el mismo tema de mi oratorio Leyenda de la tierra rusa: en los momentos en que Stalingrado está a punto de caer, una fuerza enorme levanta a los hombres y los impulsa a una victoria en pos de esa aurora por la que todos soñamos: la aurora de la paz.”

Hay libertad de creación

Niega el artista que no exista libertad de creación en la URSS.

Dice: “Muchas veces se habla de los creadores soviéticos y se dicen cosas que no tienen nada que ver con la realidad. El Estado proporciona grandes sumas para que ellos puedan trabajar, pero eso no significa que no exista libertad de creación.”

Añade que para demostrarlo basta reflexionar en las obras de los compositores rusos contemporáneos. Ahí están, plasmadas en notas, muchas corrientes y muchos móviles de inspiración.

Habla de obras diversas. Cita buen número. Entre las más conocidas, su suite sobre Romeo y Julieta y el ballet Espartaco de Kachaturian.

“¿Cómo se puede hablar de imposición del Estado? ¿Cómo se puede hablar en esos términos, cuando los artistas soviéticos están completamente libres de preocupaciones de esa especie?”

Medita unos segundos. Y cierra su pensamiento con esta frase: “La única preocupación del artista soviético es crear”.

El Ministerio de la Cultura, ciertamente, no ayuda a todos. No ayuda, por ejemplo, a los artistas jóvenes que, sin haber aún demostrado las excelencias de su inspiración y sus capacidades técnicas, se quieren lanzar a una obra de gran envergadura, como pudiera ser una ópera.

Pero ahí está, para compensarlo, para evitar que haya frustraciones, la Unión de Músicos Sinfónicos.

Kabalevski continúa hablando. Lo hace ahora con gran pasión, y notamos que, por vez primera, no sonríe: “Ahí está la Unión de Músicos Sinfónicos que ayuda a los jóvenes creadores”.

Explica que los someten a prueba, los lanzan a su máximo esfuerzo y destinan parte de sus fondos a facilitarles la composición de su obra.

“Y si esta es buena, se lleva al Ministerio de la Cultura… ¡y adelante!”

El compositor soviético afirma finalmente: “Hay algo que une a los artistas de la URSS: la ambición de revelar la vida de nuestros días. Es el deseo común: poder “agarrar” el ambiente cotidiano, valga la expresión, tal cual es, sin mentiras ni falsificaciones.”

Y pide que se crea en su sinceridad, pues “he hablado con el lenguaje de la verdad”.


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