Con España derrotada, la Compañía Británica de las Indias Orientales acaparó el comercio y multiplicó el tráfico de opio a tal grado, que en 1839 el emperador chino comisionó a Lin Hse Tsu para que erradicara de una vez por todas aquella droga que los ingleses bautizaron “con el acrónimo GOM (God’s Own Medicine: ‘la propia medicina de Dios’)” mientras los chinos la llamaban “o-fu-jung (‘veneno negro’…)”
Internamente, Tsu prohibió a la población el consumo de opio; en el terreno diplomático, envió una carta a la reina de Inglaterra exhortándole a cancelar aquél tráfico criminal; pero como a la cristiana Victoria I lo que le interesaba era el negocio de la “honorable” corona británica y no la salud del pueblo chino, declinó la petición. Entonces Tsu incendió la droga almacenada por los traficantes ingleses y los expulsó. Esto provocó la cólera del Imperio Británico, que con el pretexto de proteger los intereses de sus mercaderes, inició la primera “guerra del opio”.
Perdida la guerra por China, Gran Bretaña le impuso condiciones humillantes obligándola a pagarle “compensaciones de guerra”, a abrir varios puertos al comercio y a cederles el de Hong Kong a perpetuidad; no se incluyó el contrabando del opio, pero ni falta que hacía porque de hecho se incrementó. Esto, firmado en 1842, recibió el absurdo nombre de “Tratado de Nanjing”; absurdo, porque un tratado se establece sobre bases de reciprocidad y no de abusiva coacción; pero había que guardar las apariencias en la “culta” y “moral” Europa.
Este trofeo de guerra “…generó un estímulo para que más mercaderes fueran… desde Estados Unidos e Inglaterra. Muchas de las grandes fortunas de Estados Unidos fueron basadas en este narcotráfico que era encubierto, pues decían que se comerciaba con té o tabaco. Se le llamaba… Far East Trade.” (Comercio del Lejano Oriente). Francia, Rusia y Japón empezaron a merodear también.
El debilitamiento del gobierno imperial y el descontento reinante por el dominio extranjero provocaron una guerra civil conocida como la “Rebelión Taiping” (1851-1864), uno de cuyos propósitos consistía en erradicar el tráfico del “…opio, los juegos de azar, el tabaco, el alcohol, la esclavitud y la prostitución” y eso no podía permitirlo el Imperio Británico, pretexto que aprovechó para lanzarse a la segunda “guerra del opio” (1856 a 1860) aliada con Francia.
Nueva derrota y nuevos “tratados” aberrantes: el de Tientsin de 1858 y otros, dejaron a China en la ruina total, pues aparte de nuevas imposiciones económicas, la obligaron a “permitir” que los extranjeros viajaran, radicaran y adquirieran propiedades libremente en el interior; a abrir otros diez puertos al comercio “occidental”; a “ceder” territorios a Rusia y -lo más perverso y repulsivo- a “otorgarles” el derecho de difundir el cristianismo, al mismo tiempo que “autorizarles” el envilecimiento abierto de la población, al transformar el contrabando de opio en comercio legal y por tanto “decente”.
La masacre fue espeluznante, pues entre la rebelión Taiping y la segunda guerra del opio, le costó al país 20 millones de muertos según unos y hasta 50 millones según otros (en todo caso la estimación menor es casi el triple de la población total de México en esa fecha y el doble de los muertos resultantes de la primera guerra mundial concluida en 1918).
Finalmente, una vez cumplido el objetivo de contribuir a la construcción del primer imperio global con tinte capitalista, la Compañía Británica de las Indias Orientales desaparece en 1874, pero el arma secreta española del opio -ya no contrabandeado sino militarmente impuesto como monopolio real- siguió funcionando exitosamente en manos de la “cristiana” corona británica y sus convidados, los no menos “cristianos” franceses, rusos y estadounidenses.