… even if we act to erase material poverty,
there is another greater task:
it is to confront the poverty of satisfaction
—purpose and dignity— that afflicts us all.
Bobby Kennedy, 18/III/1968.
Ochenta días antes de morir, Bobby F. Kennedy vistió la Universidad de Kansas. Rebosaba esperanza; apenas dos días antes, el joven senador por el estado de Nueva York había anunciado que pelearía por la candidatura del partido demócrata por la Presidencia de Estados Unidos. Cinco años atrás, Robert Francis Kennedy, originario de Brookline, Massachusetts, despachaba como Procurador General de su país cuando el presidente en turno, su hermano mayor, John F. Kennedy, fue asesinado en Dallas, Texas (22/XI/1963).
Aquel 18 de marzo cayó en lunes; despuntaba el arrebatado año de 1968. El fin de semana anterior, en My Lai, tropas norteamericanas habían masacrado a centenares de civiles vietnamitas, muchos de ellos niños y ancianos. A la mañana siguiente, el martes, un montón de alumnos de la Universidad de Howard, en Washington, D. C., armó algo nunca antes visto en suelo estadounidense: una protesta estudiantil, en esta ocasión inaugural en contra de la guerra de Vietnam —en la que ya peleaban cerca de medio millón de ciudadanos estadunidenses—, y de la segregación racial en su propio país… By the way, menos un mes después, el 4 de abril, en Memphis, Tennessee, sería ultimado Martin Luther King. En Checoslovaquia, el movimiento civil que pasaría a la historia como la Primavera de Praga se hallaba en pleno apogeo. El mes previo, el 20 de febrero, en Roma y Venecia los carabinieri habían disuelto con gases lacrimógenos manifestaciones de universitarios italianos. El 8 de marzo estalla la Aliyá de Polonia, una cadena de protestas de estudiantes e intelectuales contra el gobierno comunista. El viernes de la misma semana en que RFK estuvo en Kansas, un grupo de estudiantes franceses tomó las instalaciones de la Universidad pública de Nanterre, hecho que preludiaría el Mayo de París. Aquí en México todavía nadie se imaginaba la eclosión juvenil que estaba a punto de ocurrir, pero la contracultura se respiraba ya por todos lados… Editorial Diógenes publica Pasto verde de Parménides García Saldaña, a principios de abril se estrena Planet of the Apes, una película que predice el colapso de la civilización, y en mayo John Lennon termina de escribir Revolution… “Los movimientos de 1968 plantearon un desafío a las cuatro tiranías [que conforman la Megamaquinaria]: la tiranía del mercado; la violencia física del Estado; el poder ideológico de los medios de comunicación, las escuelas y las universidades, y la tiranía del pensamiento lineal, la tecnocracia y la idea del dominio total sobre la naturaleza —explica Fabian Scheidler en su libro The End of the Megamachine: A Brief History of a Failing Civilization (2020)—.
Kennedy fue recibido con ovaciones por los estudiantes de la Universidad de Kansas. Las expectativas eran enormes y con su discurso las rebasó sobradamente. Hoy día, más de medio siglo después, buena parte de lo que dijo aquella ocasión sigue siendo vigente…, más ahora después del prolapso del neoliberalismo… Entró al meollo del asunto hablando de la pobreza imperante en los guetos afroamericanos —entonces se decía the black ghetto—, y en general del problema de la desigualdad económica… “Si estamos unidos por una preocupación común por los demás, tenemos ante nosotros una prioridad nacional urgente. Debemos comenzar a poner fin a la desgracia de esta otra América”. La desgracia de los desposeídos. Sin embargo, y aquí viene el punto central de su argumentación, señaló que el asunto no se reduce a la dimensión económica: “…incluso si actuamos para borrar la pobreza material, hay otra tarea mayor: enfrentar la pobreza de la satisfacción, la pobreza de propósitos y de dignidad que nos aflige a todos. Parece que demasiado y por demasiado tiempo hemos entregado la excelencia personal y los valores comunitarios a la mera acumulación de cosas materiales”. Y enseguida el senador se fue duro al dato duro, al dato macroeconómico, para hacerlo trizas: “Nuestro Producto Nacional Bruto —Gross National Product— cuenta la contaminación del aire, la publicidad de cigarrillos y las ambulancias para limpiar nuestras carreteras de la carnicería. Cuenta las cerraduras especiales para nuestras puertas y las cárceles para las personas que las violan. Cuenta la destrucción de los árboles y la pérdida de nuestra maravillosa Naturaleza por la expansión caótica. Cuenta el napalm y las ojivas nucleares y los carros blindados para que la policía luche contra los disturbios en nuestras ciudades. Cuenta el rifle de Whitman…” —se refiere a Charles Joseph Whitman, un exmarine que en 1966 mató a 15 personas e hirió a 32 más en la Universidad de Texas, luego de haber asesinado a su esposa y a su madre— “… el cuchillo de Speck…” —Richard Speck, quien secuestró, violó y asesinó a ocho estudiantes de enfermería en Chicago— “… y los programas de televisión que glorifican la violencia para vender juguetes a nuestros hijos. Sin embargo, el Producto Nacional Bruto no mide la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación o su alegría cuando juegan. No incluye la belleza de nuestra poesía o la solidez de nuestros matrimonios, la inteligencia de nuestro debate público o la integridad de nuestros funcionarios públicos. No mide nuestro ingenio ni nuestro coraje, tampoco nuestra sabiduría ni nuestro aprendizaje y compasión… En resumen, mide todo, excepto lo que hace que la vida tenga sentido.”
A pocos días de que termine el 2020, todo el mundo sabe que la pandemia provocó una caída estrepitosa del PIB de México, y sin embargo nos urge producir otros datos: los datos que nos permitan dar cuenta de la fortaleza social que en medio de la adversidad hemos reconstruido durante los últimos meses, datos que muestren el avance en la redistribución de la riqueza y, sobre todo, datos que alusivos al ánimo que necesariamente hemos tenido que tonificar en el infortunio.
@gcastroibarra