Lamento decepcionar a los que busquen en esta columna chismes sobre algún politiquillo, maestro o líder sindical de setenta y tantos años. En realidad, se trata de un grillo menos dañino. Inspirado por el artículo de Rebeca Padilla que apareció hace unos días en La Jornada Aguascalientes (“40 años de Plaza Sésamo”, 12 de noviembre), me pareció oportuno recordar el aniversario de otra obra artística de riqueza y alcances similares a los de Plaza Sésamo y que por estas fechas cumple 75 años. Me refiero al programa radiofónico de don Francisco Gabilondo Soler en el que dio a conocer a Cri-Cri, el grillito cantor, que inició transmisiones por la XEW en octubre de 1934. Por medio de esas ondas hertzianas nacieron y se difundieron una pléyade de pequeñas composiciones musicales que fueron la sustancia de nuestra primera educación para la vida. La obra en conjunto de Gabilondo Soler debería ser considerada patrimonio artístico nacional. Si Plaza Sésamo nos enseñó a sumar y a cantar, Cri-Cri nos dijo cuál era la sustancia de la que estábamos hechos, no sólo como mexicanos, sino como personas.
Francisco Gabilondo Soler, matemático, astrónomo, explorador y
compositor (¿quién escribirá una buena biografía sobre él?), como
cantante no tuvo precisamente grandes dotes vocales, pero el suyo quizá
sea el timbre de voz que más nos acaricia la memoria y la sensibilidad,
despierta a nuestro niño interior, remueve los recuerdos; el que, aún
en la edad adulta, más pone a jugar nuestra imaginación. Musicalmente
sin instrucción formal, compuso más de doscientas canciones y mostró
una genialidad y versatilidad de géneros -rumba, country, vals, tango y
hasta música de Rusia y Hungría- que puede leerse como una colección de
la música mundial. Su flexibilidad, su inagotable imaginación, su
travieso uso de la metáfora y la sátira social sin duda podrían
colocarlo también como hombre de letras e ingenioso observador social.
Su universo era vasto como el mundo que se dedicó a explorar, formado
por muñecos que se mueven a media noche, pajaritos con peluca francesa,
palomos que se casan, gatos de barrio que escuchan a los perros ladrar
por las tardes; en las letras de sus canciones, hay imágenes tan
exquisitas como la de “un rayo que gira cambiando de luz” en medio del
mar. La música de Cri-Cri nos habla de cosas que nos fueron familiares:
abuelitas con roperos llenos de tesoros; fuentes de pueblo con
chorritos que luchan por sobrevivir y en sus espasmos acuáticos mojan a
las hormigas que pasan por el camino; cuartos llenos de juguetes (sin
Wii), jugar a las canicas… Son también un álbum de los antiguos
oficios de México, hoy en proceso de extinción: el ropavejero, el
alfarero, el curandero… (¿De qué oficios escribiría hoy Cri-Cri? ¿El
conejo lava coches, el perrito viene-viene?).
Siempre que sintonizábamos las historias de Cri-Cri tuve la sospecha
de que don Francisco Gabilondo quería decir más de lo que al principio
parece. No estoy de acuerdo con quienes quieren ver en él simplemente
un compositor infantil, con canciones “bonitas” para los niños de
kinder, pero solamente eso. Me recuerdan a una historieta que hubo en
los Estados Unidos en la época del macartismo que se llamaba Pogo. Los
personajes eran animales de aspecto inocente, tipo Walt Disney. Por
medio de la sátira, su autor ejercía una inteligente crítica social con
varios subcontextos de temas políticos y sociales, por lo que podía ser
apreciado tanto por niños como por adultos de amplia cultura. Creo que
Cri Cri, con las debidas proporciones, se parece a Pogo. Al observar la
sociedad de su tiempo, las canciones del grillito hacían gala de un
magnífico sentido del humor: compara a las solteronas entradas en años
con burras tercas (Mi burrita) y describe a un sacerdote como un
“pinguino barrigón” (El casamiento de los palomos); los gringos, como
el ratón vaquero, tienen los pies grandes, son mañosos y recurren a las
armas a la primera provocación; los novios a punto de casarse son
apenas unas “blancas palomitas” y los niños que van a la escuela por
primera vez son como animales que, por fortuna, se toparán con libros,
donde aprenderán “cómo vivir mejor”. Con todo, hacia la escuela él
tenía una actitud ambigua: es también el lugar donde los maestros
gritan “estúpido niño” cuando el alumno se sale de los rígidos esquemas
de la enseñanza (La J de la J). Cuando estábamos chicos, nadie mejor
que Cri-Cri -quien supuestamente era una especie de aliado del maestro-
para decir por abajito del agua lo que en verdad pensábamos del
colegio. En Solfeo de los Patos la escuela es “algo que a los patos les
parece feo / porque más les gusta irse a retozar /… en el agua fresca
y tan azul del manantial”.
La patita, otra canción interesante, habla de una ama de casa
abandonada por un marido sinvergüenza (“como tú”), que se encuentra en
tal penuria que no puede comprar zapatitos a los niños y lo único que
puede sugerirles, cuando arrecia el hambre, es comer insectos. El doble
sentido de El comal y la olla es una deliciosa muestra del dominio que
tenía del lenguaje popular: el comal, caliente, es el hombre; la olla,
gorda, la mujer. En todos lados parece haber una queja insistente no
por la existencia de las clases sociales, lo que no ve como algo malo,
sino por la absimal distancia entre ellas. El jicote aguamielero que se
quiere casar con una abeja altiva y bonita es revolucionario,
progresista, sabe de leyes (“asegún las leyes del país / aquí todos son
igual”), está infectado por ideas socialistas (“la sociedad sin clases
la creí”) pero nada puede hacer, pues ella se niega tajantemente a
aceptar el amor de un “prieto barrigón”. El chorrito me parece,
musicalmente, uno de los momentos más bellos de su carrera, sobre todo
esa maravillosa sección en el que pasa de acordes mayores a menores
(“en el paisaje / siempre nevado”) y cuyas cadencias me recuerdan a
Albinoni. En su obra, en general, aletea el espíritu de Manuel M.
Ponce.
En cuanto a lo pedagógico, me parece notable que las composiciones
de Cri-Cri hacen que el niño sienta, y también llaman su atención hacia
la vida interior del otro: el cu-cu del reloj se siente nervioso y con
amargura; la muñeca fea se siente abandonada y tiene miedo de que
alguien la vea; los patos de la clase de solfeo se sienten aburridos y
cansados. Como si fueran grandes novelas, tienen la virtud de hacer
surgir nuestra empatía; como todo arte bien hecho, ayudan a combatir la
deshumanización. El buen educador sabe que los niños que aprenden la
empatía se desempeñan mejor en la escuela, tienen mejores relaciones
sociales y profesionalmente son mejores y más compasivos.
Educación musical, social y emocional, además del visible gozo que
Cri Cri produce en los chicos, parecen ser una buena oferta.
Desafortunadamente, aunque sigue estando presente en muchos hogares, ha
ido perdiendo terreno frente a las letras banales y la música
intrascendente de los RBDs, el reggeton y -aunque menos malo- el pop
fácil de las recientes películas de Disney. Cri Cri ha sobrevivido a
otras propuestas que vinieron y se fueron (Cepillín, Chabelo, Tatiana,
etc.) pero si queremos conservarlo, la radio y la tele tienen que
ayudar. Quienes tengan niños, o vayan a tenerlos, que les hagan un
favor y hagan sonar en su casa, en los momentos de infancia y sol, los
célebres acordes de piano que anuncian el conocido “¿Quién es el que
anda ahí?” y las demás canciones, historias que son como ventanas al
México de antes, al México ya cubierto por un polvo fino que forjaron
los bisabuelos, y que huele a sandía, aceite de ricino, turrón y habas.
Ojalá que los nuevos escuchas conozcan también esa música que nos ayudó
a actuar con más bondad, empatía y sentido del humor. Después de todo,
como él decía, “a los niños en estos tiempos / los mismos cuentos les
gusta oir”. Palabra de grillo.